Dom 30.11.2014
turismo

SANTA CRUZ. PUERTO DESEADO EN TEMPORADA DE “PENACHOS”

El puerto de los orígenes

En el extremo sur de la Argentina, la costa santacruceña conmueve por la riqueza y diversidad de fauna en la ría Deseado y la isla Pingüino, por los relieves sugestivos de los Miradores de Darwin y la explosión de naturaleza de estas remotas franjas de mar y tierra.

› Por Graciela Cutuli

Fotos de Graciela Cutuli

La frase es famosa, sobre todo en Puerto Deseado. Porque la escribió Charles Darwin, en el diario de viaje de la célebre expedición que lo trajo a las costas sudamericanas en 1832, y porque refleja el sentimiento que asoma hoy al contemplar el mismo paisaje, intacto, en el extremo final de la ría Deseado, ese brazo de mar que se interna unos 45 kilómetros tierra adentro sobre el antiguo lecho de un río en plena costa santacruceña: “El sitio en que vivaqueamos estaba cercado de atrevidos riscos y empinados pináculos de pórfido. No creo haber visto nunca lugar más apartado del resto del mundo que esta gran grieta rocosa en la extensa llanura”. Y sin embargo, Puerto Deseado es lo más alejado que pueda imaginarse de la desolación: sus costas bullen de vida, en el agua, en la tierra y en el aire. Un paraíso de fauna aún no demasiado explorado por los propios argentinos, pero un secreto bien conocido entre los viajeros extranjeros que llegan expresamente hasta aquí desde lugares remotos, a veces por haber leído a Darwin, a veces atraídos por la posibilidad de ver la rara colonia de pingüinos de penacho amarillo. La naturaleza a nadie le pregunta sus razones: sólo se brinda, y en Puerto Deseado lo hace con una inaudita generosidad.

Una pareja de pingüinos de penacho amarillo, presentes en la isla hasta abril.

LOS PENACHOS Así los llaman, familiarmente, porque no necesitan más identificación. Los pingüinos de penacho amarillo son, desde octubre hasta abril, la estrella de Puerto Deseado. Apenas comienza la primavera, la pregunta es: “¿Llegaron los penachos?”. Para saberlo hay que navegar hasta la isla Pingüino, que dista unos 20 kilómetros de la costa y requiere unos 50 minutos de viaje por mar abierto hasta divisar sus relieves coronados por un antiguo faro. Más fácil es saber si llegaron los pingüinos de Magallanes, que también viven por aquí, pero se pueden avistar incluso desde la costa del pueblo, sobre las islas de la ría.

“Esto es como Punta Tombo hace treinta años, cuando no recibía tanta gente ni existían las delimitaciones de hoy”, reflexiona Roxana Goronas, guía de Darwin Expediciones, poco antes de partir rumbo a la isla. El día es propicio: Windguru –la web que funciona como biblia de los surfistas y navegantes en todo el mundo, porque permite conocer la previsión de las olas prácticamente sin fronteras– ha dado su visto bueno para zarpar. Unas 20 personas subimos al semirrígido, para navegar primero hasta la boca de la ría –donde hay una ruidosa colonia de gaviotines– y luego hacia la isla Pingüino, que forma parte del sistema nacional de áreas protegidas (aunque no tiene guardaparques), pasando por algunas colonias de lobos marinos que nos miran pasar, curiosos pero no preocupados. Poco antes de llegar, el viento amaina y cesan los tumbos de la embarcación: lo ideal para poner un pie en la isla, inéditamente verde y cubierta de vegetación porque este año la región –habitualmente seca y árida– fue insólitamente rica en lluvias. Cuestiones de un cambio climático cada vez más palpable.

Para desembarcar, Ricardo, el capitán de la embarcación, nos acerca hasta la costa, donde finalmente hacemos pie en la isla. Lo suyo será un poco más trabajoso: como no hay amarraderos, dejará el semirrígido un poco más alejado y remará en kayak hasta tocar la orilla, donde lo miran sin curiosidad varios pingüinos de Magallanes. Porque este es “su” lado de la isla: la colonia de la especie está sobre esta costa, donde nidifica y empolla sus huevos, en tanto los penachos están del otro lado, en un sector mucho más rocoso, ya que tienen una propiedad particular: además de caminar, esta especie –más vistosa por las plumas amarillas de la cabeza, pero también más agresiva– puede saltar de peñasco en peñasco. “Nunca hay que tocarlos, ni a uno ni a otros”, recuerda Roxana, mientras nos va llevando de un lado a otro de la isla, explicando las costumbres de la especie. “Sería contraproducente el contacto humano, pueden ser aislados por los demás ejemplares, y lo mismo ocurre con las crías cuando nazcan.”

