FRANCIA LEYENDAS, MENHIRES Y MARINEROS DE BRETAñA
Tierra de pescadores y marinos, pero también de músicos y magos, Bretaña tiene perfiles de aventura y de leyenda. Una cultura propia, expresada en una lengua también propia, florece en esta península jalonada de faros y huellas prehistóricas que se adentra en las agitadas aguas del Atlántico.
En tiempos de globalización, las regiones que mejor conservaron
su identidad ancestral parecen ser las que más atraen a visitantes en
busca de tradiciones y culturas arraigadas. Para estos visitantes, Bretaña
es un edén casi intacto, donde el fuerte carácter local se traduce
en innumerables aspectos de la vida cotidiana y artística: desde el idioma
–aunque hoy muy pocos hablan bretón, que quedó relegado
a las señales viales y la tradición literaria céltica–
hasta la música, que en los últimos años conoció
un extraordinario renacimiento en todo el mundo. Un solo detalle basta para
dar una idea de la persistencia bretona en defender su particularidad: a diferencia
del resto del país, en la región las vías rápidas
son gratuitas, gracias al viejo decreto que cuando se casaron Francisco I y
Ana de Bretaña acordó a los bretones –cuya región
se incorporaba así a Francia– el beneficio de no pagar por el uso
de los caminos. Un beneficio que ya dura cinco siglos...
Una recorrida exhaustiva de Bretaña puede llevar semanas: la región
es relativamente pequeña para los parámetros argentinos, pero
plena de historia y lugares de interés. Desde el bosque de Brocéliande,
en cuyas penumbras nacieron las leyendas de Merlín y los caballeros de
la Tabla Redonda, hasta Nantes, donde se conserva la casa de Julio Verne; desde
Guérande, que provee de sal marina al resto de Francia, hasta Quibéron
y los centros de talasoterapia donde se ponen en forma los grandes artistas
franceses; desde Quimper y los pueblos cuyas iglesias fueron construidas con
una red de curiosos “recintos parroquiales” que incluían
osarios, calvarios y arcos del triunfo, hasta las islas de Ouessant y Sein,
donde viven algunos puñados de personas sin auto y dependiendo de las
mareas para volver al continente. Cruzando Bretaña de norte a sur, tres
lugares emblemáticos pueden dar un panorama de Bretaña y la diversidad
de su historia: Saint-Malo, Carnac y Quibéron. Un abanico que va desde
la prehistoria hasta el siglo XXI.
“Malouin d’abord”.
Florida como casi todas las ciudades de Bretaña, que tienen
la mayor cantidad de estrellas en la clasificación “villes fleuries”
de Francia (como los hoteles, las ciudades pueden conseguir según la
cantidad y cuidado de sus jardines públicos entre una y cuatro estrellas),
Saint-Malo es por tradición independiente y orgullosa. En el siglo XVII
era el principal puerto de Francia, y gracias al monopolio del comercio con
las Indias Orientales sus navegantes y mercaderes habían amasado enormes
fortunas: el resultado fue la construcción de las murallas que todavía
la rodean, y el desarrollo de un feroz espíritu de independencia traducido
en un lema tradicional: “Malouin d’abord, Breton peut-être,
Français s’il en reste” (primero, de Saint-Malo; bretón
tal vez; si algo queda, francés). La riqueza y audacia de sus marineros
–los primeros en llegar a Malvinas, cuyo nombre castellano deriva del
francés malouines, gentilicio de Saint-Malo– les valió el
ser descriptos como “los más grandes ladrones que hayan existido
jamás en el mar” por sus despechados rivales ingleses, asombrados
de que los corsarios bretones no respondieran ni siquiera a sus duques (y más
tarde tampoco a Francia, de la que se declararon independientes en 1590). Alguna
vez, también, fueron los mercaderes de Saint-Malo los que salvaron a
Francia de una bancarrota segura. El tiempo amainó los ánimos
y redistribuyó las riquezas, pero no le quitó a Saint-Malo ni
una pizca de coraje: lo demostraron los habitantes al reconstruir casi íntegra
su ciudad después de los bombardeos de 1944, respetando el estilo original
de tal manera que para el visitante de hoy es difícil creer que durante
la Segunda Guerra el 80 por ciento de los edificios fueron destruidos.
Se entra a Saint-Malo por las distintas puertas abiertas en la cinta de murallas,
que en algunos puntos superan los siete metros de espesor. A su vez, las murallas
pueden recorrerse en todo su perímetro. Los edificios más interesantes
son el Castillo –donde hoy se encuentran la municipalidad y dos museos
consagrados a la historia de la ciudad y a la región–, la iglesia
Saint-Benoît, la iglesia Saint-Sauveur, el Hôtel d’Asfeld
–construido por un rico armador en el siglo XVIII– y la Casa de
la Duquesa Ana, típica mansión urbana bretona de la Edad Media.
