turismo

Domingo, 26 de octubre de 2014

BUENOS AIRES. RESERVA EL DESTINO, EN MAGDALENA

Nuestro verde originario

En lo que fue una antigua estancia con jardines al estilo europeo, la reserva El Destino resguarda uno de los últimos relictos de la vegetación autóctona bonaerense. Caminatas por la selva en galería de un talar y cabalgatas junto al Río de la Plata, en medio de una Reserva Mundial de la Biosfera.

 Por Julián Varsavsky

Fotos de Julián Varsavsky

El rasgo más singular de la reserva natural El Destino es su panorama costero del Río de la Plata, virgen y agreste como casi no se ve en ningún otro lugar, con su vegetación autóctona a nuestras espaldas.

Al salir a cabalgar sobre la arena de la playa recorremos uno de los últimos relictos de lo que fue el ambiente del río durante milenios, hasta hace menos de un siglo, cuando el hombre comenzó a modificarlo. Se suele cabalgar en soledad, frente a la inmensidad de un río con dimensiones marinas.

Hay quien ata el caballo a un árbol para caminar un rato sobre la arena remojándose los pies, una experiencia poco factible en una ciudad de Buenos Aires, que vive hoy de espaldas a su gran río. Recorrer el exuberante verde costero de El Destino es como recuperar la vivencia de nuestro paisaje originario.

VERDOR AUTOCTONO Nos dirigimos a la reserva, dejando atrás las ciudades de La Plata y Magdalena, por un camino de conchillas que data de los tiempos en que el Río de la Plata cubría estos parajes, hace tres milenios. Al llegar hay que bajarse del auto, abrir la tranquera, entrar y bajarse otra vez a cerrarla. Esa ancha puerta de tablas funciona como un “ábrete sésamo” tras el cual todo cambia de color de repente.

Casi al instante de llegar alcanzamos a ver por la ventanilla del auto las patas traseras de un zorro zambulléndose en la maraña verde de los pastizales; las lágrimas de un sauce rozan el techo del auto y frente a nosotros se levanta una arboleda de pinos, eucaliptos y cipreses de 30 metros.

Un bosque plantado rodea el casco de esta antigua estancia y avanza sobre él con plantas trepadoras escalando sus paredes rosadas. El curioso edificio fue levantado en 1929, siguiendo las líneas rectas de la escuela alemana del Bauhaus.

La reserva natural privada El Destino mide 1854 hectáreas y fue adquirida como estancia por Ricardo Pearson en 1928. En aquel momento ya había algunas casas de ladrillo de estilo colonial, hoy reconvertidas en dormis para visitantes. A principios de la década del ’50, el ingeniero Pearson eliminó la actividad agrícola en 500 hectáreas del campo y creó un refugio de flora y fauna. Desde esa época el área de reserva se mantiene intocada y es hoy uno de los últimos relictos originarios de la Pampa Húmeda.

Un camino de conchillas de 800 metros conduce desde el casco hasta un entablonado que cruza un bañado, para llegar al Río de la Plata. Hasta allí se va en auto o caminando. Hay quienes colocan una lona en la arena frente al río y se recuestan a leer, algún otro toca una guitarra, están los que pescan pejerreyes, los que caminan y los que cabalgan. Porque el amplísimo panorama radiante del río ejerce el magnetismo principal de El Destino.

La mayoría de los visitantes llega por el día. El mejor plan posible es utilizar uno de los 18 puestos con mesas y parrillas para hacer un asado bajo la sombra de un bosque, donde casi no penetran los rayos del sol. Muchos traen su bicicleta en el auto y salen a explorar los paisajes.

En segundo lugar están lo que hacen todo lo anterior y se quedan a dormir en el camping, que ofrece servicio de baños y duchas calientes. Y por último está la opción de pernoctar en los dormis con living y cocina, dos de ellos con baño privado y otros seis que comparten un gran baño.

MULTIPLES AMBIENTES En el lugar exacto en que el río lame la costa comienza un colorido ambiente natural llamado “pradera ribereña”, con un pastito muy verde. Justo detrás están los bañados con pequeñas lagunas, donde vemos retozar a un coipo o falsa nutria.