Paso a paso, llegamos a la otra orilla, donde sobre las rocas rojizas un festival de manchas blancas y negras se mueve sin cesar: son, esta vez sí, los famosos pingüinos de penacho amarillo, que se hicieron involuntariamente famosos con sus “participaciones” en el cine (y hasta fueron tapa de un álbum de Fleetwood Mac). Aquí nos quedamos un buen rato: dan ganas de no irse nunca de este lugar privilegiado en medio de la colonia, siempre respetando el principio de que los pingüinos tienen derecho de paso. Ellos están en su hábitat, y nosotros somos los intrusos: por lo tanto –recomienda nuestra guía– ellos siempre pasan primero, y si nos acercamos mucho hay que sentarse para no desentonar tanto con nuestra altura. Los pingüinos miden apenas medio metro y se los ve con frecuencia moviendo las alas –atrofiadas para volar, pero impulsoras ideales de su nado– para dispersar calor. También se los ve lubricarse e impermeabilizar las plumas con el pico, gracias al aceite que segregan por una glándula situada en la base de la cola: este detalle es esencial, ya que los pingüinos deben evitar estar en contacto con las frías aguas del sur para conservar sus 39 grados de temperatura corporal. Lo mejor es simplemente quedarse a mirarlos y, como recomienda Roxana, elegir uno o dos para seguir su comportamiento a lo largo de un rato: es una miniaproximación a la vida diaria de la especie y su interacción con las demás que viven en la isla, como los ostreros negros, o las palomas antárticas. Y otras, más temibles por cierto: sobre todo los skúas, aves depredadoras que acechan a los pingüinos para saquear sus huevos, y que sin temor alguno se lanzan también sobre las cabezas de los visitantes desprevenidos cuando atraviesan su área favorita para ir a conocer la colonia de lobos de la isla. A esta colonia es posible acercarse, pero con precaución: poco acostumbrados a la presencia humana, gracias a una ubicación más apartada y menos accesible que en otros lugares de la costa patagónica, se zambullirán rápidamente en el agua ante una aproximación excesiva.

El día en isla Pingüino termina sobre la playita de desembarco, casi al pie del faro que se levanta allí desde 1903, cuando se inauguró su torre de doce metros de altura para guiar a los barcos entre las brumas del Atlántico Sur. Todavía se conserva, pero semiderruida, la casita donde vivía antiguamente el personal estable. Hoy la isla está desierta, salvo si de animales se trata, pero el faro aún funciona mediante paneles solares. Allí, con un picnic entre aves marinas, llega la hora de despedirse de esta incursión temporaria a uno de los lugares más fascinantes de la costa patagónica, donde no quedan rastros de las matanzas que se realizaban siglos atrás para aprovechar la grasa, la carne y los huevos de los pingüinos. Pero no es el fin del espectáculo de la naturaleza: durante casi toda la navegación de regreso, la embarcación va acompañada por la danza marina de las toninas overas, que dejan ver sus raudos lomos blancos y grises pasando a una velocidad vertiginosa, como en un juego de escondidas con las olas. Y de vez en cuando, los más raros delfines australes también dejan ver sus aletas oscuras, para lograr el “cartón lleno” fotográfico que todos desean atesorar al volver.

Los Miradores de Darwin, en el fondo de la ría Deseado, un sitio que impactó al naturalista inglés.

TIERRAS DE DARWIN Puerto Deseado está situado sobre la ría Deseado, un brazo de mar que avanza sobre lo que fue antiguamente el lecho de un río. En tiempos antiquísimos ese río dejó de volcar sus aguas en el Atlántico, permitiendo el ingreso del mar para formar lo que hoy es una increíble reserva natural: hoy el tramo más interior de la ría –que se puede observar desde los Miradores de Darwin, es decir el punto hasta donde llegó el naturalista en su navegación por estas aguas– es el cauce generalmente seco del río, que forma un camino serpenteante de barro y pedregullo a lo largo de varios kilómetros, para luego ensancharse y cubrirse de un agua de color semiturquesa durante unos 30 kilómetros, hasta llegar a la boca de la ría, de unos siete kilómetros de ancho. Es posible, por lo tanto, navegar por la ría hacia el oeste y así llegar hasta los Miradores, si el curso de agua lo permite; la otra opción es ir por tierra, accediendo desde el norte o desde el sur.

