Domingo, 8 de junio de 2014 | Hoy
DIARIO DE VIAJE. UN INGLéS EN PATAGONIA
En la Patagonia –un clásico de la crónica de viajes, con algo de ficción– hizo descubrir la Patagonia a un vasto público anglosajón. Los relatos del inglés Bruce Chatwin, que recrean paisajes y personajes del vasto y duro extremo sur del mundo, aún hoy atraen viajeros hasta los más alejados rincones patagónicos.
Por Bruce Chatwin *
Dos ingenieros petroleros me llevaron en su automóvil hasta Río Grande, única ciudad en la costa este de la isla. En otro tiempo prosperó mucho, en virtud del comercio de carne de los ingleses. Ahora, este negocio había pasado en forma temporaria a Israel.
Un grupo de carniceros ortodoxos había volado desde Tel Aviv con el objeto de cumplir los ritos establecidos en el Levítico. La destreza con que manejaban el cuchillo les ganó simpatías entre los obreros, pero su conducta escandalizó a la dirección por dos motivos: sus métodos patriarcales para sacrificar a los animales creaban una congestión en las líneas de producción y, una vez realizado el trabajo del día, nadaban desnudos en el río, para lavarse la sangre de sus cuerpos blancos y musculosos.
Bajo una lluvia torrencial caminé por la costa hacia el Colegio de los Salesianos. Esta institución nació como misión (o prisión) para los indios, pero desaparecidos éstos se había transformado en escuela agrícola.
Los padres eran expertos embalsamadoras y conocedores de geranios rizados. Un sacerdote con anteojos de armazón de acero estaba encargado del museo y me invitó a sentarme mientras extraía el ojo de un guanaco joven. Sus manos ensangrentadas contrastaban en forma notable con la blancura de su brazo. Había estado barnizando un cangrejo araña de un gran tamaño y el olor de acetato había invadido el cuarto. Dispuesta a lo largo de las paredes había una gran cantidad de pájaros embalsamados. Sus gargantas pintadas de rojo parecían gritar contra su embalsamador mediante un terrible silencio.
Llegó un joven sacerdote de Verona con la llave. El museo estaba habilitado en la antigua iglesia de la misión. Los indígenas de Tierra del Fuego habían sido los onas y los haush, quienes cazaban a pie. En cambio los alakaluf y los yaghanes (o yámana) cazaban en canoas. Todos eran nómades infatigables y no tenían otras posesiones que las que podían llevar sobre ellos. Sus huesos e implementos languidecían en vitrinas: arcos, flechas, arpones, cestos, capas de guanaco, todo al lado de los adelantos materiales traídos por un Dios que les enseñó a no creer ya en los espíritus del musgo y de las piedras y les encomendó tareas tales como bordar en punto de cruz, tejer con ganchillo y trabajar en cuadernos, ejemplos de todo lo cual figuraban en esta muestra.
El sacerdote era un joven de aspecto plácido con párpados algo caídos. Pasaba el tiempo observando el punto más bajo a donde llegaba el barómetro y excavando antiguas tolderías en busca de implementos. Me llevó a unas ondulaciones verdosas a lo largo de la costa y, cuando hundió una pala en una de ellas, descubrimos allí una pila de mejillones, cenizas y huesos.
–Mire –exclamó–. La mandíbula de un perro ona.
El museo albergaba un ejemplar embalsamado de esta raza antiquísima, delgada, de hocico afilado, perdida hoy bajo los genes aportados por los ovejeros de raza Highland.
EN EL GALPON Un hombre a quien conocí en Río Grande me dejó a cargo de sus primos, quienes eran chacareros en las proximidades de la frontera chilena.
Fuera de la ciudad, la estancia José Menéndez se desplegaba sobre una colina de color gris verdoso. Los edificios tenían la pintura descascarada y todo daba la impresión de un barco encallado. Arriba de la puerta del galpón de esquila figuraba el nombre José Menéndez en letras doradas y sobre él la bien modelada cabeza de un carnero campeón. El olor a grasa de oveja llegaba desde la cocina de los peones.
