PERú. CRUCERO POR LA RESERVA NATURAL PACAYA SAMIRIA
Tres días de travesía partiendo del puerto de Nauta, a 115 kilómetros de Iquitos, para adentrarse en el corazón del Amazonas peruano. Un mundo de jungla, comunidades nativas y una fauna sorprendente que vive en los bordes de la neblinosa humedad del extenso río.
› Por Guido Piotrkowski
Fotos de Guido Piotrkowski
Euclides tiene cara de buen pibe. Es moreno, tiene el pelo negro, lacio y una sonrisa mínima, que esboza con timidez. No se le entiende bien cuando habla castellano, será por su acento extremo del interior peruano, del Amazonas profundo, de la lengua de sus antepasados; será por la vergüenza, que le hace tragar las pocas palabras que pronuncia.
Euclides es discreto, y aparece de la nada, del medio de la jungla, una y otra vez, con un bicho distinto entre las manos. Primero con un escorpión, que trae sobre el fruto de vaya saber qué árbol. Los forasteros rodeamos azorados este animalito que puede ser mortal. Nos acercamos, lo miramos como a un extraterrestre, y le hacemos fotos. Euclides se va, pero vuelve enseguida: ahora trae una tortuga acuática, la muestra del derecho y del revés, pero el animal parece no querer saber nada, no asoma la cabeza, que esconde en su caparazón prehistórica. Poco después, Euclides aparece con una tarántula enorme y peluda, de patas largas y cabeza gigante, que posa sobre una hoja de banana para las fotos de los visitantes.
Ahora nos adentramos un poco más en la jungla, la tierra de Euclides, cerca de la comunidad de San José, en el corazón de la Amazonia peruana. Avanzamos con cautela y lo perdemos de vista una vez más, pero no por mucho tiempo. Euclides aparece nuevamente y acapara la atención. Viene al trotecito con el brazo estirado, sosteniendo un tronco que tiene una víbora enroscada. Es una anaconda, dice. “Para mí que Euclides tiene una cajita escondida por ahí y los va trayendo de a poco”, comenta una pasajera del crucero Delfín, el barco que nos trajo hasta aquí. Euclides la toma ahora en sus manos, la agarra del cuello –si es que las víboras tienen cuello–, la serpiente se enrosca en su antebrazo y nos mira. En este caso, la anaconda parece más asustada que nosotros. Euclides la deja en el piso y seguimos andando.
La caminata está llegando a su fin, pero alguien grita que encontraron una boa y apuramos el paso. Euclides acaba de sorprenderla trepando un árbol y ahí está ella, deslizándose cautelosa, inmutable, ante la cámara de una mujer estadounidense que se acerca a fotografiarla. Y ahí está Euclides, que la mira un tanto extrañado, pero que de todas formas nos ofrenda los animales de su tierra.
EMBARCADOS No todo es color verde en el Amazonas. Ni marrón. Algunos mañanas son grises. Como hoy, cuando toda la humedad de la cuenca de agua dulce más grande del planeta parece condensarse entre este cielo en tinieblas y un río tristón, que devuelve un reflejo pálido de un lugar que imaginé siempre y por siempre verde, radiante, húmedo.
Una bruma espesa permanecerá inalterable hasta media mañana. Y así serán todas las mañanas por las siguientes mañanas de una travesía de tres días. En el horizonte no hay contrastes, ni profundidad. Son las 6.30 de un miércoles, o un jueves, ya no sé, y me desperezo de este sueño intenso que me transportó en unas pocas horas y algunas escalas al corazón de la Amazonia peruana. Estoy a bordo de una lancha con varios desconocidos, con los que compartiré las siguientes mañanas, tardes y noches también; y un guía de turismo con sombrero de ala ancha y vestimenta de explorador al que le dicen Reny, que tiene un compañero de trabajo que se llama Rudy. Rudy y Reny, así se presentan los guías de esta travesía, como si fueran los protagonistas de una serie de dibujos animados.
