Domingo, 23 de noviembre de 2003 | Hoy
MISIONES AVENTURAS ENTRE LA SELVA Y LAS CATARATAS
Un viaje en gomón por los rápidos del río Iguazú para meterse de lleno en el violento salto San Martín. La adrenalina de colgarse “patas para arriba” de una soga desde la copa de los árboles y avanzar a toda velocidad sobre el techo de la selva con el sistema de la tirolesa. El torbellino de aguas de la Garganta del Diablo.
Por Julián Varsavsky
Por lo general una buena fotografía de paisaje lleva el sello artístico
de su autor, quien siempre hace un recorte de la realidad y la embellece a tal
punto que cuando la persona se presenta en el lugar se produce un efecto inicial
de desilusión. A través de lo que no está presente en la
foto –sugerido por lo poco que se ve–, uno se imagina un paisaje
que después nunca se corporiza como se esperaba. Sin embargo, las Cataratas
del Iguazú son el ejemplo paradigmático de exactamente lo contrario
de todo esto.
Las Cataratas –por su amplitud, su sonido y su movimiento– son un
objeto difícil de encerrar en una imagen, aun cuando se trate de un video,
porque tampoco puede transmitir la vibración física del lugar,
que repercute directamente en los huesos. Y lo otro que estará ausente
en toda reproducción –por sobre todas las cosas– es el vértigo,
“ese inmenso deseo de caer”, tal como lo definió Milan Kundera.
En su novela La insoportable levedad del ser, el escritor se plantea “¿por
qué también nos da vértigo en un mirador provisto de una
valla segura?”. Y su respuesta –evocada frente a la Garganta del
Diablo– inquietará los pensamientos de más de un viajero,
aferrándolo con firmeza a la baranda: “El vértigo es algo
diferente del miedo a la caída. El vértigo significa que la profundidad
que se abre ante nosotros nos atrae, nos seduce, despierta en nosotros el deseo
de caer, del cual nos defendemos espantados”.
A las puertas del Averno Un apacible
trencito ecológico que avanza entre la selva nos lleva hasta la estación
Garganta en busca del “leitmotiv” de esta excursión en la
que experimentaremos esa seducción del vértigo que describió
Kundera. Al descender del pequeño convoy, nos internamos por una extensa
pasarela que avanza sobre todo lo ancho del río Iguazú Superior,
que en este lugar se quiebra en los incontables brazos que más adelante
irán cayendo a lo largo de los 2700 metros de sucesivas cataratas. Pero
por ahora las aguas están calmas, casi inmóviles, y los saltos
no se ven por ningún lado. A cada costado de la pasarela sólo
se ve agua, y al frente se erige una muralla vegetal que nos tapa la visión.
Un rumor de torbellinos lejanos nos alcanza desde lo profundo de la selva, y
detrás de ella se divisa una nube blanca de rocío que se eleva
hacia las alturas.
El balcón de pasarelas que desemboca en la Garganta del Diablo es tan
abrupto, está tan encima de la catarata que su aparición repentina
es una especie de apoteosis triunfal que deja estupefacto al más frío
y racional de los mortales. A nuestros pies –a sólo un metro–
un río suicida se arroja al vacío y revienta contra las rocas,
para rebotar hacia arriba despedazado en violentísimas ráfagas
de rocío. Justo al comenzar a caer, las aguas parecen quedar suspendidas
en el aire por un instante frente a la cornisa de piedra. Y después –fruto
del mismo efecto visual– comienzan a desplomarse como en cámara
lenta. Abajo las espera el caos, las fauces de un gigante oculto entre las aguas
de un cataclismo descomunal.
Desde el balcón que da a la Garganta del Diablo no hay mucho para hacer.
Sólo mirar; y ni siquiera hay demasiado espacio para moverse. Sin embargo,
nadie se quiere ir. El influjo de las aguas es muy poderoso, y una humedad absoluta
impregna el ambiente; un fino rocío nos acaricia en todo el cuerpo al
mismo tiempo. La experiencia de la Garganta no es para nada pacífica.
Por todos lados nos ataca el estruendo bestial de 270 saltos que nos taladran
en los oídos de manera constante. Abajo, millares de olas se estrellan
entre sí en el epicentro de una caldera espumante que bulle como aceite
hirviendo. Las cataratas forman una especie de círculo donde pareciera
que las aguas del diluvio universal convergen en una garganta capaz de tragarse
los mares de la tierra. Y a un costado, el semicírculo perfecto de un
arco iris marca un extraño contraste de color, que más tarde desaparecerá
también, tragado por las aguas.
