TIERRA DEL FUEGO. EL PRESIDIO DE USHUAIA
Un viaje a la Siberia argentina, para caminar entre las celdas y los pabellones de una cárcel donde estuvieron recluidos personajes tan distintos como el anarquista Simón Radowitsky y el Petiso Orejudo. Las fugas famosas y la degradación humana en una cárcel proyectada por el general Roca para “poblar” el último confín austral.
› Por Julián Varsavsky
Fotos de Julián Varsavsky
El presidio de Tierra del Fuego acaso sea el único edificio de su tipo en el mundo que no fue levantado con el objetivo principal de encerrar delincuentes, sino de poblar un territorio. A los presos los encerraban, por supuesto. Pero este gélido confín no fue elegido por razones de seguridad, sino para que el edificio sirviera de motor al surgimiento de un poblado que habitarían carceleros y otros empleados, reafirmando así la soberanía nacional allí donde los límites no eran claros.
La forma del Presidio y Cárcel de Reincidentes es la de un panóptico, siguiendo la tradición arquitectónica carcelaria diseñada por Jeremy Bentham en 1780. Pero las reflexiones de Michel Foucault sobre la visibilidad total para un único carcelero que no es visto en el panóptico –donde los vigilados no saben cuándo están siendo vigilados– no se aplican mucho aquí. Porque los presos no estaban lo que se dice “hipercontrolados”, ya que los pocos que escapaban volvían por sí solos a los dos o tres días o se dejaban atrapar por no tener a dónde ir.
El edificio carecía incluso de un muro exterior: lo rodeaba una cerca de alambre de dos metros con púas en la parte superior. De hecho ésta era una cárcel de puertas abiertas, ya que todos los días los presos salían a trabajar, ya fuese tomando el trencito que los llevaba a talar bosques, a construir calles y cloacas en Ushuaia o –en un principio– a levantar su propia prisión a partir de la original, que fue de chapa y madera. Los controlaban guardias armados y les pagaban 33 centavos al día por las labores.
FUGAS FUGACES Un caso famoso de las pocas fugas –todas fallidas– que hubo aquí fue el de un ladrón de apellido Nievas, quien en el puerto del penal había entablado amistad con un marinero que le regaló su uniforme. Un buen día Nievas salió de la cárcel lo más pancho por el lugar más obvio: la salida. Entonces caminó por el pueblo con su uniforme de marinero y compró vino, mortadela y salame en un almacén. Sin muchas opciones, se escondió en el campanario de la iglesia.
Por la noche Nievas bajaba de su escondite y se tomaba el agua bendita de una botella que había a la entrada de la iglesia. Al cura le llamaba la atención la milagrosa desaparición del agua, pero pudo más su incredulidad cuando una noche dejó vacía la botella para desorientar al ladrón. Nievas tuvo que alejarse en busca de una canilla, con tanta mala fortuna que la encontró frente a la casa de un feroz sargento, quien lo reconoció y devolvió al penal.
La fuga más célebre y genial fue la del anarquista Simón Radowitsky, confinado en la “cárcel del fin del mundo” por arrojarle una bomba mortal al carruaje del comisario Ramón Falcón, el responsable de una masacre de obreros anarquistas en 1909.
El 7 de noviembre de 1918 los diarios del país anunciaron la gran noticia de que el célebre anarquista ruso se había fugado del penal. Lo hizo con la ayuda de compañeros políticos, que se habían infiltrado entre los empleados de la cárcel y planearon la huida por mar. Para ello contrataron a Pascualín Rispoldi, conocido como “el último pirata del Beagle”, un contrabandista de alcohol.
Radowitsky se fugó por la puerta principal vistiendo uniforme de carcelero. Y en la bahía Golondrina se embarcó en la goleta Sokolo, donde lo esperaban el “pirata” y sus amigos anarquistas. Estuvo veintitrés días navegando por los canales del sur de Chile, hasta que la marina de ese país lo capturó a 12 kilómetros de Punta Arenas, su destino clave para la huida. Si bien hubo presos que en otras ocasiones lograron escapar, se cree que todos murieron ahogados o de frío en algún lugar.
Durante su paso por la cárcel Radowitsky fue admirado por los compañeros. Lideró una huelga de hambre hasta suprimir la tortura en el penal, y donaba el dinero que le mandaban los anarquistas para ayudar a los enfermos más graves. Después de estar recluido 19 años, el 13 de abril de 1930 fue indultado por Hipólito Yrigoyen con la condición de abandonar el país. Así recaló en Uruguay, luego en Brasil y se fue finalmente a España a luchar en la Guerra Civil. Perdida la guerra, se exilió en Francia y luego fue a México, donde murió el 5 de marzo de 1956.