Llegamos hasta los pagos de Euclides durante la primera mañana de un viaje de tres jornadas en el Delfín, un crucero que hace travesías por el Amazonas peruano, un barco hecho a medida para navegar la indómita selva como si uno estuviera en un hotel de categoría con todas las comodidades. El Delfín es una embarcación de tres pisos, rústica y de madera, decorada con muy buen gusto, con habitaciones amplias y ventanales para contemplar la selva y las estrellas desde la cama, una sala de estar con biblioteca y juegos de mesa, un deck con un bar para acodarse con un pisco sour al atardecer y un menú a base de platos típicos de la región. Sobre todo, mucho pescado y frutos tropicales, pero también buena carne.
Rudy y Reny son los responsables de que nosotros, catorce viajeros con ansias de exploradores, seamos felices durante el letargo amazónico. Todos soñamos con ver delfines rosados, caimanes negros y guacamayos multicolores; manatíes, osos perezosos y monos variopintos.
KAYAKS AL ATARDECER Por la tarde la bruma se disipó. Ya pasamos por la unión de los ríos Ucayali y Marañón, donde nace el río Amazonas, que discurre setecientos kilómetros hasta Tabatinga, en la frontera brasileña (ocho horas en una embarcación rápida o dos días en una lenta). Y desde ahí, el caudal sigue su curso de más de cuatro mil kilómetros hasta desembocar en el Océano Atlántico. Aunque hay teorías que indican que el verdadero nacimiento de este río está en el Nevado de Mismi, en la cordillera de los Andes. Pero ése es otro cuento: ahora estamos en medio de la selva amazónica peruana, que también se extiende por Colombia, Ecuador, Bolivia y Brasil, el país que ostenta la mayor parte de la selva y del caudaloso río también. Navegamos por los márgenes de la Reserva Natural Pacaya Samiria, que tiene más de dos millones de hectáreas y es la más grande de Perú.
Ahora sí que siento el calor tremendo que esperaba encontrarme en estas latitudes. Pero las buenas nuevas de Reny llegan para paliarlo. En un rato podremos darnos un chapuzón. “¿Y las pirañas?”, pregunta alguien preocupado. El agua está fría y caliente a la vez, depende de la corriente que pase bajo los pies. Desde la lancha el agua parece turbia, sucia, pero una vez adentro, a pesar de su marrón espeso, uno puede verse las manos y de alguna manera sentir que está nadando en aguas claras. Es extraño flotar en medio de este río inmenso, lejos de la costa, como a la deriva. No es lo mismo que nadar en el mar, definitivamente. Hay menos corriente, pero seguro que bajo estas aguas hay una actividad incesante. Y eso, de alguna manera, nos inquieta a todos.
De vuelta en el Delfín, no hay mucho tiempo para descansar: enseguida partimos a andar en kayak. El río está calmo y es muy placentero deslizarse sin hacer gran esfuerzo. Por eso el grupo navega sin dificultades cerca de la costa, intentando divisar algún animal entre la mata verde. Algunos confundimos un tronco flotante con un caimán, o creemos ver en cualquier movimiento de un árbol algún animal extraño. Pero todo lo que vemos por ahora es agua, jungla y el horizonte, que se va tiñendo con los colores del ocaso. Y cuando ya estamos por volver, alguien divisa un numeroso grupo de monos agitando, ahora sí, las copas de los árboles. Y entonces todos los kayaks nos detenemos al frente, y miramos embobados cómo los monitos saltan de copa en copa.
SE VE EL CAIMAN Todos los días son iguales por aquí, y todos los días, también, deparan alguna sorpresa. A priori, hay que levantarse a las seis y salir en la lancha hacia alguno de los canales para avistar bicharracos. Pero el clima es variable. Aunque la temporada de lluvia terminó, y resulta una buena época para navegar los pequeños canales que todavía tienen agua, cada tanto puede caer un chubasco, que no durará mucho. Enseguida saldrá el sol, y luego puede volver a nublarse. Y así.
La esperanza de ver algún animalito nuevo, o el mismo pero más cerca, es la que alimenta una y otra incursión en lancha por los canales o “quebradas”. Lo que más llama la atención son los delfines rosados, que pueden medir unos seis metros y son mucho más grandes que sus primos, los delfines grises que alcanzan el metro y medio y se dejan ver fácilmente. También despiertan enorme curiosidad los osos perezosos, que gracias a la mirada afilada de los guías descubrimos, casi siempre durmiendo, en la copa de algún árbol lejano.
