Domingo, 7 de septiembre de 2014 | Hoy
ENTRE RíOS. DESDE VILLA PARANACITO A COLóN
Un viaje longitudinal por la provincia de Entre Ríos en paralelo al río Uruguay: Villa Paranacito y su delta, Gualeguaychú con sus termas y casas de campo, el Palacio San José en la noche de Concepción del Uruguay y la reserva Aurora del Palmar en Colón.
Por Julián Varsavsky
Llegamos a Villa Paranacito cruzando ríos. Primero el Paraná Guazú y el de las Palmas por el Puente Zárate Brazo Largo, y luego los 40 metros del arroyo La Tinta con el auto sobre una balsa hasta la isla 9 de un delta similar al de Tigre, mucho menos poblado pero con hosterías y campings.
Al entrar al complejo de bungalows, un pescador deportivo de la ciudad de Paraná apantalla las brasas de una parrilla donde asa un dorado de nueve kilos, fruto de la jornada matinal. Y como buen pescador, muere por contar su hazaña.
“Navegábamos en paz, pero de repente se me dobló la caña como si se fuese a partir y vi una aleta de oro rasgando la superficie del río. Comencé a recoger la línea de a poco para que el pez no corte el anzuelo. Pero era un ejemplar grande y combativo que tironeó midiendo mis fuerzas. En un remanso de la lucha el pez sacó la cabeza y nos vimos las caras. Y de golpe saltó en el aire con un destello amarillo, arqueándose mientras sacaba el cuerpo entero fuera del agua. Después hizo nados en círculo simulando una rendición honrosa, pero saltó dos veces más con fuerza bestial. De a poco el gallardo pez se fue cansando, intentó un vano coletazo final y terminó nadando en zigzag hasta llegar rendido el alcance de mi mano.”
La brasa crepita y el dorado está abierto a la mitad con las espinas a la vista como un costillar, mientras el asador lo adoba con pimentón, ajo, cebolla, morrón, ají molido, pimienta, sal y curry. No lo conocemos pero nos obliga a sentarnos a la mesa bajo los árboles, con sus amigos.
“¿Lo carancheamos como los isleños o lo comemos en los platos?”, pregunta el anfitrión. Acorde con la filosofía del mate, caranchearlo significa comerlo todos juntos directamente desde la bandeja, “picoteando” cada uno con un tenedor. Lo carancheamos.
VILLA PARANACITO Por la tarde salimos a navegar en la embarcación del guía local Leonardo Trípodi, quien cuenta que estamos en el corazón del delta entrerriano, allí donde se juntan de a poco los ríos Uruguay y Paraná, en el extremo sureste del mapa provincial, a 182 kilómetros de Buenos Aires. El pueblo de Villa Paranacito lo fundaron en 1906 colonos centroeuropeos cuya tradición es fuerte en la zona. En el pueblo viven 4000 personas y en la islas y las riberas de los canales hay unas 3500 dispersas, en casas elevadas sobre pilotes a las que sólo pueden llegar navegando.
Al internarnos en este mundo que fluye vemos las casas isleñas y una vegetación autóctona de ceibos, sauces, álamos y extraños pinos de los pantanos con sus raíces fuera de la tierra. Detrás de nuestra estela remontan vuelo las garzas blancas y cada tanto aparece una familia de carpinchos. Los más afortunados suelen ver un ciervo de los pantanos.
Hay dos razones fundamentales para ir a Villa Paranacito. Una es la pesca de dorados, surubíes, tarariras, bogas y por sobre todo pejerreyes. Y la otra es lo que haremos nosotros durante el resto del fin de semana: reposar en una hamaca atada entre dos árboles.
PLACERES TERMALES Al día siguiente tomamos la RN 14 con rumbo norte para la segunda etapa de este viaje entrerriano, dedicada también al descanso, esta vez dentro del agua en el complejo Termas del Guaychú.
