CHILE. SAN PEDRO DE ATACAMA
Viaje a fondo por el desierto de Atacama, el más árido de la tierra: una laguna salada donde se flota sin nadar, un trekking a la cima del cerro Toco, paseos por lagunas altiplánicas, el salar de Tara y una excursión en cuatriciclo a la Cordillera de la Sal.
› Por Julián Varsavsky
Fotos de Julián Varsavsky
De la salina más grande del mundo pasaremos al desierto de roca y arena más árido del mundo. Viajo desde el Salar de Uyuni en Bolivia –donde la mirada se nubla en un blanco infinito– hasta el rojo desierto de Atacama en Chile. En pleno salar detengo el vehículo y el horizonte parece uno de esos mares congelados de la Antártida que se atraviesan con rompehielos. Y me agrada la idea de sentirme el único habitante de un planeta blanco, un náufrago interplanetario en medio de un gran vacío universal, con 360 grados de nada absoluta.
Continuamos la travesía en camioneta por una ruta de tierra que cruza el Altiplano de la Cordillera de los Andes. Al pasar el Hito Cajón –a 4480 msnm– ingresamos a Chile y al desierto de Atacama. En medio de la sequedad me vienen a la mente unos versos de Borges: “Antes de entrar en el desierto / los soldados bebieron largamente el agua de la cisterna. / Hierocles derramó en la tierra / el agua de su cántaro, y dijo: / Si hemos de entrar en el desierto, / ya estoy en el desierto. / Si la sed va a abrasarme, / que ya me abrase...”.
Pero la posibilidad de morir de sed en el desierto de Atacama –si uno no se sale de las rutas– es nula. Así que continuamos la espectacular travesía que en pocas horas nos lleva desde un planeta blanco y plano a otro ondulado y rojizo, ambos de extrema aridez.
El globo incandescente del sol se hunde tras la cordillera mientras ingreso a una dimensión que se enciende de rojo bajo un ocaso de fuego. Atacama es el desierto por excelencia de nuestro planeta. El más desierto de todos, más aún que el Sahara y el Kalahari, porque no existe otro más reseco y menos apto para la vida. Hay aquí sectores donde no ha llovido en siglos y salares en los que no hay otra vida más que ínfimas bacterias.
OASIS Al cruzar la frontera al lado chileno comienza el asfalto y en una hora llegamos a San Pedro de Atacama, un pueblo con mayoría de casas de adobe estilo colonial en pleno desierto, casi bajo el Trópico de Capricornio. El lugar es un oasis habitado por aborígenes desde hace milenios y por los españoles a partir de 1550.
A la mañana siguiente vamos a la cercana laguna Cejar para sumergirnos en sus aguas cristalinas, más saladas que el Mar Muerto, que permiten flotar sin necesidad de hacer nada. Allí hago la plancha por largo rato mirando uno de los cielos más límpidos de la tierra, con el cuerpo sumergido pero dejando afuera la cabeza y las cuatro extremidades. Es como si la tierra hubiese perdido la fuerza de gravedad y nosotros levitáramos en el aire.
Al día siguiente vamos rumbo al Salar de Tara por una ruta de asfalto que sube hasta los 4852 metros. Allí doblamos por una huella borrosa que se interna en un pedregal. Al fondo de una planicie se levantan rectas columnas de piedra conocidas como los Monjes de la Pakana, la más grande de ellas llamada el Moai, haciendo honor a su nombre.
Avanzamos por el centro de una gran caldera volcánica donde milenios atrás confluyeron los ríos de lava de varios volcanes. En el grupo hay un geomorfólogo inglés en éxtasis. Asombrado, el hombre observa lo que otros no pueden ver: la historia de la corteza terrestre salida a la superficie, donde lee claramente –según él– el paso de millones de años. Nosotros vemos, en cambio, los restos de un “estallido atómico”, la superficie de la luna y por momentos un planeta rojo con rectos murallones donde se levantan fortalezas medievales en ruinas.
La camioneta avanza encerrada entre dos murallas de sedimento y desemboca en una gran laguna con 4000 flamencos que se distinguen como una mancha rosada. A sus orillas los guías instalan mesas con sillas de director de cine para un frugal almuerzo con salmón ahumado, quínoa y pollo al orégano.
LLEGAR A LA CIMA Alrededor de San Pedro de Atacama hay una serie de cerros y volcanes a cuya cima se llega con caminatas de diferente complejidad. La cima más sencilla es la del cerro Toco, que se alcanza con una caminata de menos de dos horas, gracias a que un camino de tierra permite subir parte del cerro en vehículo, hasta un radiotelescopio del proyecto ALMA que estudia las galaxias.
