Dom 05.01.2014
turismo

ENTRE RíOS HUELLAS DE LA COLONIZACIóN

Alemanes del Paraná

Cerca de Paraná, un grupo de colonias fundadas por alemanes del Volga conservan sus tradiciones y el idioma que trajeron consigo desde Europa, a la sombra de las lomadas que marcan el paisaje entrerriano. Un paseo por estos pueblos que cultivan cereales y están creando un museo para rendir homenaje a los primeros pobladores.

› Por Graciela Cutuli

Fotos de Graciela Cutuli

Cuesta pensar, a la vista de estos campos de trigo que se ponen dorados bajo el sol y se mueven rítmicamente según los caprichos de la brisa, que existe otro mundo fuera de estas suaves lomadas que marcan el lado oriental del Paraná. Estos campos hoy atravesados por rutas que parecen siempre tranquilas a pesar de la cercanía con la capital entrerriana fueron, hace más de un siglo, la tierra prometida de los colonos que llegaron desde Rusia para poblar una región tan remota como desconocida, cuando la nación argentina recién empezaba a conformarse. Fueron pioneros, y de algún modo lo siguen siendo, ya integrados a la tierra que recibió a sus antepasados y les dio una nueva cultura y un nuevo idioma.

El paseo por las Aldeas Alemanas sale de Paraná por la RP11, que lleva hacia Diamante y Victoria. A un lado queda el río Paraná; del otro, las vías del ferrocarril: poco después de comenzar el viaje, vale la pena hacer un alto en la Escuela Rural Normal Alberdi, que fue la primera de sus características en América latina. Fue fundada en 1904 por impulso del gobernador Enrique Carbó, que quería una escuela normal rural en cada departamento de la provincia. Desde la escuela, donde los alumnos residen de lunes a viernes y reciben formación como técnicos agrarios, hay que recorrer unos 500 metros para llegar hasta el Observatorio Oro Verde, el lugar ideal para explorar el cielo en las noches despejadas y aprender a descifrar los misterios que guarda el firmamento del Hemisferio Sur. “Oro Verde –explica Natalia, la guía de ViajeLenguaje que organiza la visita a las aldeas alemanas– le debe el nombre a la fertilidad de la tierra. Y está a la vista: aquí mismo en la escuela se venden los alimentos artesanales que elaboran los propios alumnos, desde quesos hasta dulce de leche, escabeches y productos de huerta.” En Oro Verde, además, tienen sede las carreras de Bioingeniería y Bioinformática de la Universidad de Entre Ríos.

Pero sin salir siquiera de la Escuela Alberdi ya aparecen las primeras huellas de los colonos que marcaron la región: es un típico carro ruso, propio de la cultura traída por los alemanes del Volga, ubicado frente a un archivo-museo que funciona junto a la proveeduría del complejo. El carro simboliza el trabajo de la tierra que caracterizó a aquellos inmigrantes, llegados después de recorrer un largo camino: “Eran familias –relata Natalia– que habían sido llevadas a Rusia por la zarina Catalina II, a fines del siglo XVIII, cuando publicó un manifiesto invitando a los alemanes que quisieran habitar el suelo ruso. Aunque cambiaron de país y de paisaje, tenían licencia para conservar su cultura y su idiosincrasia: podían hablar alemán, conservar su religión y evitar el servicio militar. Pero no todo era favorable: los nuevos pobladores sufrían el frío y los ataques de los pueblos invasores deseosos de ocupar sus tierras. Otro zar, Alejandro II, les redujo los beneficios de habitar el suelo ruso. Fue así que casi un siglo después aquellos alemanes del Volga volvieron a mudarse, en busca de nuevas tierras, a las llanuras de Sudamérica. En la Argentina se ubicaron sobre todo a orillas del Paraná, aunque el primer asentamiento fue en Colonia Hinojo, en la provincia de Buenos Aires. Con el tiempo se fueron dispersando por el resto de Entre Ríos y por otros lugares del país”.

Dejando atrás el carro, nos adentramos un poco en los terrenos de la escuela hasta una laguna donde una familia de patos sirirís enseña a nadar a sus crías, en medio de un paisaje verde y exuberante, lleno de flores silvestres. Un poco más adelante, ya de regreso sobre la ruta que lleva a las colonias, podemos divisar sobre el lado izquierdo una reserva con espinillos y arbustos bajos: es un área protegida de la universidad, que conserva el paisaje original que recibió a los colonos en el siglo XIX. Los nuevos inmigrantes se establecieron en la Argentina a partir de 1878, y en la localidad entrerriana de Diamante recibieron tierras y se fueron organizando en aldeas, replicando su forma comunitaria tradicional. En estas aldeas, las familias –en su mayoría católicas, aunque hay también algunas protestantes– estaban juntas, aunque sus campos estuvieran separados: de día, cada familia trabajaba en su parcela; luego volvían al pueblo en lugar de vivir aislados en la zona rural.