Con la caída del sol llegamos a este centro termal a ocho kilómetros de Gualeguaychú, para alojarnos en sus confortables bungalows elevados 2,5 metros sobre el suelo y con vista a la verde planicie, como campo de golf. Lo primero que hacemos es ir al agua en las piletas techadas y al aire libre, con temperaturas que van de 32 a 38 grados.
Las aguas surgen desde una fuente a 890 metros de profundidad y tienen un alto contenido de sodio, potasio y magnesio. Por eso tienen un ligero poder cicatrizante, pero esencialmente sirven como relajante antiestrés.
Por la mañana hacemos una larga caminata por la reserva natural de monte autóctono del complejo y otra vez nos sumergimos en las agüitas calientes. Y a media tarde volvemos a la ruta.
Pero no vamos lejos. El siguiente destino en las afueras de Gualeguaychú es la casa de campo de Rodolfo Cassarino, un “entrerriano uruguayo” que se fue a vivir al campo hace más de una década. En aquel momento pudo comprarse apenas 20 hectáreas, contra la opinión de sus amigos, que le dijeron que no podría vivir de un terreno tan pequeño. Sin embargo lo logró, e incluso cuando sus hijos partieron decidió recibir turistas en la casa que había quedado vacía.
La consigna hoy en Itapeby es “ofrecerle al huésped el mismo tipo de vida que llevamos mi mujer y yo”. La pareja hace por sí misma todo lo que implica la vida de campo, la única manera de sobrevivir a tan pequeña escala. Esto incluye ordeñar a las vacas, darles de comer a los animales de la granja y de la laguna artificial, soltar las ovejas, cocinar, carnear y esquilar. Si lo desean, también los huéspedes pueden hacer estas actividades y cabalgar o pasear en un carro tirado por caballos.
La casa de Rodolfo tiene capacidad para alojar a cinco matrimonios con hijos en una gran casa de cinco habitaciones y cuatro baños. Alrededor hay un jardín con juegos para chicos y una rareza: un molino Air Motor de 1906 con una rueda de 4,8 metros de diámetro que bombea el agua para beber en el lugar. Sin falsa modestia, Cassarini concluye tentando con el menú: “En la pulpería servimos lo que nosotros sabemos hacer bien: asados de campo con carne de vaca o cordero y nada más”.
NOCHE EN EL PALACIO Partimos de Gualeguaychú a media tarde, siempre por la RN14 con rumbo norte, para llegar al atardecer al Palacio San José en Concepción del Uruguay. La idea es ver con sol la suntuosa morada de Justo José de Urquiza y luego hacer la sugestiva visita nocturna iluminada con lámparas a kerosén, velas y reflectores.
Un guía nos lleva por las diferentes alas del palacio y el juego consiste en que el general Urquiza –o su fantasma– se está preparando para la cena en alguno de los 38 cuartos. De la cocina salen olores de platos verdaderos: empanadas, buñuelos, verduras hervidas y pan casero. De la sala de juegos llega un aroma a habanos y desde los cuartos llega la fragancia a perfume de mujer. Hasta el baño está húmedo, como si el general victorioso en Caseros recién saliera del recinto.
Mientras tanto, en el comedor la vajilla está lista a la espera de que se sienten a la gran mesa de caoba los 25 comensales que todos los días se daban cita allí. Al avanzar por las galerías a media luz vemos los cuartos con las camas hechas y la ropa colgada en respaldos y percheros. Pero los habitantes del que ya parece un palacio embrujado no aparecen por ningún lado. Para aumentar la sugestión, en el Salón de los Espejos suena música de piano con los valses de Chopin, los mismos que interpretaban las hijas del general. El maniquí de una de ellas está sentado al piano.
Todos los patios internos, el jardín, la biblioteca y los salones están a media luz. Afuera, en el sector de las pajareras, suena la grabación de aves exóticas como aquellas por las que Urquiza tenía debilidad. Son dos jaulas octogonales sobre un pedestal, con escalinatas de mármol italiano y rejas, que alguna vez estuvieron cubiertas de cristal.
