Las culturas aborígenes de Catamarca, vinculadas con el mundo incaico, dejaron para sus sucesores un rico patrimonio de cultura, hoy convertido en vestigios para arqueólogos. Sus viejos pueblos, fortalezas y petroglifos son un pasaje de ida hacia el conocimiento de nuestro pasado remoto.
Un paisaje que conmueve, un aroma que remite de modo inexplicable a algo en apariencia conocido –aunque imposible de identificar– o la sensación de sentirse “en casa” al llegar a un sitio por primera vez, son parte de un fenómeno que excede nuestro pasado inmediato: la memoria colectiva. Sin pretensiones científicas, basta con un espíritu inquieto para lanzarse a la búsqueda del porqué de esas percepciones, apenas pequeñas piezas de la historia delineada por quienes nos precedieron en el suelo que nos dio a luz.
Muchos de esos indicios se hallan en Catamarca, en el noroeste argentino, donde los pueblos originarios dejaron un notable legado sobre el cual se sigue construyendo el presente y que nos permite saber un poco más acerca de quiénes somos. La vasta riqueza arqueológica de la provincia, donde se halla una de las capitales del inmenso imperio inca que se extendió entre Colombia y la Argentina, la convierte en uno de los sitios sudamericanos más atractivos para estudiosos y viajeros ávidos de conocimiento.
Montañas, valles, lagunas, salares o parajes desérticos fueron propicios para construir poblados enteros, como lo demuestran los vestigios de más de veinte asentamientos cuyas características dan cuenta de la presencia de doce culturas distintas, con diferentes modos de organización política, de ganarse la vida y de entender el mundo.
ESCONDIDOS Y BELICOSOS A cuatro kilómetros de San Fernando del Valle de Catamarca, el Pueblo Perdido de la Quebrada surge sobre unas lomadas suaves. A su lado, el curso del río El Tala trae el rumor de la yakumana (Madre del Agua), que baña la tierra y crea pequeños oasis verdes entre las piedras. Todavía hoy inquieta la leyenda sobre esa “mujer rubia, de cabello largo y suelto” que hace 500 años infundía temor a los integrantes de la cultura La Aguada: aparecía en el río donde se bañaban los jóvenes y los atraía con su hipnótica belleza hacia zonas profundas, de donde ya no volverían. Créase o no, esta sirena de los desiertos inquietó más a aquellos aguerridos pobladores que los temibles incas, a quienes resistieron con bravura. Los incas intentaron sin éxito incorporar a su imperio a este importante centro político, religioso y cultural, que perduró hasta la llegada de la colonización española. Está integrado por 40 recintos elaborados en barro y piedra que alguna vez funcionaron como habitaciones, talleres y corrales. El tipo de arquitectura y objetos hallados permitió saber que la cultura de La Aguada tenía una organización política en base a señoríos, jefaturas y cacicazgos, que se desplegó desde aquí hacia gran parte del noroeste argentino. El arte murario, la cerámica y la metalurgia son los logros más destacados de esta cultura. Aunque lo más notable resulta, tal vez, su capacidad de adaptación al heterogéneo ambiente andino, ya que lograron desarrollar actividades agrícolas en las condiciones climáticas más desfavorables.
INCAS EN LONDRES Enmarcada por las agrestes montañas del oeste catamarqueño, la ciudad de Londres de la Nueva Inglaterra es cabecera del departamento de Belén. Se fundó en 1558 y, tras la furia calchaquí, fue reconstruida cinco veces por los conquistadores españoles. A escasos kilómetros de este poblado barrido por el Zonda están las ruinas del Shinkal de Quimivil, un monumental asentamiento construido y habitado por los incas entre 1470 y 1536.
Desde la RN 40 se accede a este complejo de 21 hectáreas descubierto en 1901 y conformado por más de un centenar de recintos. Está escondido en el centro de un bosque de álamos y quebrachos, al pie de las sierras de Quimivil, y respeta el trazado urbano de Cuzco, en Perú, desde donde llegaron los incas: una plaza central, alrededor de la cual se alzaban los edificios públicos y religiosos.
Distintos arqueólogos determinaron que El Shinkal es una wamani (cabecera provincial) del Tawantinsuyo, el inmenso imperio que los incas dividieron en cuatro grandes unidades geopolíticas o suyus, unidos por el Qhapac Ñan (Camino del Inca). Uno de los cuatro suyus, al sur del imperio, se llamaba Collasuyu e incluía a la actual Bolivia, el norte de Chile y el noroeste de la Argentina.
La importancia de El Shinkal radica en su calidad de tincuy (intersección) de caminos del inca a otros importantes sitios de ocupación del imperio en el NOA, articulando diferentes zonas. Este asentamiento –que tenía entre 600 y 1000 habitantes– fue uno de los centros de redistribución de bienes más importantes de la zona.
