AUSTRIA. UN FIN DE SEMANA EN INNSBRUCK
La región del Tirol está repartida entre dos países: Austria e Italia. Pero su capital está en Innsbruck, la famosa ciudad del Tejado de Oro donde el espíritu alpino habla alemán y brilla en la arquitectura, la música y la vestimenta tradicional.
› Por Graciela Cutuli
Fotos de Graciela Cutuli
Es casi una ciudad de cuentos de hadas, que asoma entre los valles del Tirol con las típicas torres de sus iglesias relucientes bajo el sol del fin del verano, esperando esa nieve que todos los años la convierte en una de las de las capitales de los deportes invernales en Europa. Innsbruck es la capital del Tirol, una región de poderosa identidad propia que se reparte entre dos países –Austria e Italia– y habla tres idiomas: el ladino, el italiano y el alemán. Quienes llegan desde Italia entran por el paso del Brennero, y si la travesía es larga suelen aprovechar para cargar nafta en la primera estación de servicio del lado austríaco y hacer un alto en un McDonald’s. Casi una curiosidad en una región tan celosa de su identidad que se la podría considerar como un bastión a lo Astérix defendiendo no su Galia, sino su Austria. Pero ahí están los arcos dorados, desafiando a la cerveza y las salchichas, y con un lujo que no se pueden dar el resto de sus locales en el mundo: una vista impresionante, cautivadora, sobre los Alpes. Sólo por eso, vale un alto antes de llegar o al dejar la ciudad, si se viaja rumbo a Italia. En todo caso, el cruce de la frontera no representa gran cosa lingüísticamente: en el Tirol se habla sobre todo una forma del dialecto bávaro que los oyentes de oído fino para los acentos distinguen enseguida por la forma –más dura– de pronunciar la “k”. Luego, a medida que se avanza por el norte, el alemán tirolés se va fundiendo con la variante austríaca, y a medida que se avanza al sur poco a poco cede ante el italiano.
LA CIUDAD DEL INN Innsbruck es una ciudad grande, pero el centro histórico es pequeño y fácil de caminar. Es el lugar donde conserva su carácter más particular, el que fue forjando desde los siglos lejanos de la dominación romana, pero floreció en tiempos de los Habsburgo, los poderosos emperadores que unificaron bajo su centro Austria y Hungría, además de otras regiones del este europeo.
Hay en Innsbruck un aire romántico inconfundible, con las callecitas empedradas, las torres acebolladas de las iglesias, las casas austeras que se suceden para formar en conjunto un panorama impecable, ordenadísimo, jalonado acá y allá por los iconos tiroleses típicos, con el sombrero de pluma a la cabeza. El mismísimo que usaba un tal capitán Von Trapp, aunque tenía su feudo en Salzburgo, un poco más al este. Pero también hay una vida cotidiana palpable, que se aleja de la ciudad como puro decorado: incluso si no hay mucho tiempo, basta salir un poco del casco antiguo peatonal para vislumbrar algo del Innsbruck “de entrecasa”, que deja discurrir su vida a orillas del río Inn.
Sin duda, en invierno y en verano parecen dos ciudades distintas: si la buena temporada se aprovecha para paseos a pie por las montañas de los alrededores, en invierno los deportes de nieve están a la orden del día. Por todos lados anda la gente con los esquíes cargados en el auto, los hoteles y albergues se llenan todos los fines de semana, y las radios no hablan sino de las condiciones de la nieve en una y otra estación. Para quien está de paso, lo mejor es preguntar en la oficina de turismo o en la recepción de su hotel en qué estación conviene pasar el día, pidiendo el mapa detallado que las ubica una por una: las hay con pistas de mayor dificultad, las hay con un buen equipamiento de trineos para lanzarse por las laderas, las hay con juegos para chicos y con todo tipo de variantes, pero siempre con la nieve como protagonista. Y todo el año, sin importar la estación, no hay que dejar de visitar el bellísimo parque y museo que Swarovski levantó en las afueras de Innsbruck, una belleza de reluciente cristal que rinde homenaje a la especialidad de la casa austríaca.
EL TEJADO DE ORO En Innsbruck, si lo que reluce no es cristal, es oro. Su monumento más famoso, el icono que figura en todas las guías de turismo, en las fotos de todos los blogs de viajeros y en todos los folletos promocionales, es el Tejado de Oro que se encuentra en el barrio gótico. Aquí, en pleno casco antiguo, ni siquiera hace falta buscarlo: basta dirigirse hacia donde siempre hay un grupito reunido, mirando para arriba. Lo que miran es el techo que el emperador Maximiliano de Habsburgo mandó construir para su boda con Blanca Sforza, retoño de la poderosa familia italiana que cuenta entre sus ancestros a Ludovico “el Moro”, protector de Leonardo da Vinci.
El Tejado Dorado es un balcón techado, que forma parte del edificio donde residía la familia imperial durante su estancia en Innsbruck. Lo cubren más de 2600 tejuelas de cobre, bañadas en 12 kilos de oro. Es un lujo inaudito hoy, como lo era en 1494, en tiempos del casamiento de Maximiliano y Blanca. Como en los frentes de muchas otras casas de la región alpina de Austria, del sur de Alemania y de Suiza, los dos lados del balchón techado están decorados con frescos, que en este caso representan a la real pareja. Hay también un museo dedicado al Tejado Dorado, que permite entrar en el balcón y tener desde allí una amplia vista sobre el pintoresco barrio gótico. Y muy cerca, el histórico hotel Goldener Adler se jacta del paso de ilustres huéspedes, de Mozart a Goethe, incluyendo también el emperador Maximiliano.
Junto con el famoso balcón, Innsbruck conserva otro tesoro que forma parte del recorrido imperdible por la ciudad. Es la Hofkirche, o Iglesia Imperial, el lugar donde se homenajea al emperador Maximiliano y sus antepasados. Y no sólo eso: aquí también logró hacerse un lugar Andreas Hofer, que de simple posadero se convirtió en el padre del patriotismo tirolés al incitar a sus compatriotas a la revuelta contra Napoleón.
La “capilla de los hombres negros”, como se la conoce popularmente, es un lugar solemne y silencioso, donde cada paso retumba y cada rincón parece habitado por los fantasmas de los antepasados. O no tan fantasmas, porque los Habsburgo que marcaron la historia están representados en la imponente figura de 24 estatuas de bronce de mayor tamaño que el natural, que rodean el cenotafio de Maximiliano.
El ambiente, rigurosamente custodiado por los guardias, resulta un tanto opresivo pero fascinante: y al mirar con más atención las estatuas, se observa por qué los guardias controlan tanto a los visitantes. La intención es impedir que cumplan con la vieja tradición de acariciar las partes íntimas de algunos “hombres de negro”, ya más brillantes que negras de tantas manos que lograron cumplir el rito. Además de las estatuas, la Hofkirche contiene un órgano renacentista y obras de arte de Durero. Un pequeño museo contiguo, con exposiciones temporarias, también es parte de la visita.
Finalmente, el vistazo histórico de Innsbruck se completa con su palacio imperial, primero concebido a fines del siglo XV en estilo gótico tardío y luego reconstruido a mediados del siglo XVIII en estilo barroco y rococó. Fue la voluntad de una Habsburgo poderosa, María Teresa de Austria, madre de 16 hijos... entre ellos María Antonieta. El recorrido del palacio pasa por los aposentos imperiales, donde se alojó María Teresa en ocasión de la boda de su hijo Leopoldo. Un Arco del Triunfo cercano también recuerda ese acontecimiento, y puede ser el cierre del circuito imperial tirolés.
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