Domingo, 6 de julio de 2014 | Hoy
BUENOS AIRES. EL CEMENTERIO DE LA RECOLETA
Una original visita a la necrópolis porteña de la mano de Eduardo Masllorens, cuyo recorte del lugar relaciona historia y arquitectura, entre tumbas que reflejan infidelidades y geniales conjuntos escultóricos.
Por Julián Varsavsky
Foto de Julián Varsavsky
El arquitecto nos recibe al pie del pórtico neoclásico del cementerio de la Recoleta para hacer un paseo nada común, como con un Virgilio por el inframundo, con la idea de leer lo que dicen la arquitectura y el estilo de las tumbas sobre los personajes que descansan bajo sus ladrillos. Para ello nuestro guía combina investigaciones en historia urbana con sus estudios de semiología en París.
Frente a la tumba de la familia Alvear, en la entrada del cementerio, veinte persona rodean a Eduardo Masllorens, quien antes de arrancar a caminar define el contexto: “Hasta fines del siglo XIX Buenos Aires era casi una aldea colonial. Joaquín de Anchorena vivía en una casa chorizo de la calle Piedras, donde se sentaba en el patio a tomar mate como cualquier hombre de campo. Allí se fotografiaba como un gaucho elegante con un mate de oro y plata, porque en el fondo era un campesino de guita, un patrón de estancia con trato directo con la peonada. Aquellos hombres eran criollos no europeizados, a los que les sobraba la plata y no sabían cómo gastarla. Pero de golpe empiezan a adquirir costumbres nuevas, al viajar a París”. “Ese cambio –explica– coincide con el nuevo siglo: hacia 1880 se da la primera emigración de la oligarquía desde Monserrat y San Telmo hacia Retiro. Joaquín de Anchorena se muda a un petit hotel estilo francés que aún existe, en Guido al 1700, y las fotos lo muestran entonces vistiendo galerita bombín al estilo inglés y sobretodo de tweed”.
Masllorens compara a los texanos devenidos petroleros –cowboys con sombrero y botas en sus Rolls Royce– con los oligarcas porteños reconvertidos en señoritos franceses y lords ingleses. Las familias ricas de aquella Argentina “quinta potencia económica mundial” comenzaron a buscar su espacio urbano para iniciar un nuevo estilo de vida. Y junto a la plaza San Martín se comenzó a edificar la “París sudamericana”, que era como la Dubai del momento, en la que brotaban suntuosos palacios sobre la antigua aldea. Así como muchos árabes que viven en palacios de mármol el fin de semana se van a una tienda en el desierto –porque necesitan el ambiente de sus raíces–, los millonarios argentinos extrañaban los aires de la pampa y regresaban siempre a su estancia. “A nuestros oligarcas les tiraba la tierra en la que habían trabajado hasta hacía poco y eso era parte de su cultura”, concluye el arquitecto. Entonces decidieron crear una escenografía fabulosa para vivir en Buenos Aires como en París, remodelándola con grandes bulevares y espacios verdes. A aquella nueva urbe le faltaba un cementerio al estilo parisino, como el Père Lachaise, y para eso se eligió el ya entonces antiguo cementerio de la Recoleta.
ENTRE TUMBAS El cementerio se oficializó en 1822, cuando Rivadavia lo confiscó a los frailes del Convento de los Recoletos. Su configuración actual es de 1823, cuando el arquitecto Próspero Catelin le dio una especie de trazado urbano con una gran avenida central por la que se ingresa de manera gloriosa a la ciudad de los muertos.
La primera observación del arquitecto se refiere al gran pórtico de estilo griego con columnas dóricas, agregado en 1881. Al ser un cementerio no confesional, público y laico –aunque no gratuito–, no tiene en su fachada signos religiosos como muestra de republicanismo: el clero debía estar separado del Estado. Por eso se permitieron aquí tumbas con signos masónicos, y están enterrados suicidas que no podrían estar en un camposanto, como Carlos Ortiz Basualdo, un encumbrado miembro de la oligarquía porteña casado con una Anchorena, quien acabó con su vida al enterarse de que su mujer lo engañaba con el chofer.
El indagador arquitecto pone la lupa en el panteón de los Alvear, parte esencial de la tríada oligárquica conocida como AAA, que completaban los ilustres Anchorena y Alzaga. En primer plano del cementerio sobresale con sus 14 metros de altura el panteón de los Alvear, diseñado con aires de arco triunfal. Allí descansan Carlos María de Alvear, compañero de armas de San Martín; su hijo Torcuato, primer intendente de Buenos Aires, y Marcelo T. de Alvear, quien antes de ser presidente fue el soltero más codiciado de una alta sociedad porteña muy endogámica. Pero en lugar de casarse con una señorita de alcurnia, Marcelo se enamoró en París de la cantante portuguesa de ópera Regina Pacini. Los oligarcas porteños eran famosos por su soberbio derroche parisino: eran los que tiraban rulitos de manteca a los frescos del techo del cabaret Maxim’s de París y luego pagaban multiplicado por cinco el precio de los vestidos manchados de las damas. Marcelo, por su parte, compraba todas las entradas de las presentaciones de Regina Pacini para ser el único espectador. Regina se casó con Alvear pero no fue bien recibida en la sociedad porteña, donde una mujer del espectáculo sonaba a bataclana. Hoy la cantante descansa en el panteón familiar de los Alvear.