PURA MALDAD A pocas cuadras del penal, en el cementerio de Ushuaia, está la tumba de uno de los presos más famosos llegado a Tierra del Fuego: Cayetano Santos Godino, alias el “Petiso Orejudo”. Este asesino serial de niños comenzó a matar a los 10 años con un nivel de sadismo nunca visto. Hijo de un padre calabrés muy golpeador, en general ahorcaba a los niños. Su última víctima fue uno de tres años a quien asesinó en 1912. La policía sabía de un sospechoso que iba al velatorio de sus víctimas. Y fue en el de este último niño donde lo descubrieron, ya que había ido “para ver si tenía el clavo”, según declararía.
En 1915 el Petiso Orejudo fue confinado a Ushuaia. Los registros carcelarios dicen que era voluntarioso pero descuidado. Sus arranques de violencia se fueron apaciguando de a poco. Ya en 1935 su conducta fue catalogada de “ejemplar” por el Tribunal de Clasificación. Muchos atribuían el cambio a que en 1927 se le practicó una cirugía estética –basándose en los estudios pseudocientíficos de Cesare Lombroso– para retocarle las orejas “aladas”, ya que se creía que ése era el origen de su intrínseca maldad.
Pero el Petiso ex Orejudo tenía un carácter explosivo nato, que se manifestaba cuando había al alcance de la mano una víctima más débil que él. Una vez, en 1933, sus compañeros casi lo mataron a palazos cuando tiró al horno de la calefacción al muy querido gato del penal. Murió el 15 de noviembre de 1944, según los registros a causa de una hemorragia originada por una úlcera gastroduodenal. Sin embargo, se sospecha que lo mataron sus compañeros.
POR EL PENAL A medida que se recorren las celdas seriadas de la planta baja y el primer piso, la historia avanza y las fotos de la época ilustran el nacimiento de este sórdido penal, destinado a quienes recaían en el delito, independientemente de su gravedad. Allí iban a parar ladronzuelos como uno de Puerto Madryn que había robado cinco gallinas en otras tantas oportunidades, y estuvo recluido diez años.
El artículo 52 del Código Penal era el que conducía a los presos a la cárcel por reincidencia. Ese fue el caso de Agustín Pedra, confinado a veinte años por hurto y encubrimiento. Además en cierto momento se enviaba allí a los chicos de la calle que habían cometido delitos menores.
Durante un tiempo los presos tuvieron su propio periódico, llamado El Loro, una hoja manuscrita que a veces tenía una tirada de un solo ejemplar y circulaba de mano en mano. La censura era absoluta, así que su contenido fue meramente deportivo, con algo de poesía.
Un solo aspecto “positivo” de la cárcel fue común a todas las épocas: estaba siempre bien calefaccionada con estufas de leña. Cabe recordar que carceleros y reclusos compartían el mismo ámbito.
Entre 1931 y 1932 se vivió en el penal una época de gran terror. Una o dos veces por semana salía de allí un carrito que recorría el pueblo hasta el cementerio, cargando un ataúd. El ocupante era algún preso apaleado hasta morir, luego de cometer faltas como hablar en fila con un compañero o contestarle a un celador. A la vista de todos los reclusos había siempre, amenazante, un ataúd preparado.
EL FINAL El proyecto de crear una colonia penal al sur de la República fue del presidente Roca, quien lo presentó en el Senado en 1883. Con la Patagonia ya casi despoblada de indígenas, había que repoblar ese “desierto”. Pero el victorioso general no encontraba voluntarios con ganas de “hacer patria” en Tierra del Fuego.
La idea de crear este penal tuvo tanto de cruel como de efectiva y original. Porque la única forma de convencer a alguien de ir a poblar la inhóspita isla Grande en el siglo XIX era si lo llevaban engrillado. Como efectivamente se hacía con los presos, quienes navegaban durante un mes en la bodega de un barco con los tobillos sujetos por grilletes e imposibilitados de salir a cubierta. El polvillo del carbón de las calderas se filtraba por todas partes y los presos llegaban totalmente tiznados, tosiendo un aliento negro de muerte.
Gran parte de los presidiarios llegaba con sus facultades mentales alteradas. Y una vez aquí terminaban de enloquecer. Hubo casos famosos como el de José Domínguez, quien tenía una condena por homicidio y había jurado que jamás se dejaría embarcar al fin del mundo. El 12 de febrero de 1926 lo sacaron de su celda en Buenos Aires y cuando subió la planchada del barco se tiró al río. Estaba engrillado, y su cuerpo inerte reapareció 24 horas después.
Juicios al margen, el objetivo de la creación del penal se cumplió y cuando ya una pequeña sociedad funcionaba por sí misma en Ushuaia –independientemente de los presos– en 1947 Perón lo mandó a cerrar en el contexto de una reforma carcelaria.
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