Domingo, 15 de junio de 2014 | Hoy
SUIZA. MUSEO NAPOLEóN EN EL CASTILLO DE ARENENBERG
Las orillas suizas del idílico lago de Constanza fueron el escenario del exilio de Hortensia de Beauharnais, hijastra y partidaria de Napoleón Bonaparte. En esta mansión que mira hacia Francia, la tierra extrañada del emperador, abre sus puertas el Museo Napoleón de Thurgau, corazón histórico de una región famosa por sus manzanas.
Por Graciela Cutuli
Fotos de Graciela Cutuli
Montañas y lagos son las dos palabras que definen el paisaje suizo, ese paisaje alpino que invita a soñar y que se convirtió, en los albores del siglo XX, en el eje naciente de una poderosa industria de la hospitalidad, hoy reconocida entre las mejores del mundo. Pero bastante antes Suiza ya era tierra de descanso y retiro, aunque no siempre voluntario. Y esa historia –la de un exilio vinculado con uno de los nombres más poderosos de la Europa del siglo XIX– es la que se puede conocer a orillas del lago de Constanza, que los suizogermánicos llaman Bodensee y los romanos, mucho tiempo atrás, habían bautizado Lacus Venetus.
La tierra de exilio es también tierra de frontera, entre Suiza, Austria y Alemania. Para los geógrafos, es importante porque aquí nace el Rin, para luego llevar sus aguas por el norte de Europa hasta desembocar en el Mar del Norte. Para los historiadores, es clave porque aquí vivieron culturas que forjaron la identidad del continente, y pasaron personajes que dejaron una huella duradera entre la belleza paisajística de bosques y lagos. Y desde mucho antes del siglo XIX, ya que según se cuenta a mediados del siglo XIV ya había aquí una residencia que fue pasando de generación en generación por distintas familias patricias de la región de Constanza. Pero una de ellas tuvo un sello especial en la historia, una historia que comienza en 1817, cuando Jean-Baptiste de Streng vendió la que había sido su mansión familiar a una tal Hortensia Eugenia Cecilia de Beauharnais, o más simplemente la reina Hortensia Bonaparte.
HIJASTRA DE EMPERADOR Hortensia era hija de Josefina de Beauharnais, la primera esposa de Napoleón Bonaparte. Con el tiempo, se casó con Luis Bonaparte, rey de Holanda y hermano de su padrastro, y dio a luz a quien se convertiría en el emperador Napoleón III. Ni ella ni su madre lograrían matrimonios felices: los Bonaparte parecían más destinados a la gloria política que a las bondades del hogar. Pero ese detalle no le impidió a Hortensia brindar apoyo a Napoleón cuando regresó de la isla de Elba, en 1815. Un apoyo que pagó caro: al caer nuevamente en desgracia el audaz corso, Hortensia fue condenada al destierro. Un exilio que pasaría en Suiza, en el castillo de Arenenberg en Thurgau, rodeada de los recuerdos de una dinastía fastuosa cuyos brillos volverían, pero sin que ella los pudiera ver.
Al instalarse en Suiza, Hortensia dedicó los primeros años –entre 1817 y 1820– a transformar por completo su nueva morada, que aún se mostraba en el estilo de un castillo gótico flameante: sus indicaciones y la ejecución del arquitecto Jean-Baptiste Wehrle lo convirtieron al estilo Imperio, toda una metáfora de aquel hogar francés que había quedado atrás en la realidad pero no en sus pensamientos. De hecho, todo en Arenenberg mira hacia esa Francia añorada: sus exteriores y la orientación a orillas del lago, y la decoración interior que un siglo y medio más tarde es un evidente homenaje a Napoleón I y sus tiempos de esplendor.
La mansión, sin embargo, conoció algunas vicisitudes antes de transformarse en el actual Museo Napoleón, el único dedicado a la historia del gran Bonaparte en un país de lengua germánica: a la muerte del emperador, Luis Napoleón vendió el viejo castillo suizo en 1843, para volver a comprarlo en 1855. Pero para entonces ya era Napoleón III, y Francia nuevamente un imperio. De hecho la emperatriz Eugenia solía visitar Thurgau como residencia estival, pero finalmente donó el palacio a Suiza, que en 1906 abrió las puertas del Museo.