Vale la pena recorrer el puerto y las playas, por la franja de arena que une
la ciudad con el Fuerte Nacional, así como el Gran Acuario (reúne
más de 500 especies de peces de todo el mundo) y el Museo Jacques-Cartier,
homenaje al navegante que en 1534 descubrió el actual Canadá.
Tradiciones y sabores.
Entre las muchas tradiciones bretonas, llaman la atención los raros tocados
que usaban las mujeres como parte de la vestimenta tradicional. Hoy sólo
es posible verlos en ocasión de alguna fiesta popular, pero vale la pena
descubrirlos en algún museo, libro o celebración de pueblo como
los pardons, manifestaciones de fe religiosa donde los fieles acuden a las iglesias
para pedir perdón por los pecados cometidos. Los tocados, realizados
con encajes y puntillas, toman la forma de conos almidonados que se llevan en
extraño equilibrio sobre la cabeza, o bien moños con cintas o
mantillas livianas, siempre blancas. Otra tradición bretona que ningún
turista olvida rescatar es la gastronomía: Bretaña es el mejor
lugar para comer crêpes, dulces y salados, regados con sidra (con distintas
graduaciones de alcohol, o sin alcohol en absoluto); para probar ostras y otros
frutos de mar –suelen servirse bandejas de moluscos que varían
según la época y el lugar–, o para tentarse con embutidos
de toda clase. También es típica la manteca salada, con la que
se hacen desde galletas hasta caramelos. Y ya en terreno industrial, aunque
se encuentran en los supermercados de toda Francia, son originarias de Bretaña
(la fábrica está en Nantes, capital de la región) las galletitas
Lu, clásicas en el desayuno o la merienda de todos los chicos del país.
Los menhires de Carnac.
Delicias aparte, dejando atrás Saint-Malo para tomar rumbo sur, hacia
la península de Quibéron, se llega a uno de los sitios prehistóricos
más conocidos del mundo: Carnac. El lugar es sin duda extraordinario,
gracias a los más de 3000 menhires que jalonan varias hectáreas
en las afueras de la ciudad. Al margen de su valor prehistórico, Carnac
es muy apreciado por sus playas, así como otras estaciones balnearias
de Bretaña, que a diferencia de los pequeños puertos mediterráneos
ofrecen grandes extensiones de arena fina. Se calcula que en el pasado los menhires
de los alineamientos de Carnac eran más de 6000, pero la escasa protección
que tuvieron durante décadas redujo considerablemente la cantidad de
monumentos aún en pie. Si antes era común que los chicos pudieran
subirse a las grandes rocas, hoy se presta más atención a la conservación
de los menhires, y hay un proyecto para cercar definitivamente el sitio restringiendo
el acceso al lugar (con gran resistencia de los habitantes y comerciantes del
sitio, que se niegan a lo que consideran el establecimiento de un “menhirland”).
Se estima que los menhires más antiguos datan del Neolítico y
los más recientes, de la Edad de Bronce: en todo caso, el misterioso
conjunto de rocas clavadas verticalmente en la tierra, formando líneas
de significado desconocido, despierta infinidad de preguntas sobre la vida de
los hombres que las dispusieron de ese modo, y sobre sus medios para tallarlas
y trasladarlas. Los alineamientos de Carnac, cuyas piedras principales alcanzan
los cuatro metros de altura, están dispuestos en tres grandes grupos:
Ménec (1099 menhires), Kermario (1029 menhires) y Kerlescan (555 menhires
repartidos en 13 líneas). Fuera del sitio propiamente dicho, hay numerosos
menhires dispersos en los alrededores de Carnac, otros megalitos como un dolmen
de 6500 años de antigüedad cercano a Kermario, y el túmulo
Saint-Michel, de 12 metros de altura.
La costa salvaje.
En el otro extremo de la península junto a la cual surge
Carnac, Quibéron es un lugar para visitar, famoso por los centros detalasoterapia
(tratamientos de bienestar y recuperación basados en las propiedades
del agua de mar) que atraen a gente de toda Francia, de modo que hay vida en
el lugar durante todo el año, incluso cuando termina la muy concurrida
temporada de verano. Justo antes de ingresar en la península, que tiene
unos 14 kilómetros de largo, se ve amarrado un galeón –réplica
de una nave del siglo XVIII– donde funciona un Museo del Caracol. Más
allá comienza la Côte Sauvage, bien merecedora de su nombre, recortada
en acantilados, grutas y recovecos de enorme belleza, frente a un mar que sabe
dar un auténtico espectáculo de sonido y furia cuando arrecian
los vientos del invierno. Entre tanto, las callecitas costeras son ideales para
disfrutar los días de buen tiempo probando, en mesas al aire libre, platos
llenos de excelentes frutos de mar. Sin duda, cuando se deje atrás Carnac
y Quibéron para regresar a Nantes y luego a la Francia no bretona, se
extrañarán los días pasados en este mundo donde el tiempo
parece pasar un poco más despacio, como para que las tradiciones y el
pasado tarden mucho más en disiparse.
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