Ninguna ciudad inca, ni siquiera las de Perú, fue estudiada tan a fondo como El Shinkal: demandó once años de trabajo, a cargo de un equipo del Departamento de Antropología del Museo de Ciencias Naturales de La Plata, determinar las funciones de este asentamiento a partir de su estructura. Una de las dos pirámides del sitio ofrece una vista panorámica del complejo que se extiende hasta el Camino del Inca, surcado en las montañas. Parados en ese punto, no es difícil imaginar el trajín diario –tal como se lo concebía a inicios del siglo XVI–, con los almacenes repletos de papas y maíz, las recuas de llamas cargadas con metales rumbo a Cuzco y las ceremonias frente al trono del gobernador.
RASTROS DEL IMPERIO Las ruinas de Fuerte Quemado evidencian la fuerte dominación de los incas en el noroeste argentino, especialmente en el valle de Yokavil. Allí, sobre la margen izquierda del río Santa María, se levantan los restos de este asentamiento de más de 600 años de antigüedad, que tiene la impronta de las culturas Santa María, Belén y San José, que se revela en el tipo de artesanía local, combinada con arquitectura inca. Diversas investigaciones arqueológicas concluyeron que este sitio estuvo habitado por pueblos agroalfareros desde el año 800 hasta 1666. Los vestigios hallados y analizados permiten inferir, además, que aquellos hombres practicaban el arte de la guerra para hacer frente a las aspiraciones de expansión inca.
Cada tanto se llevan a cabo nuevas excavaciones para obtener precisiones sobre algunas construcciones curiosas, como La Ventanita. Esa especie de puerta hecha de piedras planas apiladas es una reconstrucción realizada por un poblador del lugar en 1950, ya que la original había sido derrumbada por un sismo. De acuerdo con las fotos que los investigadores guardan de la construcción original, puede decirse que se trata de una puerta oeste de un recinto cerrado hacia el este. Esto indicaría que no fue levantada para determinar el solsticio de junio. Sin embargo, ello no impide que entre el 21 y el 24 de ese mes, según el ángulo de ubicación del observador, pueda apreciarse que el sol, al asomar desde las cumbres del Aconquija, se enmarca en el centro de esta “ventana”. Un espectáculo que dura apenas minutos, pero vale la pena llegar hasta allí para apreciarlo.
La zona, repleta de montañas y paisajes sorprendentes, esconde otros sitios arqueológicos como Las Mojarras, Pucará del Aconquija y Loma Rica de Shiquimil, que convierten al departamento de Santa María en la Capital Nacional de la Arqueología. Las murallas defensivas que encierran parte del poblado de Loma Rica, en la cima de un morro, hablan de la tenaz resistencia de sus habitantes, que en 1665 fueron finalmente sometidos al dominio español.
AL ESTE, EL PARAISO En el este de la provincia, entre los departamentos de Ancasti, La Paz y El Alto, se extiende un frondoso bosque de cebil, que encierra numerosas cuevas y aleros repletos de pinturas rupestres de la cultura La Aguada, que desarrolló innovaciones artísticas únicas. En las escenas de danza plasmadas en las pinturas halladas se destacan personajes con atribuciones felinas, asociados a los jefes regionales. Esas figuras, junto a otras de serpientes bicéfalas y cabezas trofeo, se hallan en los parajes de La Tunita, La Candelaria, La Resbalosa, La Toma, El Cajón y El Algarrobal que conforman, además, una ruta sagrada.
El cebil, un árbol que crece entre los 500 y los 1000 msnm, poseía para los pueblos andinos un valor sagrado, debido a que su fruto posee sustancias psicotrópicas que usaban en ritos mágico-religiosos. El consumo de ese fruto alucinógeno se convirtió en un bien de prestigio para las elites gobernantes, como lo demuestran los hallazgos de tablas de rapé, pipas e inhaladores, asociados a ese ritual.
Entre las nubes, en Antofagasta de la Sierra, también hay rastros de habitantes originarios. A más de 3000 metros de altura, en una zona rodeada de montañas, enormes salares y dunas gigantescas, el Pucará de La Alumbrera, El Coypar y el Coyparcito representan verdaderos yacimientos arqueológicos, en los que se destaca su arquitectura con influencias incas y aleros que hablan de los hábitos de nuestros antepasados, donde se representan motivos de caza, baile y homenajes a la flora y la fauna local. A 20 kilómetros del pueblo de Antofagasta, el camino asciende hasta los 4200 metros para llegar a Quebrada Seca, un gran cañón con curiosas formaciones rocosas y cuevas con petroglifos, desarrollados con una técnica de puntos, cuya antigüedad se estima en unos 10.000 años. También Peñas Coloradas, a unos 10 kilómetros, posee escondites con huellas del pasado. El ascenso en zigzag lleva así hacia aleros que preservan tres grupos de petroglifos, cuyas figuras son más definidas que las de Quebrada Seca y conforman en sus trazos la última herencia del pasado originario que, desde Catamarca, se proyecta hacia el futuro.
Informe: María Zacco
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