La Gran Aventura Un gomón con
piso rígido nos conduce a toda velocidad por los rápidos del río
Iguazú hacia la boca de la Garganta del Diablo. Una poderosa acelerada
nos obliga a sujetarnos a una soga y de repente se desata un torbellino de aguas
que caen desde dos paredes de piedra, una a cada costado de la lancha. Los navegantes
gritan como si llegara el fin del mundo, aunque naturalmente no ingresaremos
a la temida Garganta. Pero como consuelo tendremos un baño bajo el salto
Los Tres Mosqueteros. A pocos metros de nuestra embarcación rompe la
catarata produciendo ráfagas de agua que nos azotan con violencia, y
el juego resulta por demás divertido. Pero esto es sólo un avance.
Cuando todo parece haber terminado, damos una larga vuelta alrededor de la isla
San Martín en busca de un salto con ese mismo nombre, uno de los más
furibundos y caudalosos del parque. Cuando la lancha encara a toda marcha hacia
el centro del salto, algunos gritan de alegría, y otros de pavor. Sin
tiempo para pensarlo estamos inmersos en una densa nube de agua, y de repente
pareciera que un cuerpo de bomberos completo abriese sus mangueras al unísono
para atacarnos de lleno en la cara a chorros. La situación es desconcertante,
porque llegado cierto punto ya no se ve nada salvo un rocío blanquecino,
y bien podría pensarse que algo ha fallado y nos fuimos adentro de la
catarata. Pero no, por supuesto; es sólo un juego erizante como seguramente
no habrá uno solo que se le parezca en cualquier sucursal de Disneylandia.
Hijos del rigor, los turistas exigen a gritos un bis, y sin hacerse rogar el
capitán traza una larga “U” con el gomón y los somete
una vez más a nuevos baldazos de agua arrojados sin piedad, con una furia
diabólica.
Rappel y tirolesa Aquellos que deseen segregar grandes dosis de adrenalina pueden
optar por las diversas excursiones de aventuras selváticas que se ofrecen
en Cataratas. La jornada de aventuras combinadas comienza en un camión
4x4 sin techo y con capacidad para una docena de personas. Durante el recorrido
inicial de 40 minutos pasamos junto a las humildes casas de barro y madera de
algunos indios guaraníes. Los lagartos overos cruzan corriendo a toda
velocidad frente al camión, y puede intuirse una fauna rampante oculta
entre el follaje.
El paso siguiente es bajar a pie por una barranca hasta el borde de una catarata
de 15 metros de altura, la cual descenderemos mediante la técnica de
rappel, equipados con un arnés y un casco. Lo más difícil
es atreverse a comenzar el rappel en la catarata y echar el cuerpo hacia atrás
formando un ángulo recto con la pared de roca. Luego, sólo se
trata de bajar dando breves pasitos, ya que en este caso se practica un rappel
simplificado, con un ayudante sosteniendo una cuerda desde abajo. Superado el
trance inicial comienza el descenso y todo resulta más fácil.
Pero cerca del final sobrevienen nuevas complicaciones porque ahora el chorro
de agua nos da frontalmente en la cara. Así, a ciegas y a sordas, culmina
esta aventura pasada por agua.
La experiencia más original que nos depara esta excursión combinada
consiste en treparse a un árbol de 30 metros mediante una escalerilla
colgante –asegurados con una soga– para luego cruzar suspendidos
de un arnés hasta otro gran árbol situado a 100 metros de distancia.
Al trepar el árbol llegamos a una plataforma de madera ubicada en el
punto más alto de la selva –donde nacen las lianas–, en lo
que los biólogos denominan el estrato superior. El panorama desde este
punto es totalmente distinto a cualquier otro que se pueda obtener de la selva,
ya sea desde tierra o desde el cielo. Aquí estamos adentro del estrato
más denso de la jungla, donde la espesura vegetal se asemeja a un burbujeo
de color esmeralda.
Pero la plataforma no es un mirador; desde allí hay que saltar. Entre
un árbol y otro el intrépido cruza colgado a una velocidad respetablemediante
el sistema de tirolesa. Por lo general todos lanzan un alarido que retumba en
la selva, acompañando la producción de adrenalina. Al llegar a
la mitad del trayecto, las leyes de la física detienen el avance y el
aventurero es atraído hacia el otro árbol por un ayudante que
hace polea. Al llegar a la otra plataforma un instructor recibe a la persona
y la sujeta a una soga para que descienda al estilo Tarzán, mientras
el “simpático” ayudante la deja en caída libre por
dos segundos, como si se hubiese cortado la soga. Y aquí sí, el
vértigo se siente en la garganta.
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