Detrás de las construcciones, el camino se curvaba varias veces, rodeando los pliegues de la llanura. A lo largo de los alambrados crecían bancos de una variedad de aquileas. Llegué al sector de los peones cuando anochecía ya, y cuando dos perros comenzaron a ladrar un viejo chileno los llamó y me hizo señas de que entrase. En el interior había una gran cocina de leña encendida y una anciana estaba colgando ropa de un alambre. El cuarto estaba vacío y muy limpio. En las paredes había retratos de Hitler y del General Rosas pegados allí desde hacía mucho tiempo y algo parduscos a causa de la resina del humo. El viejo me invitó a sentarme en una silla de lona y con ojos lacrimosos comenzó a dar respuestas negativas o afirmativas a mis preguntas.
La mujer fue a la cocina y volvió con un plato de guiso, que dejó sobre la mesa, con cuchillo, tenedor, todo con movimientos lentos, uno, dos, uno, dos. Le di las gracias y ella volvió el rostro hacia la pared.
Un paisano joven que vestía bombachas llegó arrastrando una montura de cuero repujado, se dirigió a su cuarto y la acomodó sobre un soporte al pie de su cama. Llenaba el hueco de la puerta con las espaldas, pero vi cómo la lustraba, de tal manera que había ahora dos ruidos, el chisporroteo del fuego y el del gaucho frontando su montura.
El viejo se levantó y miró por la ventana. Por el borde cubierto de pasto del camino se acercaba un jinete al trote.
–Esteban –dijo, dirigiéndose a la anciana.
El jinete ató su caballo al alambrado y entró. La mujer le había puesto ya el plato. Era un hombre alto, de rostro rubicundo. Mientras comía, habló de los precios bajos de la lana, de la provincia de Corrientes, donde había nacido, y de Alemania, donde nació su padre.
–¿Usted es inglés? –me preguntó–. En una época hubo muchos ingleses aquí. Dueños, gerentes, capataces. Gente civilizada. Alemania e Inglaterra... ¡La civilización! El resto... ¡Los bárbaros! Esta estancia... el administrador era siempre inglés. Los indios matan las ovejas. Los ingleses mataban entonces a los indios. ¡Ja, ja!
Hablamos seguidamente sobre un tal Alexander MacLennan que fue administrador de la estancia en 1899 y quien era más conocido por el nombre de Cerdo Rojo. (...)
Cuando era muchacho había cambiado la turba húmeda de Escocia por los infinitos horizontes del Imperio Británico. Se transformó en un hombre vigoroso, con un rostro chato y rojo por el whisky y por los trópicos, pelo de un rojo claro y ojos chispeantes, a la vez verdes y azules. (...) Cuando abandonó el ejército lo empleó uno de los agentes de José Menéndez. Sus métodos fueron exitosos después del fracaso de los de su predecesor. Sus perros, sus caballos y sus peones lo adoraban. No se encontraba entre los estancieros que ofrecían una libra esterlina por cada oreja de indígena, sino que prefería matar personalmente. Detestaba la idea de ver sufrir a ningún animal.
Los onas tenían traidores en sus filas. Un día uno de ellos llegó con una queja contra su propia gente y dijo a MacLennan que un grupo de indígenas se dirigía hacia la colonia de focas de Cabo de Peñas, al sur de Río Grande. Los cazadores mataban a las focas en una bahía cerrada. Desde los acantilados, El Cerdo Rojo y sus hombres vieron cómo se teñía la playa de rojo, aparte de que la marea hizo aproximarse a los nativos al alcance de sus armas. Ese día mataron a catorce, por lo menos.
–Es un acto humanitario –dijo El Cerdo Rojo–. Siempre que uno tenga valor para llevarlo a cabo.
Los onas, no obstante, contaban con un miembro de excelente puntería, llamado Täapelt, quien se especializaba en matar a asesinos blancos con una justicia selectiva y glacial. Täapelt siguió al Cerdo Rojo y lo sorprendió un día cazando hombres en compañía del jefe de policía de la localidad. Una de sus flechas perforó el cuello del policía y la otra se hundió en un hombro del escocés, quien se recuperó, no obstante, e hizo de la punta de flecha un alfiler de corbata.
El Cerdo Rojo halló, en cambio, su némesis en la bebida originaria de su patria. Ebrio día y noche, la familia Mendéndez terminó por despedirlo. Debió retirarse con su mujer Bertha a vivir en una cabaña en Punta Arenas. Murió de delirium tremens cuando tenía algo más de cuarenta añosz
* En la Patagonia, Sudamericana, 1977.
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