SEMIOLOGIA DE LA INFIDELIDAD Nuestro recorrido se detiene en la tumba de Salvador María del Carril, vicepresidente de Urquiza y gobernador interino de la provincia de Buenos Aires. Don Salvador –cuenta Masllorens– sufrió en vida un inconveniente: descubrió que su mujer le había sido infiel. En una Buenos Aires aún aldeana se corrió la voz, pero él mismo se ocupó de que corriera mejor al publicar avisos en La Prensa y La Nación informando a sus proveedores que, a partir de ese día, no pagaría ninguna cuenta más de su señora esposa: no aclaró por qué y todo el mundo encontró la fácil respuesta. En aquel tiempo no existía el concepto de divorcio, así que el infeliz matrimonio convivió otros 12 años bajo el mismo techo, acaso sin hablarse, hasta que un día el señor murió y lo enterraron en la tumba que tenemos enfrente, cuyo diseño había dirigido Del Carril personalmente, incluyendo el monumento donde se lo ve sentado con rostro severo.
Al morir Tiburcia Domínguez –esposa de don Salvador– ya había dejado instrucciones de arruinar la simetría perfecta del baldaquino con cuatro columnas corintias elegido por su marido como vivienda post mortem. Y le hizo adosar en la entrada trasera un busto de ella donde se la ve sonriente cual Gioconda, de espaldas a la estatua del marido. Acaso como venganza, doña Tiburcia dejó cincelado en la tumba el apellido Del Carril y su propio nombre, pero no el de su marido.
NO TENDRAS PAZ El arquitecto nos conduce por el submundo de la necrópolis y se detiene frente a “la única tumba que no tiene paz”: la del coronel Ramón Falcón, muerto de un bombazo por el anarquista Simón Radowitsky. Resulta que la tumba ha sido pintada y repintada muchas veces, porque todos los años es “homenajeada” por personas que en lugar de rosas le tiran pintura y escriben epítetos con aerosoles y marcadores. También nos detenemos en una plazoleta donde están los restos del general Aramburu, responsable del secuestro del cadáver de Evita, quien descansa no lejos de aquí, en un mausoleo sencillo –el más visitado del cementerio–, siempre lleno de flores frescas.
En la tumba de Juan Bautista Alberdi el guía nos señala la ironía de que, al lado del redactor de la Constitución y director del periódico Muera Rosas, descansa el mismísimo Juan Manuel.
El arquitecto Masllorens tiene su tumba favorita por su dramático valor escultórico: la de la familia Cambaceres, donde yace Rufina, una señorita de la alta sociedad de 19 años que murió en 1903 mientras se vestía para ir a la ópera. Allí se ve a la joven Rufina cincelada en mármol de Carrara con una estética art nouveau, detrás de una reja que parece separar el mundo de los vivos del de los muertos. Rufina tiene la mano en la puerta que lleva al otro mundo pero no quiere entrar, dándose vuelta para mirar hacia atrás con melancolía.
Otra tumba muy significativa es la de Mendoza Paz, fundador de la Sociedad Protectora de Animales y masón. Es una pirámide con iconografía egipcia y un epitafio muy racionalista: “Aquí yacen cenizas, polvo, nada”.
PERPETUA VANIDAD La arquitectura del cementerio refleja la competencia por mostrar quién tiene la tumba más costosa, original y voluminosa. Algunas son como lujosos hogares decorados por dentro con mobiliario antiguo. Sus estilos no necesariamente reflejan la época en que fueron levantadas: una misma tumba puede tener líneas neoclásicas pero una intrincada puerta de hierro art nouveau. Hay templos romanos, hindúes, góticos, egipcios y art déco. Es decir que el cementerio es puro eclecticismo, siempre en función de exaltar al muerto, un reflejo de la compleja sociedad argentina.
Tener familiares enterrados en la Recoleta sigue siendo un símbolo de status. La tumba vecina a la de Evita, por ejemplo, cuesta 100.000 dólares. Pero cantidad de tumbas están abandonadas, ya sea porque esas familias no existen más, o porque olvidaron a sus muertos y dejaron de pagar los impuestos. Hay gente de clase media que ahorró toda la vida para tener su nicho aquí y hay un par de tumbas adquiridas por compañías de servicios fúnebres para escenificar entierros con suma pompa, pero que terminan con el muerto en otro cementerio que la familia realmente pueda pagar. Porque como dice un dicho popular –remata Masllorens– “no hay gobiernos buenos ni muertos malos”.
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