turismo

Domingo, 2 de marzo de 2014

TAIWAN. EL EDIFICIO TAIPEI 101

La pagoda posmoderna

Crónica de una visita al edificio más alto del mundo... hasta 2010. Aun descendido en el ranking, el Taipei 101 sigue siendo uno de los más inspirados del Globo: en su magistral diseño conviven una estética tecnofuturista con el aura radiante del milenarismo oriental, encerrando un complejo simbolismo geopolítico.

 Por Julián Varsavsky

El hall del Taipei 101 nos sumerge en una burbuja tecnológica marcada por la “estética de la desaparición”, teorizada por el francés Paul Virilio. Allí todo es luminosidad, transparencia vidriada y pantallas de video que construyen una nueva realidad desmaterializada, diluida en lo digital. En la sociedad del hiperrealismo la visibilidad a través del vidrio de los edificios crea una continuidad espacial entre el adentro y el afuera, una “desaparición” del muro de ladrillos, que sería la metáfora arquitectónica de lo inmaterial.

El megahall central con vigas y columnas de acero a la vista del Taipei 101 alberga lo que no podría faltar nunca en un lugar así: un shopping con 160 tiendas de lujo y tecnología. Ascendemos los primeros cinco primeros niveles por escaleras mecánicas y compramos el ticket de entrada.

La puerta del ascensor se cierra y las luces se oscurecen. Suena música celestial de Vivaldi y nuestra aerodinámica cápsula presurizada marca Toshiba alcanza su velocidad crucero de 60,6 kilómetros por hora sin que nos demos cuenta, salvo porque se nos tapan los oídos. En el techo de nuestro vehículo se encienden estrellas de planetario. Vamos hacia ellas.

En 37,7 segundos alcanzamos el piso 89 y la puerta se abre a un mirador de 360 grados con ventanales panorámicos. La noche de Taipei se despliega a los cuatro costados y apoyo la frente contra el vidrio mirando para abajo. Me impresiona pensar que un espesor transparente de tres centímetros me separa del descomunal abismo. El edificio parece a simple vista una frágil caja de cristal. Pero uno sabe de la solidez de sus estructuras, un dato que elimina toda sensación de vértigo.

El espectáculo de la modernidad y la ciudad que pierde sus rasgos particulares.

EXTRAÑAS FORMAS Por la noche es cuando mejor irradia su estética tecnológica la arquitectura contemporánea (que más bien parece hecha para la noche, cuando esos edificios están vacíos). La mirada cenital desde el 101 es como la de un dios, aunque en verdad se ve todo y nada a la vez. Por eso proliferan los telescopios a monedita que violan intimidades.

En el exitoso negocio de souvenirs, empleadas con delicadeza de geisha venden de todo, modelo 101: gorras, llaveros, el edificio en miniatura, bolsos, cajitas, estuches para celular, cuadernos, lapiceras, postales con fotomontaje del turista, vasitos de licor y chops, tazas de té y café, agendas, prendedores, estampillas que ya no sirven, almohadillas para el mouse, paraguas, calendarios y lo que pueda haber escondido bajo el mostrador. En una tienda de artículos de lujo se vende un mapamundi artesanal hecho con piedras semipreciosas al precio de 60.000 dólares.

Camino por el perímetro cuadrangular del mirador y de unos parlantes invisibles brota la trompeta asordinada de Miles Davis. Desde la cima del 101 –igual que en todos los grandes rascacielos de la tierra– la ciudad pierde sus rasgos particulares. Muy lejos, en lo bajo, distingo un edificio esférico y varias cúpulas luminosas. Un avión ingresa a una nube cercana y la rueda de una gran vuelta al mundo gira en cámara lenta, flanqueada por edificios enanos. A media altura de esos edificios se entrecruzan autopistas –que conducen pero no comunican–, surcadas por interminables dragones de lucecitas que viborean bajo las estrellas.

Las cuadrículas de calles siguen la regla por unos kilómetros y luego se bifurcan como un sistema de vasos capilares. Lo que no se distingue de ninguna manera es la figura humana, ni siquiera insinuada como un puntito.

A nuestros pies se desarrolla el silencioso espectáculo de la posmodernidad en su máxima expresión, un horizonte de luces y sombras donde se intuye el esqueleto de una ciudad vacía y despersonalizada, como un fantasmal parque de diversiones en movimiento: es la imagen de una ciudad muerta.

