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Domingo, 28 de septiembre de 2003

MEXICO LA CIUDAD SAGRADA DE TEOTIHUACáN

EL Quinto Sol

En la mitología prehispánica de México, los dioses crearon el mundo en la ciudad de Teotihuacán, palabra náhuatl que significa “el lugar en donde los hombres se convierten en dioses”. En una sola noche allí hicieron surgir como soles la tierra, el agua, el viento y el fuego. Y el quinto sol fue el de los hombres. Cruzado por avenidas que marcan los rumbos del universo y coronado por las pirámides del Sol y de la Luna, el sitio sagrado todavía parece convocar el vínculo con los cielos.

Por Marina Combis

La meseta central de México está recorrida por una sucesión de anchos valles y extensas llanuras sobre las que se levantan majestuosos volcanes. En el centro de esta región, los valles de México y Teotihuacán estuvieron densamente poblados mucho antes de la llegada de los españoles, en 1519. Las civilizaciones que aquí habitaban construyeron grandes ciudades y complejos ceremoniales como Tula, Tenochtitlán –sobre la que se asienta la actual Ciudad de México–, y la más antigua y mítica ciudad de los dioses, Teotihuacán.

Los soles de la creacion “Despierta, ya el cielo se enrojece, ya se presentó la aurora, ya cantan los faisanes color de llama, las golondrinas color de fuego, ya vuelan las mariposas.” Con estos versos se invocaba a los dioses en la ciudad sagrada de Teotihuacán.
Para los pueblos del México prehispánico, la creación del mundo ocurrió una noche en esta ciudad, por la fuerza a la vez constructora y destructora de los dioses. Ellos transformaron la realidad antes de la existencia del hombre y la palabra, y dividieron el tiempo en cuatro eras, en cuatro soles.
El primer sol fue el de la tierra. Su patrono, Tezcatlipoca, y sus signos, el jaguar y la oscuridad. El segundo sol fue creado por Quetzalcoatl, la Serpiente Emplumada, y su naturaleza fue el viento. A Tláloc, el Señor de las Lluvias, le tocó conformar el tercer sol como una lluvia de fuego, y Chalchiuhtlicue creó el cuarto, el sol de agua. El quinto sol es el del movimiento, pero también es el de los hombres, capaces de evocar la destrucción o la vida. El quinto es el sol que preanuncia la conquista y que revela, también, las ambigüedades de la historia de los pueblos.
En la sociedad del antiguo México, la totalidad de la vida pública y privada estaba regulada por los ritos y dominada por las creencias. Teotihuacán, eje de un Estado teocrático, es el ejemplo más destacado de un complejo ceremonial que atrajo durante siglos a viajeros de todas las regiones de México. La misma arquitectura parece estar consagrada plenamente a las deidades del mundo preazteca, especialmente a Tláloc y a Quetzalcoatl, el portador de la fuerza civilizadora y la cultura agrícola.

Esplendor teotihuacano En la evocación de los tiempos surgió este ámbito donde el misticismo, la magia y la realidad se confunden en el límite con la imaginación, la fuerza y la voluntad. Teotihuacán, urbe de dioses y de hombres, fue el epicentro de millares de personas que allí vivieron, y de tantas otras dedicadas al comercio, que iban y venían hacia el valle de México, Puebla, Tlaxcala y Tehuantepec.
En su época de mayor esplendor, alrededor del año 600 de nuestra era, la ciudad cubría un área de casi 20 kilómetros cuadrados y albergaba una población de casi 200.000 habitantes. Para esa época, pocas ciudades en el mundo alcanzaban la densidad demográfica de Teotihuacán. En el primer milenio, Roma, que había perdido su antigua grandeza, no alcanzaba a diez mil habitantes. En el resto de Europa, y con excepción de Constantinopla, capital del Imperio Bizantino, pocas ciudades pasaban de los veinte mil.
La sociedad teotihuacana estaba conformada por diferentes estratos sociales que iban desde el sacerdocio hasta el campesinado. La jerarquía más alta la constituían los sacerdotes, que también detentaban el poder político. La ciudad estaba dividida en barrios ubicados alrededor de las construcciones ceremoniales, que alojaban a la población según los oficios de sus habitantes. La clase dominante vivía dentro de los espacios ceremoniales, lugares sagrados y restringidos al pueblo. En base a esta división urbana, existían barrios especializados de artesanos que proveían no sólo a Teotihuacán sino a zonas tan alejadas como Oaxaca y Yucatán. Ahí vivían alfareros, artífices de obsidiana, lapidarios, albañiles, carpinteros y artistas. También existían sectores para residentes nativos de Oaxaca, Veracruz y del área maya. Era tan grande el prestigio de la ciudad como centro religioso que las festividades atraían a gran cantidad de peregrinos y comerciantes de otras latitudes de México. Todo esto hacía de Teotihuacán una verdadera ciudad cosmopolita. La vida cotidiana transcurría en los alrededores del mercado y en los barrios de los artesanos. La alimentación era variada, y se basaba principalmente en el maíz, los frijoles y el chile, complementada con pescados y aves que traían del Lago de Texcoco, y ocasionalmente con conejos y venados.
Teotihuacán monopolizó la explotación y el comercio de la obsidiana, extraída de las proximidades del volcán Navajas. Poco a poco, el intercambio con otras regiones ayudó a desarrollar el comercio, la agricultura y la organización urbana, convirtiendo la ciudad en un importante centro político y religioso que permaneció vigente hasta el siglo IX de nuestra era, cuando fue misteriosamente abandonado por sus habitantes.

