Domingo, 21 de septiembre de 2014 | Hoy
PERú. IQUITOS DESPUéS DE LA ERA DEL CAUCHO
Hace un siglo, fue la capital del caucho y de la explotación, una ciudad floreciente sobre el sufrimiento de los nativos. Al borde de la densa selva, caótica y exuberante, hoy Iquitos atrae visitantes en busca de la Amazonia y de la asombrosa diversidad de productos de la región.
Por Guido Piotrkowski
Fotos de Guido Piotrkowski
Vagando por el centro de Iquitos, que tiene su plaza de armas y catedral correspondiente, hay dos cosas que llaman la atención. En principio, el ruido ensordecedor de los mototaxis, unas simpáticas y coloridas motitos de tres ruedas con espacio atrás para llevar dos o tres pasajeros, que viajan apretujados en medio del caótico tránsito. Estos vehículos, unos treinta mil aproximadamente en esta ciudad de más de 400 mil habitantes, son el principal medio de transporte. Además de ruidosos, son atrevidos, se meten en todos los huecos. Una vez que corta el semáforo, sobreviene el silencio, un ligero alivio que durará hasta la próxima luz verde, cuando los conductores aceleren y vuelva el run-run infernal.
Otra cosa que llama la atención es una construcción de metal, con arcadas, sobre una de las esquinas, más conocida como La casa de hierro. Esta rareza es una de las tantas viviendas que quedaron de la era del caucho. El proyecto es de Gustavo Eiffel, el mismo arquitecto de la famosa torre parisiense que lleva su apellido, y la estructura fue traída en barco desde Europa. “Desde que se acabó la época del caucho, en 1915, los ingleses dejaron de venir. La trajeron en esos tiempos, y la iban a llevar hasta el sur, pero como se malogró el barco la reconstruyeron acá”, dice Alberto, el guía de Explorama, que viene a buscarme al diminuto aeropuerto de Iquitos, una ciudad que no tiene conexión terrestre con el resto del mundo. Hasta aquí sólo se puede llegar por aire o agua, y la única carretera que existe tiene unos 100 kilómetros y llega poco más allá de Nauta, la pequeña localidad vecina.
EL AUGE DEL CAUCHO Como bien señalaba Alberto, Iquitos floreció en la época del caucho. El puerto más importante de la selva peruana está ubicado a kilómetros de Tabatinga, frontera con Brasil, y Leticia, divisa colombiana, una triple frontera amazónica. Son de ocho a doce horas de barco, dependiendo de la embarcación y la crecida del río. Hasta aquí vienen viajeros de todo el mundo para incursionar en el mítico Amazonas. Y hasta aquí llegaron los ingleses atraídos por la fiebre del caucho, para explotar este recurso que fue clave en la industria automovilística pero también se utilizó para la confección de calzados, y que tuvo su auge entre 1880 y 1915.
Pero los británicos, que lo monopolizaron en aquellos tiempos, no sólo explotaron la fibra extraída del árbol local sino que para hacerlo también explotaron a los trabajadores, los indígenas de las diversas etnias –huitoto, andoque, bora o nonuya entre otros– que aún pueblan la jungla. Ellos conocían las propiedades del caucho y fueron utilizados y sometidos a un régimen esclavista por parte de los caucheros.
De aquellos tiempos en que los británicos hacían banquetes mientras hambreaban a los indios quedaron una serie de casas, opulentas construcciones coloniales transformadas en museos, dependencias estatales y hoteles boutique en las inmediaciones del centro histórico y frente al agradable paseo costero. Preciosas mansiones con frentes de azulejos, puertas y ventanas con arcadas.
El caucho arrastró ilusiones de progreso y muchos de los que vivían dentro de la selva o en otras regiones se trasladaron a Iquitos, y formaron así el núcleo urbano. Pero desde que el caucho se acabó, o más bien fue reemplazado por el sintético, y la extracción del recurso natural se trasladó a países como Malasia o India, la ciudad entró en una lenta decadencia.
Hoy, Iquitos resurge de la mano del turismo y del oro negro. “Ahora quedó el petróleo”, señala Alberto cuando pasamos frente a la casa de Julio César Arana, uno de los “barones” del caucho. Arana era peruano y fue casi una excepción en este negocio dominado por ingleses. Fundó la empresa familiar Casa Arana, que luego transformó en la Peruvian Amazon Rubber Company, con sedes en Londres, Nueva York y Manaos. Arana acumuló poder y riquezas a instancias de la explotación indígena y llegó a ser alcalde de la ciudad y senador por Loreto.
La historia de Arana y otros caucheros que se hicieron millonarios utilizando métodos serviles inspiró novelas como El sueño del celta, del premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, y una joya del cine universal como Fitzcarraldo, obra del director alemán Werner Herzog. La película se inspira en la vida de otro cauchero peruano de origen irlandés, Carlos Fermín Fitzcarrald, no tan sanguinario como Arana pero no exento de polémica. El rodaje fue un suceso único en la selva y tuvo grandes dificultades, pero la película ganó varios premios y en la ciudad hay referencias a Fitzcarraldo por todas partes.