Las bajantes del río dejan al descubierto una extensa playa donde quedan atrapados peces pequeños y numerosos gusanos, atrayendo a las garzas que andan a los picotazos sin saber por dónde empezar el festín. Los pequeños chorlos corretean entre los juncos hundiendo su pico en el barro, mientras las gaviotas revolotean al acecho reclamando su porción.

El tesoro natural más valorado por biólogos y visitantes interesados en los ecosistemas autóctonos es un bosque de talas casi puro, uno de los pocos que sobreviven de la vegetación autóctona en la región. Un sendero con carteles pedagógicos ordena el recorrido.

Los talares eran la continuación del bosque chaqueño y se extendían por buena parte del noroeste de Buenos Aires. El tala es un árbol bajo y espinoso, cuyas ramas crecen en desordenado zigzag. Su dura madera se usaba para hacer mangos de hachas y palas, y además servía para alimentar la caldera de las locomotoras a vapor. La sobreexplotación redujo sus bosques a la mínima expresión hasta dejarlos a punto de desaparecer. Las lianas y las enredaderas trepan estos árboles en busca de la luz.

Los talas son un excelente material de construcción de nidos, ya que sus ramas con espinas se traban entre sí. En el pasado las cotorras anidaban allí, hasta que aparecieron los altos eucaliptos traídos de Australia. Por razones de seguridad estas aves se mudaron a la altura, instalando sus nidos en los eucaliptos. Sin embargo, la mudanza no implicó un cambio de materiales, ya que las ingeniosas cotorras siguen construyendo sus hogares con ramas de tala.

Dos especies de árboles acompañan al tala. Uno es el Sombra de Toro, reconocible por sus hojas romboidales y filosas que lo protegen de los animales vegetarianos (el tala se defiende con las espinas). El Coronillo es el otro fiel vecino, cuyas hojas son el alimento de las orugas de una mariposa conocida como “Bandera Nacional” por sus colores. Las aves también disfrutan de este bosque: de vez en cuando nos sorprende el fulgor rojizo del copete de un cardenal que anda a los saltos entre rama y rama, comiendo insectos.

En los siglos XVIII y XIX, los colonos europeos trajeron a las llanuras pampeanas nuevos cultivos, árboles y malezas, como la zarzamora y el ligustro, que trasformaron la vegetación local. El cultivo y los sistemas de irrigación hicieron su aporte al cambio. Es por eso que la mayor parte del paisaje actual de la provincia de Buenos Aires es muy distinto del que veían los aborígenes hace pocos siglos. Especies tan comunes con el cardo, el eucalipto y la casuarina no existían. Entonces, a los paisajes actuales les faltan el equilibrio y el orden que se había alcanzado en 60 millones de años.

LA FAUNA A pesar de tanta depredación, en la reserva aún se ven ciervos de los pantanos, carpinchos y jabalíes en manada junto a la costa por la mañana. Entre las aves hay benteveos, halcones blancos, horneros y cigüeñas. Muchos biólogos se alojan largas temporadas en la reserva para estudiar las diferentes especies. Están los que analizan a las ranas, las mulitas o las arañas, e incluso la extraña conducta del tordo, que empolla huevos en nidos ajenos.

El paseo por la reserva continúa por un gigantesco y viejo bosque de pinos, álamos y eucaliptos. Llegamos entonces a la confluencia de dos arroyos, donde una tortuga de río se asolea posada sobre un tronco semisumergido. El laberinto verde nos lleva ahora a los jardines del casco de la antigua estancia, donde un rectángulo del tamaño de una cancha de fútbol reluce con su elegante césped recién cortado, rodeado de cipreses, nogales y cedros de gran porte. El parque remite a los jardines de un viejo palacio europeo, con senderos que se abren a cada costado, decorados con estatuas y helechos que tapizan el suelo.

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Pura naturaleza en la inmensidad “marina” del Río de la Plata, en estado virgen.
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