Como corresponde a un edificio “high-tech” y “eco-sustentable”, los guías turísticos se han desmaterializado: ya no son de carne y hueso sino pequeñas audioguías con forma de teléfono que me hablan al oído con acento madrileño.

El aparatito es pura convicción: “El Taipei 101 representa nuestro objetivo de llegar más allá de la perfección”. Más convincente me resulta cuando explica que el edificio mide 509 metros –el primero en superar la barrera del medio kilómetro–, tiene 380 postes estabilizadores que se hunden 80 metros bajo los cimientos, y su estabilidad está garantizada por ocho colosales pilares de acero rellenados con hormigón. Las ventanas de cristal doble soportarían un impacto de ocho toneladas.

Pero lo más asombroso es el gran amortiguador eólico que morigera el balanceo constante del gigante por el viento (estos edificios son flexibles para evitar fracturas). En el centro del mirador se puede ver su gran bola dorada sostenida en el aire por cables de acero, que pendula para enderezar el edificio. La bola pendular está formada por 41 capas de acero, mide 5,5 metros de diámetro y pesa 360 toneladas. Tiene un sistema de seguridad que la inmoviliza en casos de terremoto, ya que si se bambolea con fuerza para todos lados podría tener un efecto contrario y destrozar las paredes.

epigrafe

GIGANTE SOLITARIO El omnipresente Taipei 101 se ve desde cada rincón de la ciudad, con una iluminación cambiante que le otorga un color diferente para cada día de la semana.

Taipei no se caracteriza por sus rascacielos, y por eso el 101 sobresale en el espacio aéreo como una jirafa en un rebaño de ovejas. Prácticamente no hay otros que lo secunden, porque la isla de Taiwan está sobre una falla sísmica y en zona de ciclones. Por eso el 101 tiene algo de bravuconada. Su simbolismo está insinuando en el mapa geopolítico internacional algo así como que “nadie ha llegado más alto que nosotros y somos tan fuertes que podemos soportar, incólumes, toda clase de adversidades”.

Para el arquitecto y semiólogo de la Universidad de Buenos Aires Eduardo Masllorens, “este edificio se enmarca en una arquitectura global con una tendencia al alarde de la proeza técnica con estética futurista, una carrera que se inició en 1928 con el edificio Chrysler de Nueva York, el primero de una serie que pretende ser la representación simbólica del poder económico y tecnológico de una corporación, una ciudad o un país”.

Los últimos de estos rascacielos adquieren un patrón constructivo que deja de lado el ladrillo exterior y el hormigón armado, inclinándose hacia un estilo global basado en estructuras de acero con titanio, aluminio y vidrio a la vista. El Taipei 101 es parte, en principio, de esta estética. Pero lo singular es que su estructura, basada en la deconstrucción de una caña de bambú con toques de pagoda posmoderna, logra comunicar algo que no dice ningún otro edificio del mundo: “Somos modernos y al mismo tiempo estamos orgullosos de nuestra milenaria cultura oriental”.

“El edificio de la petrolera Gazprom, en Moscú, perfectamente podría pertenecer a la Shell y estar en Houston, Londres o Río de Janeiro; en cambió el Taipei 101 no”, dice el arquitecto Masllorens. Porque es un edificio esencialmente taiwanés. Esta singularidad es el gran mérito de C. Y. Lee, creador de un icono local que se distingue con facilidad en una foto a pequeña escala.

Una lectura semiológica de la arquitectura del 101 refleja la idea del surgimiento y la consolidación de Taiwan entre el grupo de países conocidos como “los tigres asiáticos”. Pero es en el conflicto político con la República Popular China –en el que ambos países se consideran la verdadera China– donde este edificio alcanza su mayor valor simbólico. “Los rascacielos de Hong Kong y Shanghai –agrega Masllorens– son muy modernos pero siguen los parámetros del diseño occidental: son edificios globales que fracasan en reflejar la cultura local.” En cambio, con el Taipei 101 el arquitecto C. Y. Lee fue el primero en lograr una síntesis exitosa subrayando la frase “no-sotros somos China”. Y lo logra de manera magistral, completando la idea de “un diseño de avanzada que no es occidental sino chino; ésta es nuestra arquitectura; que lo sepa el mundo”.

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Rareza: el gigantesco amortiguador eólico que pendula enderezando el edificio.
 
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