Domingo, 13 de abril de 2014 | Hoy
NEUQUéN. EN 4X4 A LA LAGUNA HUALCUPéN
Una excursión en 4x4 desde el pueblo de Caviahue hacia los parajes de las comunidades mapuches, donde un centenar de transhumantes tienen sus ranchos de veranada y cuidan sus chivos y ovejas hasta la llegada del frío. En el reino de las araucarias, la idílica laguna Hualcupén con sus bosques milenarios.
Por Julián Varsavsky
Foto de Julián Varsavsky
Hay viajeros que cruzan medio planeta para conocer la cultura transhumante de Mongolia. Pero muchos de ellos no saben que 1500 kilómetros al sur de Buenos Aires existen numerosas familias que practican la transhumancia, con un ciclo marcado por las necesidades del pastoreo de chivos, resultando en una cultura seminómada muy parecida en su cotidianidad a la de la estepa mongólica. Se trata de más de un centenar de mapuches que viven en tres comunidades cercanas al pueblo de Caviahue, en la zona del lago Hualcupén.
ENCUENTRO CON EL OTRO Partimos en la mañana desde el pueblo de Caviahue bordeando el lago, para abandonar a los pocos minutos la ruta de asfalto y doblar por un sendero de tierra que se interna en la montaña cuesta arriba.
A los costados del camino se elevan las esbeltas araucarias semitapadas por la bruma, otorgándole inusitada vida a la aridez rocosa del valle que atravesamos. La parte alta de las montañas está seminevada, con rayas blancas como una piel de cebra.
Cada tanto aparece una majada con un centenar de chivos obstruyendo el camino por unos instantes. En las laderas lejanas se ven otros grupos de chivos y ovejas. A los animales los dejan libres –ellos mismos se mantienen en grupo– y sus dueños los van a buscar al atardecer para encerrarlos en un corral que los protege de los pumas.
Estamos en tierras mapuches de las comunidades Millaín Currical y Huaiquillén, un terreno comunitario de 20.000 hectáreas que pertenece a unas 120 personas y no se puede comprar, vender, ni lotear.
En el trayecto la camioneta vadea varios arroyos de deshielo y el camino trepa hasta la cima de una lomada. De repente aparece al fondo y abajo el espectacular espejo de agua de la laguna Hualcupén, que refleja invertidos los picos de las montañas y el perfil aparasolado de las araucarias en las orillas.
Detenemos el vehículo y el guía nos conduce hasta un mirador rocoso para observar las aguas inmóviles del lago, a 1650 m.s.n.m. El sol se eleva disipando la bruma mientras el paisaje se enciende en colores muy nítidos. Una pareja de patos cruza el lago con su cría navegando en fila. Junto a la orilla una casa con la chimenea echando humo parece la imagen de un cuento infantil. De esa casa sale un hombre que bordea a pie medio lago en dirección a nosotros. Me pregunto si vendrá a aclarar que estamos en propiedad privada –de hecho lo estamos– pero no: simplemente se acerca a conversar.
“Me llamo Vargas, Antonio, y esa de allá es mi casa, adonde vengo todos los veranos con mi familia y mis chivos. Somos mi esposa, yo, mis cinco hijos y mis cinco hijas, más 800 chivos y ovejas. Yo sé hablar mapuche, pero mi hijos no. Todos en nuestra comunidad nos dedicamos a vender chivos para hacer asado y tejidos de lana. En invierno bajamos al paraje Pichaihue llevando nuestros animales por la montaña en un arreo de cinco días. En Pichaihue tenemos casas de material y escuela”, cuenta don Vargas con tono pausado.
“¿Y yo puedo bajar en un arreo con ustedes el año que viene?”, consulto sin mucha esperanza. “Claro, acá te esperamos a comienzos de abril.” Antes de partir el hombre me pide un favor: “¿Usted podría avisarle en el pueblo a doña Chani que Vargas tiene lista la leña?”. Entonces se aleja caminando entre los pastizales y sube un cerro hasta perderse solitario en la lejanía, en los dominios de su paraíso terrenal.