Yendo por tierra, el acceso por el norte, que requiere pasar por la estancia Aurora, es la ruta más corta y tradicional. Pero a partir de este año las autoridades turísticas de Puerto Deseado y los prestadores de excursiones están explorando la apertura turística del camino por el sur, más largo pero también mucho más interesante, ya que permite llegar hasta el Paso Marsicano para recorrer a pie el puñado de kilómetros que llevan hasta los Miradores. Ese mismo tramo se puede recorrer en vehículos todo terreno, para vivir una experiencia tan inédita como imperdible: caminar por el lecho seco del río, al pie de los riscos y pináculos de pórfido que fascinaron a Darwin en su célebre relato de viajes. Como en los Sueños, de Kurosawa, el protagonista se metía en el campo de girasoles de Van Gogh, aquí uno puede entrar de lleno en el paisaje darwiniano, que es siempre igual y siempre distinto, porque el curso del agua puede modificarse levemente año tras año, dibujando su cinta de renovado misterio bajo un cielo de amplitud infinita. Esta futura excursión, que prevé un alto para un asado o un plato de carne al disco en la estancia El Triunfo, de la familia Feijóo, debe hacerse acompañado por los baqueanos de la estancia, que conocen al dedillo los inhóspitos terrenos laterales a la ría, donde a los recién llegados les resultaría fácil perderse. Además, son ellos quienes saben “leer” el paisaje y divisar de un solo vistazo la silueta movediza y mimetizada con el paisaje de los guanacos y choiques que se cruzan por doquier. Mucho se habla de los pumas, amenaza constante de los rebaños de ovejas de la región: y varios de los peones de la estancia cuentan historias de algún encuentro con el tigre sudamericano que le pone los pelos de punta a más de uno. Fauna aparte, en esta parte de los Miradores de Darwin nos espera una sorpresa: en las cuevas situadas a los costados de la ría, que es preciso conocer para identificar entre los murallones de piedra, se encuentran manos pintadas como en la célebre Cueva de las Manos del Cañadón del río Pinturas, también en Santa Cruz.

Cercanía con una colonia de lobos marinos, durante la excursión en aguas de la ría Deseado.

AGUAS ADENTRO Junto con la isla Pingüino y los Miradores de Darwin, la tercera excursión imprescindible en Puerto Deseado es la navegación por la ría, justo frente a la ciudad, que tiene una ubicación privilegiada aunque la presencia de las compañías pesqueras interfiera un poco con la vista de sus espectaculares atardeceres. La navegación por la ría, mucho más reparada que la que lleva por mar abierto hacia la isla Pingüino, es más tranquila pero igualmente fascinante. Porque isla tras isla, islote tras islote, se va pasando por distintas colonias de aves y de lobos marinos que se pueden observar con inédita proximidad. Allí está la colonia de ruidosos gaviotines, los vistosos cormoranes –de cuello negro, grises, reales y roqueros– que anidan en los murallones de piedra volcánica de la isla Elena, los pingüinos de Magallanes de la isla Chaffers, la lobería de la isla Larga, los ostreros negros de la isla de los Pájaros y las paredes rocosas e irregulares del Cañadón Torcido. A la ida o a la vuelta, Taty Ibiricu –capitán de la lancha de Puerto Penacho– indicará el sitio, insólitamente cercano a la orilla, en que se hundió la corbeta Swift a fines del siglo XVIII. No sólo es increíble que se haya hundido tan cerca, en el medio de una tormenta que impidió a los marineros divisar el peligro de las rocas: también es increíble que se haya perdido todo rastro, hasta que en 1975 un descendiente del capitán de la Swift viajó a Puerto Deseado, en busca de trazar la historia de su antepasado, y puso al descubierto la historia. Mario Brozoski y Marcelo Rosas, por entonces dos adolescentes deseadenses, se propusieron y lograron hallar los restos de la corbeta: hoy gran parte de ellos están en el Museo Mario Brozoski, que recuerda al buzo tempranamente fallecido, mientras siguen cada tanto las inmersiones en busca de más investigación y rescate de material de la corbeta.

Si en la navegación por la ría se llega hasta el Cañadón Torcido por el agua, se lo puede recorrer en tierra –así como el Cañadón del Paraguayo y otros sitios cercanos– también gracias a las salidas de avistaje de aves que organiza el Club de Observadores de Aves (COA) de Puerto Deseado, junto a la bióloga suiza Annick Morgenthaler. Los COA son grupos independientes y participativos que funcionan en diferentes lugares de la Argentina, con una activa agenda ambiental y bajo la coordinación nacional de la ONG Aves Argentinas. Junto con Annick, Raquel Montoya y Cristian Herrera –también miembros del COA– salimos un atardecer a descubrir los alrededores de la ría y observar las aves que habitan en el lugar. Annick, provista de un buen catalejos y prismáticos, nos enseña a identificar el graznido del pingüino de Magallanes, que los desprevenidos podrían confundir con el de un burro; explica cómo los ostreros se valen del pico para abrir los mejillones; y cómo el pato vapor se ganó ese nombre gracias a su torpeza para volar, que lo hace arrancar con un batido de alas que toca la superficie del agua y salpica como un barco a vapor. Son muchos los detalles que, paso a paso, enriquecen el paseo y lo convierten en una opción a la que vale la pena dedicarle un par de horas durante la visita a Puerto Deseado: porque pequeños o grandes, rapaces o migratorios, vistosos o mimetizados, los muchos pájaros que se pueden ver sorprenden por su diversidad y enseñan a apreciar otra forma de vida natural a veces no tan evidente o fotogénica como los pingüinos de penacho amarillo o las toninas, pero igualmente indispensables en la larga cadena natural de la fauna patagónica.

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