EL EXILIO DE HORTENSIA Fuera en Suiza, Francia o Italia, ninguno de los Bonaparte dejó nunca de pensar en su tierra natal. Como Arenenberg, también sus demás moradas en Europa fueron concebidas y organizadas según el modo de vida de París: al borde del Bodensee se vivía como al borde del Sena, entre la visita de una personalidad y otra, las representaciones teatrales de diversas compañías, las cenas, las tertulias. En Thurgau, todos los salones del palacio remiten a este estilo de vida, desde la planta baja –donde el recién llegado es introducido al mundo imperial por una estatua de Napoleón I– hasta los elegantes comedores con la mesa puesta y su vajilla de porcelana y cristal. Salitas de estar, cuartos privados, dormitorios, sala “de representación”: todo está como era entonces, desde el papel a rayas azules y blancas en las paredes hasta el jardín de invierno y los retratos familiares –la reina Hortensia y su hijo Luis Napoleón, el general Bonaparte en Pont d’Arcole, entre otros– en el salón de la dueña de casa. Paso a paso los visitantes pueden recorrer cada rincón de la mansión, donde se respira un inconfundible aire decimonónico, con algunos sectores bellamente decorados en estilo rococó, armarios estilo Imperio y una biblioteca de 200 libros que pertenecieron a las colecciones imperiales. Pero uno de los lugares más curiosos recién salió a la luz en 2010, cuando se hicieron algunas restauraciones en el sector principesco y apareció el baño imperial, que hasta entonces era desconocido: ese sector, donde aún están trabajando los arqueólogos, exhibe una bañera, pinturas en los techos y el águila real.
Toda la organización del actual Museo, con los salones de recepción en la planta baja y los cuartos de las criadas y el servicio en los últimos pisos, remiten al modo de vida aristocrático del siglo XIX: y sobre todo, la visita permite también disfrutar de los jardines, una belleza paisajística diseñada a pedido de Hortensia Bonaparte, que con sus juegos de agua, grutas y macizos de flores recreó nuevamente un trozo de Francia a orillas del lago donde se dan cita las fronteras de Suiza, Austria y Alemania.
TIERRA DE MANZANAS Más allá de la historia, en Suiza Thurgau es una región conocida por sus manzanas, un fruto que pone color por doquier a las huertas y jardines. Hasta el final de octubre se cosechan en este cantón unas 48.000 toneladas de manzanas, de las cuales 30.000 se destinan a su consumo frescas y el resto son para jugos y conservas (aquí las principales variedades son la Thurgau Gala y luego la Golden Delicious). En la pequeña localidad de Arbon es una visita popular la fábrica de jugos Möhl, que luego el turista podrá ver en todos los negocios de la región, para seguir paso a paso el proceso de elaboración. Aquí hay degustaciones y se puede conocer el museo de la destilación, además de aprender cómo combinar el jugo de manzanas de distintas formas, sobre todo en Shorley y Swizly, que son dos “bebidas de culto”. Tan popular es la manzana que al cantón de Thurgau, que tiene una forma triangular, algo semejante a la del subcontinente indio, lo apodan “Cider India”. Al fin y al cabo, la fruta también tiene algo que ver con una de las más populares leyendas suizas, la de Guillermo Tell, su puntería y el ansia de libertad que caracterizó desde sus comienzos a los cantones de la Confederación.
Junto con las manzanas, hay otra golosina popular y exquisita que vale la pena probar en la visita por esta parte de Suiza: los Gottlieber Hüppen, unos pequeños “cubanitos” rellenos de chocolate que comenzaron a fabricarse en 1928 en una pintoresca casa a orillas del lago. Según la leyenda, a la propia reina Hortensia le gustaban ya los “gaufrettes” que se elaboraban en la localidad de Gottlieben cuando ella vivía en el castillo de Arenenberg; hoy los Gottlieber Hüppen son los continuadores de esa tradición, realizados en forma totalmente artesanal, a tal punto que se enrollan y rellenan en forma individual. Luego, quedará a cada uno el placer de descubrir qué sabor se oculta tras los tentadores colores de sus distintos envoltorios.
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