EL MERCADO DE BELéN “Hay maparate, hay sábalo, hay paiche”, vocifera una de las tantas vendedoras en uno de los tantos miles de puestos de este gigantesco mercado a cielo abierto, una toldería sucia y desprolija, con puestos de madera que se extienden a lo largo de varias calles como un laberinto en el singular distrito de Belén, que se divide en el Alto y el Bajo. El Alto está ubicado a la vera del río Itaya y el bajo, ya sobre la parte inundable, sobre uno de sus brazos. La particularidad de este barrio es que las casas son construidas a manera de balsas, porque con la crecida la zona se inunda. En esta zona se asentó gran parte de la población migrante y formó esta barriada flotante.
El mercado no es para nada turístico, a pesar de que muchos turistas lo visiten. Es ciento por ciento autóctono, y por eso hay que perderse en este laberinto de productos amazónicos, donde cada día llegan los pobladores de las comunidades de la región a vender sus productos. Ecologistas abstenerse: podrían escandalizarse con las tortugas gigantescas abiertas al medio, alimento típico de la región que se ofrece en varios puestos, o con algún hombre caminando con un caimán al hombro, medio camuflado, porque está prohibido comercializarlos. Igual que las tortugas y otros bichos, que igual serán ofrecidos al mejor postor. También es posible encontrarse con un matrimonio que tiene a un monito de mascota, al que cuidan como un hijo: el mono lleva pañales. Por eso, aunque todo el mundo lo sepa, algunos puesteros evitan las fotos.
El mercado es fascinante. Una abrumadora variedad de productos amazónicos está exhibida en esta babel alimentaria que genera una mezcla de aromas ecléctica, donde el olor a pescado se confunde con las frutas frescas, las verduras podridas, la carne seca y los inciensos. Aquí hay una centena de frutas tropicales, una veintena de granos diferentes, una cincuentena de especies de pescados nativos y verduras locales, y una decena de especias autóctonas. Y rarezas como el aguaje, un gusano que crece en las palmeras muertas pero se considera una delikatessen, con el que se hacen hasta helados. También se consiguen productos de otras regiones, de la sierra y del Pacífico, mucho más caros, y una planta que muchos viajeros vienen a buscar especialmente: la ayahuasca, mítica enredadera alucinógena.
“Tengo preparado y en bruto. Una botella cuesta 50 soles, es para 7 u 8 tomas”, dice Antonio, un puestero que lleva tres décadas en el mercado. “Lo preparás de acuerdo con la persona que lo toma. Pero tiene que haber alguien que le cuide, porque te hace vomitar, y por eso se llama purga, porque te limpia el estómago. Una vez que has botado todo, sshhssh, vuelas. Dura dos horas, luego vuelves, y todo normal. No se toma mucho, poquito nomás, pero tienes que esperar un poco, tarda media hora en hacer efecto. Si tomas demasiado te puede matar. Aunque a algunos no les hace nada, porque su estómago es fuerte, pero normalmente todo el mundo cae”, asegura Antonio, que tiene su puesto custodiado por la cabeza de un caimán, como amuleto protector.
SALVEN AL MANATí A pocos kilómetros de la ciudad está el Centro de Investigación de la Amazonia peruana. Un proyecto que se encarga de la protección de los manatíes, mamífero acuático característico de la Amazonia y otros pocos lugares, una especie amenazada. Aquí curan, cuidan, alimentan, recuperan y reinsertan en su hábitat natural a muchos de estos animales víctimas de la caza ilegal. Históricamente, las poblaciones nativas los cazaban para comer. “Hay gente que los tiene como mascotas. Les dan leche y mueren, porque la leche de vaca les hace mal. Cuando son mayores los cazan para consumir su carne y a las crías las dejan o las tienen de mascotas, si no las venden en el mercado negro”, dice María, una bióloga española que trabaja de voluntaria.
El manatí puede llegar a medir tres metros y pesar 400 kilos. No tiene predador natural, tienen pocas crías y carece de dientes o garras: sólo un molar para masticar las plantas. Es un animal fundamental para el equilibrio biológico de la selva, ya que tienen una función muy especial: come la “lechuga del agua”, la planta acuática que crece en el río, de la que llega a devorar unos 60 kilos diarios. Así limpia el río y permite la entrada de sol y oxígeno. Si el manatí despareciera nadie podría hacer ese trabajo. “En muchas zonas, donde disminuyó la población, la planta creció mucho, porque es invasora. No entran los rayos y algunos animales se van o se mueren”, explica la bióloga.
Los visitantes pueden darles de comer en la boca a los manatíes que se encuentran en los piletones en estado avanzado de recuperación. Son bichos dóciles y amigables. Una vez que están sanos, son llevados a zonas protegidas como la reserva para que no vuelvan a cazarlos. Se les pone un chip para monitorearlos durante un año, que es el tiempo que tarda el cinturón en caerse, y son seguidos por un biólogo. “Todos han sobrevivido, se supone que si pasaron el primer año, todo va bien. Además se hacen concientizaciones en las comunidades para que los apoyen y no sigan cazándolos, y los niños ayudan a hacer liberaciones”, concluye María.
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