El guía va develando las historias marcadas en las paredes, como la palma de una mano grabada en sangre en la puerta del cuarto de Urquiza. Los hechos se remontan al 11 de abril de 1870, día de la muerte del general. Cuentan las crónicas que el anciano guerrero descansaba en una silla bajo la galería cuando, desde los fondos, un grupo de sesenta hombres a caballo ingresó al grito de “¡Viva López Jordán!”. Advertido por el alboroto, Urquiza ingresó a su dormitorio en busca de un arma y pronunció su frase póstuma: “Vienen a matarme”.
Al asomar la cabeza bajo el marco de la puerta, Urquiza fue derribado por un tiro en el pómulo. Y cuatro puñaladas certeras pusieron fin a su agonía en los brazos de sus hijas, que se habían precipitado para atenderlo.
La otra historia fabulosa remite a una noche de verano en 1870, cuando siendo Sarmiento presidente de la Nación llegó en barco a Concepción invitado por Urquiza. A la mañana siguiente de-sembarcó y se encontró con 10.000 soldados que vestían en su honor uniforme rojo con peto blanco de la batalla de Caseros. Sarmiento iba a conocer el Palacio San José y el propio Urquiza lo acompañó hasta la residencia. Ambos viajaron en una berlina inglesa que ingresó triunfal por la Avenida de Magnolias, y descendieron del carruaje para avanzar por un camino rodeado de exóticas arboledas y tapizado de pétalos rojos, iluminado por antorchas para destacar la opulencia del edificio solitario. Al final los esperaba doña Dolores Costa de Urquiza con sus hijos, sobre un piso entablonado especialmente para el baile de honor.
ENTRE PALMARES La RN14 nos lleva rumbo a Colón a dormir en el refugio La Aurora del Palmar, ligado a la Fundación Vida Silvestre. Llegamos de noche y el sereno abre la tranquera para acompañarnos hasta los dúplex en medio de un bosque.
En la mañana salimos a caminar por el parque donde están los vagones de tren que el dueño del lugar compró en un remate y reacondicionó como alojamiento con baño. Por la tarde visitamos el cercano Parque Nacional El Palmar para ver el atardecer en el sector La Glorieta, que ofrece la mejor puesta de sol.
La Aurora del Palmar es un emprendimiento productivo con vacas, plantaciones de cítricos y forestación, que al mismo tiempo tiene un área de reserva con miles de palmeras yatay, una especie protegida en peligro de extinción. Con un guía baqueano de la reserva salimos a recorrer a caballo los bordes del palmar, donde avistamos tres pájaros carpinteros agujereando el tronco de las yatay.
La hora de la comida es un momento muy entrerriano en La Aurora del Palmar, que es parte del circuito turístico Huellas de Sabores. El menú justifica incluso una visita nada más que para probar platos de la cocina regional con ingredientes como el fruto de yatay.
En La Aurora del Palmar hay cuatro ambientes naturales: el palmar-pastizal, la selva en galería, el monte xerófilo –con espinillos y talas– y los bajos inundables. Los recorremos arrancando el paseo en un camión doble tracción que va hasta la selva junto a un arroyo. Allí comenzamos a caminar por un ambiente tupido que no deja pasar los rayos del sol.
El sendero termina a orillas del arroyo donde hay una canoa con la que seguimos a remo con un guía, apartando con las manos las ramas que encierran el hilo de agua encima nuestro. En un momento el techo vegetal se abre y llegamos a una playa. En verano la gente se baña, pero el clima hoy lo no justifica. Pero desembarcamos para reposar boca arriba en las arenas blancas de esta playita en plena selva, sin nadie a la vista, en el más absoluto silencio. Hasta que el encanto se rompe con un ¡plaf!: es un carpincho arrojándose al agua para cruzar el arroyo de lado a lado, algo molesto con nuestra intrusión.
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