Desde el Templo de Quetzalcoatl La ciudad está orientada sobre el eje norte-sur, señalado por una amplia avenida de más de 3 kilómetros de largo, conocida como la Calzada de los Muertos. A ambos lados se levantan diferentes edificios, palacios, plazas y lugares de culto. A un costado se encuentra la impactante Pirámide del Sol, que representa la dualidad creadora de la naturaleza y de los hombres, y en el extremo norte, la Pirámide de la Luna.
El recorrido comienza por el recinto conocido como La Ciudadela, donde se hallan el Templo de Quetzalcoatl y los aposentos de los gobernantes de la ciudad. Para el escritor mexicano Carlos Fuentes, este dios es el más celebrado de las antiguas cosmogonías mexicanas, y a él se debe la creación de la agricultura, la educación, la poesía, las artes y los oficios. El templo está ubicado en el extremo de una plaza cuadrangular de unos 400 metros de lado, limitado por pequeñas plataformas ceremoniales. Con sus escalinatas y taludes decorados por 366 serpientes en alto y bajorrelieve, es uno de los monumentos más suntuosos y ricamente decorados del antiguo México. Ominosas serpientes acuáticas, de grandes dimensiones, emergen con sus dentadas fauces abiertas desde los muros de piedra.
Al otro lado de la Calzada de los Muertos se encontraba el mercado principal de la ciudad, que en ocasiones se extendía bordeando el sendero. Un poco más adelante, sobre el lado oeste, se levanta como una escalera a los cielos la Pirámide del Sol. La inmensa estructura de base casi cuadrada (222 por 225 metros, apenas más pequeña que la pirámide de Keops, en Egipto) tiene una altura de 63 metros. Originalmente estaba coronada por un pequeño templo, hoy destruido. En el Palacio Nacional, residencia actual del presidente de la república, se encuentra un mural pintado por Diego Rivera entre 1929 y 1935, donde estos templetes ubicados en la cima de la pirámide parecen volver mágicamente a la vida.
A un costado de la pirámide se encuentra un pequeño museo que contiene una maqueta a escala de la ciudad, y a unos 500 metros al este se levanta el Palacio de Tepantitla, que guarda en sus paredes notables pinturas murales que representan a Tláloc, el dios de la lluvia, y un edénico mundo imaginario. Coronando el recorrido se llega a la plaza ceremonial de la Pirámide de la Luna, que es algo más pequeña que la del Sol pero igualmente imponente, con sus 42 metros de altura.
Junto a ella están el Palacio de Quetzalpapalotl, cuya imagen de mariposa con cuerpo de quetzal aparece labrada en las pilastras del patio, y el Palacio del Jaguar cubierto de pinturas murales con figuras de serpientes emplumadas que ejecutan, trayendo los mágicos sonidos al presente, sus trompetas de caracolas marinas. Bajo el Palacio de Quetzalpapalotl se esconde el Templo de los Caracoles Emplumados, cuyos frescos de vivos colores representan también flores de cuatro pétalos y distintos tipos de aves.

Murales de un mundo perdido A pesar de haber permanecido abandonada por casi 1300 años, la ciudad de los dioses todavía parece encerrar entre sus muros de colores la vertiginosa vida de su momento de mayor esplendor. Hoy en día las paredes de piedra conservan algo más que el silencio; los centenares de pinturas y esculturas del valle reflejan las vivencias de un mundo perdido. Paso a paso entre esas imágenes es posible imaginar el sonido de las percusiones que acompañaba las danzas de los viejos rituales y la solemnidad de los sacrificios.
Es que el arte plasmó el pasado en las antiguas construcciones de piedra. Además de su arquitectura monumental, la ciudad es también un espacio que contiene las manifestaciones más representativas de su cultura. El arte pictórico no sólo está reservado para los lugares sagrados, sino que se extiende a todo el espacio público. Tal vez los teotihuacanos hayan sido los antecesores del muralismo mexicano, los predecesores de otros artistas que, como David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera, volcaron en frescos monumentales episodios trascendentes de la historia de México.
Los grandes murales permiten recorrer ese antiguo mundo donde las figuras de los dioses, de los jaguares, de los seres de la noche y de los cielos acuáticos parecen cobrar vida. El escritor Miguel Covarrubias describía la pintura mural como “austera y distinguida, alegre y graciosa e intensamente religiosa”. Pero los murales teotihuacanos trascienden a la vez los temas sagrados e incorporan una rica descripción de la naturaleza del valle: montañas, ríos y lagunas son habitados por animales terrestres y marinos, custodiados por los dioses.
La belleza de estas imágenes impacta por la fuerza de su discurso, al convertir en relatos visuales la vida cotidiana y la relación con el entorno que mantuvieron los habitantes de la ciudad. Más aun, estos textos de gran cromatismo parecen preanunciar el arte poético que, apenas unos siglos más tarde, culminará en la expresiva literatura de los aztecas.
Así es este lugar con sus nombres únicos, a veces impronunciables: Quetzalcoatl, Tláloc, Huehueteotl, Chalchiuhtlicue. Ante el Templo de la Serpiente Emplumada, un aplauso emitido entre dos escalinatas enfrentadas permite escuchar un sonido casi mágico: el eco milenario del graznido del quetzal. Con su Calzada de los Muertos, sus baños de vapor o temascales y sus imponentes pirámides, Teotihuacán atesora tal majestuosidad, que por sí sola parece capaz de crear un mundo al margen de lo existente, un cofre de vivencias sepultadas entre siglos de esplendor.
Y es que para poder transmitir cada sensación, cada momento de un día en Teotihuacán, la ciudad creada y abandonada por las deidades, pero jamás conquistada, haría falta encontrar las palabras exactas. Y eso sólo se puede lograr al descubrir la magia de ese lugar tan mexicano, tan del mundo, tan de los dioses.

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Los restos de los muros de piedra marcan los antiguos recintos. Al fondo, la imponente Pirámide del Sol.
 
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