Nuestra expedición al cerro Toco arranca a media mañana en camioneta, trepando las empinadas laderas. La caminata comienza en el sector de La Azufrera, donde avanzamos pisando bolitas amarillas de azufre. El trayecto es bastante regular, aunque en los sectores más empinados hay que detenerse a descansar, ya que la altura late en las sienes. A la izquierda, una ladera completa está cubierta de penitentes, formaciones de hielo de hasta dos metros de alto, filosas como cuchillas.
Luego de una hora y cuarenta minutos alcanzamos la cima. El GPS de nuestro guía marca 5519 metros de altura y 1,4 kilómetro de avance. El último tramo es duro, pero la panorámica de 360 grados desde la cima es deslumbrante. Hacia el sudeste la mirada se corta recién a los 300 kilómetros de distancia, donde se levanta el volcán Llullaillaco. Hacia el este se ve el perfil de la cordillera Domeiko, a 100 kilómetros. Y en el horizonte norte se erige el volcán Putana. A nuestros pies se levanta una apacheta, un altar de piedras donde flamea la Wipala, la bandera de los pueblos aborígenes de los Andes.
Otra opción es contactar a Juan Pablo Rivas, un experto piloto de motos que ofrece travesías por el desierto en ese vehículo y en cuatriciclos. La excursión más pedida es la de medio día, que se interna en la Cordillera de la Sal, que va por una planicie arenosa con árboles espaciados entre sí, muy parecida a la sabana africana. Luego se atraviesan un arroyo y onduladas dunas que le otorgan emoción a la travesía. El paseo sigue por un paisaje similar al Valle de la Luna pero sin nadie a la vista, dando la sensación de estar solo en la inmensidad del puro desierto.
LAGUNAS ALTIPLANICAS Pocos viajeros se van de San Pedro de Atacama habiendo hecho todas las excursiones posibles, porque son muchas. Entre ellas, la llamada Lagunas Altiplánicas con Piedras Rojas es una de las más coloridas y completas. Partimos por la carretera en paralelo a los Andes mientras el volcán Laskar humea como todos los días desde su cima de 5592 metros. Pero no hay nada que temer: un 10 por ciento de los volcanes de la zona están activos y sin indicios de estar por explotar.
El guía explica que éste es el desierto más reseco del mundo porque está encerrado entre dos cordilleras: la de los Andes hacia el este y la de la Costa hacia el oeste. La primera retiene la humedad que llega desde la Amazonía y la segunda, la que llega por el Pacífico. En promedio llueve en el desierto cuatro veces por año, unos 20 minutos cada vez. Aunque febrero de 2012 fue la excepción, cuando cayó todo junto lo que había llovido en los 50 años anteriores, destrozando casas de adobe por las inundaciones. Para que llueva en el desierto se necesita la rareza de que choquen dos frentes fríos provenientes de la Amazonía y el Pacífico.
A media mañana llegamos a Piedras Rojas, un extraño paraje entre montañas con surrealistas formaciones volcánicas. Allí, en la parte baja de un valle, saboreamos un sofisticado desayuno cocinado in situ con huevos revueltos, medialunas y yogurt con cereales.
La siguiente parada es en la Laguna Miscanti, un espejo de agua de 15 kilómetros cuadrados lleno de flamencos que remontan vuelo rasante sobre la superficie. Por último visitamos el pueblo de Toconao y el Salar de Atacama, para ver uno de los mejores atardeceres del desierto. Al recorrer la extrema desolación de Atacama, cabe preguntarse si no habrá sido así la tierra poco después de su origen, al apagarse la gran bola de magma que supo ser. Este desierto parece el resultado de un apocalipsis de fuego, con cráteres derrumbados, cerros basálticos y coladas de lava petrificadas. Ya no hay aquí humo ni lavas ardientes, sino un gran cementerio geológico de 3000 kilómetros cuadrados donde, por contraste, se impone la paz más absoluta del universo.
Pero cuando aparece al trotecito una tropilla de gráciles vicuñas sobre un arenal negro, su etéreo andar eleva el contraste del paisaje hasta el paroxismo, otorgándole una inusitada vida al inhóspito reino de la desolación. Es el misterio mismo de la vida, surgiendo una y otra vez en medio de la nada, contra todo pronóstico, en el desierto más seco y hostil de la tierra.
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