La iglesia de Valle María, la mayor de las colonias alemanas cercanas a Paraná.

TRES COLONIAS Aquellos alemanes del Volga hablaban un dialecto que era mezcla de ruso y alemán. Aunque los jóvenes lo perdieron como código de comunicación entre ellos, todavía lo comprenden. Y como explica el padre Juan Carlos, de la iglesia de la aldea Valle María, “resultó difícil restablecer la lengua, aunque se hicieron intentos, porque los profesores que llegaron para enseñar se manejan con un alemán actual que ya no se parece mucho al que trajeron los inmigrantes del Volga”. Los colonos conservaron en cambio su música, una suerte de polka que se toca con acordeón, pero, como es de imaginar, la adaptación no fue fácil en todos los aspectos: sobre todo el clima, porque del frío ruso pasaron al calor del Litoral, que los agobiaba. Así, replicaron aquí una costumbre rusa de las familias más pobres, que cavaban una habitación a la que luego sólo quedaba colocarle un techo: a este tipo de casa los gauchos sorprendidos las llamaban “vizcacheras”, pero lo cierto es que les daba más frescura a los largos días del verano entrerriano.

Valle María (Marienthal), la primera que visitamos, es la aldea madre y la que conformó la base organizativa a partir de la cual se difundieron las demás. Tiempo atrás era la única de las aldeas alemanas que tenía partera, de modo que hasta aquí venían a dar a luz las mujeres de las colonias vecinas. El domingo que llegamos las calles están desiertas, porque hay un bautismo en la iglesia que parece concentrar toda la animación, y es inevitable para el recién llegado observar a los pobladores y pensar lo poco que parecen haber cambiado sus rasgos desde los tiempos en que llegaron sus antepasados. Valle María está tranquilísimo, pero así suele estar siempre salvo los días de fiesta patronal, cuando se salen a la calle los carros con músicos a recorrer el pueblo, poniéndole un inesperado clima festivo. Mirando con atención, se distingue la particularidad de las esquinas sin ochava, y las casas cuyos frentes no tienen puertas, sino sólo ventanas: para entrar, hay que dar la vuelta. Por un lado era una forma de preservar intimidad; por otro era una costumbre que los colonos trajeron de Rusia, donde ocultaban la puerta para defenderse de posibles ataques.

Saliendo de Valle María, vale la pena hacer un alto en el Parador 26 de Gustavo Schoenfeld, que en un local impecable situado al borde de la ruta ofrece quesos saborizados, chacinados, alfajores, miel y dulces caseros, además de artículos regionales. No mucho más lejos está Aldea Spatzenkutter, un pueblito pequeño cuya calle principal –bordeada de ceibos– no pasa de las tres cuadras de casa y campo. Aquí, en el edificio que fue antiguamente una escuela, Gustavo Schoenfeld y otros descendientes de los alemanes del Volga están formando un museo que cuente la historia de su comunidad. Un poco más adelante se conserva también la casa de la primera maestra del pueblo, frente a un precioso y discreto jardín de rosas, y una iglesia que parece desproporcionadamente grande en comparación con el tamaño de la aldea. Sin embargo esta característica –que también se observa en otras de las colonias– revela la importancia de la religión en la vida de aquellos inmigrantes.

Finalmente, la visita termina en Aldea Brasilera, que a pesar del nombre también fue fundada por los alemanes del Volga: el nombre se debe a que cuando llegaron los primeros pobladores desde Rusia, en 1878, un grupo se quedó en Brasil y sólo después de un año, al sentir la falta de progreso, envió un emisario para consultar con el presidente Avellaneda y explorar la posibilidad de instalarse también en Entre Ríos. Así llegaron en 1879, y se les asignaron las últimas tierras. Aldea Brasilera es de tamaño intermedio, pero uno de los más dinámicos pueblos alemanes por su cercanía con Paraná. Aquí está el comedor Munich, que en el domingo de nuestra visita muestra una actividad desbordante: no hay un lugar libre porque en la zona se sabe bien de la bondad de los platos de tradición alemana que prepara la familia Heim. Ellos, como otros que hoy están homenajeados en un monumento junto a la iglesia de la aldea, son descendientes de los pioneros que llegaron hace más de un siglo e hicieron de las orillas del Paraná un oasis rico en trigo y otros cereales, donde aún resuena el dialecto de los alemanes rusos y se podría creer que es fácil viajar en el tiempo y en el espacio, ahí nomás y a un paso de Paraná.

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