Hay muchas garzas y gavilanes revoloteando, pequeños pájaros de todos colores, y muchos monos: mono ardilla, mono aullador, mono capuchino. Ahora, lo que todos quieren ver y nunca veremos son los manatíes, las “vacas de agua” que les dicen, porque no salen mucho a la superficie y se esconden bastante. Tampoco veremos lobitos de río, pero sí encontraremos uno que rankea alto: el caimán.
Al lagarto sudamericano lo encontramos de noche. Vamos en una lancha con Rudy, cuya capacidad para divisarlos en la oscuridad y a más de diez metros, linterna en mano, es realmente asombrosa. Dice que los encuentra por el resplandor de sus ojos, aunque la verdad es que en el agua nadie ve resplandor alguno. Da igual: el tipo, que tiene vista de lince, encuentra uno tras otro. Pero una y otra vez se escabullen. Y Rudy se lamenta. Quiere mostrarnos uno de cerca. Entonces, al tercero o cuarto que se nos escapa, aparece uno medio distraído. Y Rudy no duda, pide que le sostengan la lámpara, mete los pies en el agua, y en un movimiento más rápido que el del propio caimán lo sorprende, lo agarra y lo sube a la lancha. Me imagino que el caimán está aterrado, pero se queda tieso, no ofrece resistencia a las garras de Rudy, que lo enseña como un trofeo. Los viajeros quedamos perplejos, pero los flashes igual chispean en la noche estrellada del Amazonas. Dejamos el caimán en paz y volvemos a nuestro Delfín.
COMUNIDADES A los pobladores, por ahora y hasta ahora, transcurrida la última mañana, los vimos de lejos. Los vimos cuando pasamos frente a alguna comunidad a la vera del río, los vimos cuando el Delfín se estacionaba al lado de una aldea, los vimos pescando o viajando a bordo de los peque-peque, que son los botes de madera, típicos de la región.
La selva amazónica es el hogar de muchísimas comunidades y etnias originarias. En Perú ya no quedan grupos sin contactar y casi todos hablan español, sobre todo los que están más cerca de los grandes ríos, como los boras o yaguas, cuyas comunidades se encuentran aguas abajo de la ciudad de Iquitos, en el estado de Loreto, principal puerto del Amazonas peruano. Todos practican la agricultura de subsistencia, pescan, cazan, siembran maíz y porotos, recogen bananas.
Y algunos son bendecidos con una de las más nuevas industrias de la zona, que es el turismo. El Delfín visita diversas comunidades durante sus travesías, alternando para que todos sean beneficiados, según dice Reny. La que nos toca en suerte en esta ocasión es una llamada, justamente, Amazonas. Aquí viven unas trescientas personas, a 45 minutos del puerto de Nauta, donde embarcan los pasajeros del crucero. Es como un gran cuadrado de casas con la típica maloka comunal, una especie de quincho donde las mujeres y niños despliegan ahora sus artesanías hechas con fibras y maderas autóctonas. Al lado de la maloka hay una canchita de fútbol, y más allá el jardín de infantes, la escuela primaria y la secundaria. Las casas son de madera pintada de azul o verde agua, algunas tienen techo de paja y otras ya ostentan el techo de chapa como parte de un programa del gobierno. Muchas casas tienen panfletos electorales pegados en sus frentes, pero no hay servicios médicos básicos. Por eso, apenas bajamos, muchos de los pobladores se acercan al paramédico que viaja en el Delfín y que nos acompaña en cada incursión, para pedirle ayuda. Y él, con infinita paciencia, intenta darle una solución a cada uno de ellos, o les indica que tienen que ir al médico en Nauta. “Muchos no tienen dinero para el pasaje, por eso no van”, dice el hombre. También hay unos misioneros estadounidenses instalando un pozo de agua, supliendo así otras carencias. Y hay algunos pasajeros que llevan regalos para los niños, útiles escolares, cepillos de dientes y juguetes, que Reny se encarga de entregar a la persona indicada, para que ella, a su vez, lo reparta equitativamente.
Hay tiempo suficiente para ver y comprar artesanías, visitar el jardín de infantes, charlar con la gente, ver sus hogares, hablar con los chicos y la maestra, que viene todos los días desde Nauta y dice estar muy feliz con su trabajo. Hay tiempo suficiente para soñar, antes de volver a casa, y despertar del letargo amazónico.
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