ARAUCARIAS MILENARIAS La travesía continúa hacia el Cajón de los Barros y al final del camino nos detenemos en el rancho de madera, caña colihue, chapa y ramas de Luis Torres, un joven de la comunidad Huaiquillén que pasa allí los meses de verano con sus tres hijitos y la esposa. El primer contacto es con los niños y, una vez roto el hielo, nos invitan a pasar a su casa con piso de tierra. Para ingresar por la pequeña puerta hay que agacharse.
Adentro hay dos ambientes: el principal sería el living con cocina, donde hay una salamandra a leña prendida todo el día que sirve de calefacción y cocina. Pero también hay cocina a gas y un auto estacionado junto a la entrada. Afuera está el baño. El agua corriente es la de las vertientes, y por supuesto no hay luz eléctrica.
“Durante el arreo a tierras bajas los mayores, las mujeres y los niños van en el auto y en un camión que usamos para llevar nuestras cosas, mientras los hombres jóvenes caminamos por la montaña con los animales, durmiendo en carpa los días que nieva, o bien a la intemperie”, relata Luis mientras juguetea con su hija en brazos.
Retomamos camino rumbo al sector de Las Lecheras vadeando nuevos arroyos y a través de un denso bosque de lengas. Estamos a un kilómetro del Paso Coliqueo sur, en el límite con Chile.
Cerca de la casa de doña Margarita nos detenemos para caminar por el extraño “reino de las araucarias”, esos árboles milenarios de largo tronco que se ramifican recién en la parte superior, y que vistos a la distancia semejan esos bosques de hongos gigantes que encontró Otto Lidenbrock, el protagonista del Viaje al centro de la Tierra imaginado por Julio Verne.
Las araucarias habitan la Tierra desde la era Mesozoica, unos 200 millones de años atrás. Han sobrevivido como especie a innumerables terremotos, erupciones volcánicas y toda clase de catástrofes naturales. Y fueron siempre grandes aliadas de la vida cotidiana de los mapuches, a quienes aún hoy siguen brindando a finales del verano su nutritivo y calórico piñón, que se consume hervido o tostado.
La única catástrofe que ha puesto en jaque la continuidad milenaria de las araucarias ha sido la llegada del hombre blanco, que en apenas dos siglos de depredación está cerca de borrar de un plumazo 200 millones de años de historia. En los alrededores de Caviahue resisten sin embargo centenares de araucarias, al igual que del lado chileno de la cordillera (hoy es delito penal cortar una araucaria).
Los mapuches llaman pehuén a este árbol que llega a vivir hasta 1500 años, alcanzando una altura de 35 metros (crecen un centímetro por año). Su tronco de dos metros de diámetro está cubierto por una corteza agrietada en forma de placas hexagonales muy resistentes al fuego. Las ramas se disponen en forma de “pisos”, dándole al árbol forma cónica. Pero como las ramas de abajo se van cayendo, se forma en la parte superior la característica “sombrilla”. Existen árboles con flores femeninas y masculinas. El macho provee el polen fecundador y la hembra produce los piñones donde están las semillas de los futuros árboles. En general, cada árbol tarda entre 80 y 130 años en definir su sexo, que determina de acuerdo con las necesidades del bosque.
La araucaria tiene un valor simbólico, social y natural, como descendiente directa de la Araucaria mirabilis que cubrió con extensas formaciones boscosas el sur argentino hace 150 millones de años, conviviendo con los dinosaurios. Para la cosmovisión del pueblo mapuche, el hombre no es el sujeto único y preponderante sobre la Tierra, sino parte de ella. “Mapu” significa “tierra” y, “che” “gente”. Y esta gente vive en armonía y equilibrio con la Tierra, incluyendo a las araucarias, el árbol sagrado de los mapuches y parte fundamental en el Nguillatún o rogativa anual.
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