ENTRE RíOS. DE COLóN AL PARQUE NACIONAL EL PALMAR
Una visita por los sitios históricos y naturales de Colón, ciudad de pioneros, hasta el Parque Nacional donde se preserva un bosque de palmeras yatay. Un pulmón entrerriano de cara al río Uruguay, que atesora parte de la antigua selva que llegaba desde la Amazonia brasileña.
› Por Pablo Donadio
Fotos de María Clara Martínez
Dicen que no son árboles, sino pastos gigantes, porque no tienen una corteza leñosa por donde circula el alimento: todo su cuerpo es un río de savia. Su madera tampoco es madera y sus ramas no son tales, sino enormes hojas que nacen directamente del tallo. En este país pleno de múltiples reservas también hay lugar para la protección de las palmas yatay, los pastos prehistóricos que son los dueños del bosque. Este sitio protege y a la vez recuerda el tiempo en que el palmar estaba unido a la gran Amazonia, antes del desarrollo de las poblaciones que poco a poco lo fueron talando. Desde Colón, una de las ciudades más bellas de la provincia, disfrutamos del río Uruguay y las infinitas historias que siempre hablan de la tierra.
A PASOS DEL RíO Llegamos a la hora justa en que las mesas de la avenida San Martín, de cara a la costanera sobre el Uruguay, se van sacando afuera y preparando para la hora de la cena. Sobre la ribera, son momentos ideales para disfrutar de los museos, las danzas folklóricas, un café o un buen helado, rodeados por las voces de los pájaros que habitan las cercanías del río. Claro que en verano las calles se encienden de gente, espectáculos y recitales: la movida de la playa se enlaza así con la de los carnavales, con el tumulto veraniego típico de todo gran balneario.
Unas diez cuadras más allá del puentecito que divide la ciudad del suburbio hay una calle de las cabañas y hospedajes, donde nos recibe el dueño de Ayres de Colón, “El Tano”. Mientras compartimos unos mates nos cuenta del famoso molino de la Colonia San José, a sólo dos kilómetros, y de la granja que se estableció como el primer registro de personas y tierras del pago. Esa Primera Administración, como se la conoce aquí, está a diez minutos por un camino de tierra consolidado: aquí, cuando todos los campos de los alrededores conformaron la Colonia San José, previa a Colón, se ubicó el primer registro de personas y tierras. Cada familia pionera asentaba los nacimientos, muertes y casamientos, y daba cuenta de la producción con que pagaba su parcela de 27 hectáreas, cedida por Justo José de Urquiza. Luego vendría, con Alejo Peyret a la cabeza, el nacimiento de Villa San José, y tiempo después Villa Colón, que abriría la puerta del río para comercializar esos productos agrarios. Esa casa se ha vuelto museo, junto a un tambo donde la familia Perroni fabrica quesos artesanales.
Allí nos recibe Pablo junto a su padre, Alcides “Pelo” Perroni, profesor de historia y director de Cultura de San José. “El abuelo le regaló al Pablo un par de vaquitas para empezar. Por ese entonces no valía mucho el litro de leche, no estaba enripiado el camino, y cuando llovía se quedaba el camión, así que la leche se nos cortaba. Pero el que persevera triunfa, mi amigo, y acá estamos”, dice. Hoy visitan el museo casi todos los visitantes que llegan a Colón, y toda la leche de la granja –producto de unas 30 vacas– sirve para la producción de alrededor de 50 kilos de queso por día vendidos exclusivamente en la pulpería del establecimiento.
MOLINO SIN VIENTO Por el camino de la Primera Administración se ve la imagen quijotesca del viejo Molino Forclaz, un gigante de piedra y ladrillo anclado en las suaves ondulaciones del paisaje. Juan Carlos Buet, administrador del museo, nos recibe con la amabilidad propia del entrerriano, aunque es tarde y ya están cerrando. El predio, verde y perfecto, tiene también la vieja casa de la familia y junto a ella el primer molino a malacate, dentro de un galpón repleto de herramientas de la época y una habitación para clientes. La casa de la familia Forclaz, ambientada con muebles y fotografías de la época, da paso al protagonista principal de una historia conmovedora: un molino sin viento. Según cuentan, la familia Forclaz, de origen suizo-francés (saboyano), construyó artesanalmente el molino a malacate que era tirado por mulas y utilizado para la molienda de toda la región. No eran productores de harina, sino que molían para aquellos colonos que tenían plantaciones. “En esa época las distancias eran más grandes, y a veces los que llegaban tenían que esperar su turno, por eso había aquí una habitación para alojarlos”, explica Buet. Así el molino se transformaba en un lugar de reunión social: “Se armaban bailes y guitarreadas para matar el tiempo, bajo aquel ombú que ya tiene 140 años”.
Pasado algún tiempo, el viejo molino resultó insuficiente y uno de los hijos Forclaz, Juan Bautista, proyectó un molino de viento. Imitando a sus pares europeos y cuidando cada detalle de su fino mecanismo de relojería, al cabo de dos años finalizó su construcción. Sin embargo, no reparó en que los vientos locales no eran lo suficientemente fuertes: el enorme molino quedó trunco y nunca pudo funcionar con eficacia. El esfuerzo y las expectativas frustradas se volvieron una carga imposible para Juan Bautista. Murió a los 44 años, tras una larga depresión, mientras su mujer y familia cerraron el molino y lo confinaron al silencio y olvido.
Buet cuenta algunas anécdotas de ese tiempo, con el amor de quien habla de su propia historia. No es para menos: su bisabuelo, llamado Joujon, era gran animador de las noches largas, a pura copla europea recitada desde la cima del molino y con unas copas de aliento. “Era un personaje. Si una vez inventó un carro de tres ruedas, el primero en la zona, para evitar el canon que había decretado el municipio para los carruajes de dos y cuatro ruedas. Acá lo ves –nos señala una foto– cuando lo puso enfrente del palacio municipal y se puso a cantar en suizofrancés.” Cada sábado y domingo por la tarde, un grupo de vecinos de la zona realiza una visita guiada teatralizada, que revive con luces, trajes y música aquella vida alegre y trágica del entorno. “La vida de los Forclaz es la historia de cualquiera de aquí, por eso la gente se transporta a esa época fácilmente, y encuentra en este lugar cosas que ha visto o escuchado en la casa de sus propios abuelos. Cuentan los nietos que en la casa de los abuelos Forclaz nunca había harina, pero siempre había gente. Hoy no están más los Forclaz, pero la gente sigue viniendo una y otra vez.”
PALMERAS El Parque Nacional El Palmar abre las puertas a una playa tranquila, un camping bien provisto y geniales caminatas, pero sobre todo a la conservación y educación de cada visitante. “Tenemos un montón de actividades tanto para los que se quedan en el camping y disfrutan de nuestras playas y el río como para quienes tienen ciertas limitaciones. Hay, por ejemplo, nuevos senderos en Braille, recorridos con textos con forma de cuento a la altura de los niños, y mucho trabajo con escuelas, porque no hay mejor lugar para sembrar la educación que un parque nacional”, dice Marina Panziera, guardaparque y jefa del Departamento de Conservación.
Junto con Aldo Delaloye, entrerriano y también guardaparques, conocemos el mirador desde donde se disfruta la panorámica más linda de las miles de palmeras de cara al sol. Cuentan, sin embargo, que el parque sufre enormes amenazas: los árboles invasores y el manejo de animales exóticos como el ciervo axis y el jabalí, predador de palmeras nacientes, perjudican enormemente a la flora y fauna autóctona.
Ambos viven en El Palmar y aman su trabajo que, entre otras cosas, incluye el cuidado y manejo de los visitantes. “El objetivo de estas áreas protegidas es doble: que la gente disfrute y que se genere un vínculo amoroso y respetuoso con el ambiente y el semejante, al que también hay que cuidar. Tenemos la suerte de que, en general, la gente mira y te escucha cuando le hablás.” Hasta hace un tiempo, los más de 4000 jabalíes relevados eran responsables de liquidar casi el 90 por ciento de las nuevas palmeras: “Por suerte estamos afinando los controles y recuperando la especie. Eso repercute en la conservación y el regreso de las muchas aves y animales nativos como el zorro, la vizcacha, el ñandú, el gato montés. Si trabajamos con esa filosofía, tanto acá como en nuestras casas, algo mejor puede salir”. En sus 8500 hectáreas las palmeras yatay parecen no tener fin, aunque la soja, la forestación de eucaliptos, las poblaciones circundantes y el peligro del fuego no controlado (en el propio parque se hacen incendios que sí benefician la flora), no son poca cosa.
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