CAFAYATE CERROS,VIñEDOS Y BODEGAS SALTEñAS
Ese vino calchaquí
Entre el paisaje, su vino y su gente, Cafayate “encadena” a los viajeros que recorren los Valles Calchaquíes. Un pueblo de coloridos cerros y verdes viñedos donde madura la uva para el famoso vino de sabor frutado y donde cada año, en el mes de noviembre, se celebra con música y muchas copas la Fiesta Nacional del Vino Torrontés.
› Por Karina Micheletto
Moja tus pies en su arena / entra a esta tierra viajero / y bebe de ese venero / que tiene su gente buena. Si hay algo que te encadena / y queda dentro de ti / cuando te vayas de aquí / llévate para tu viaje / de Cafayate el paisaje / y este cielo calchaquí.” Estos versos del poeta José Ríos reciben en un cartel del camino a quien llega a Cafayate, y preanuncian en forma bastante exacta lo que el viajero encontrará. Eso que “encadena” y “queda adentro” de quien conoce este pueblo salteño, a 1660 metros sobre el nivel del mar, en el corazón de los Valles Calchaquíes, tiene que ver con su gente, con su paisaje y con su cielo. Y con algo que distingue a Cafayate en todo el mundo: sus viñedos y, por supuesto, su vino. El particular microclima de la zona, con mucha aireación, pocas lluvias, gran amplitud térmica (días cálidos y noches frías), más el agua de riego de deshielo que baja desde cerca de cuatro mil metros de altura a través de canales, hacen que esas asoleadas tierras sean ideales para el desarrollo de los viñedos que se extienden alrededor de todo Cafayate.
Si es torrontés, es de Cafayate En el pueblo hay dos dichos que se repiten como declaración de principios. “Que haga mal pero que no sobre”, advierte el primero. El otro aconseja: “Tomemos antes de que nos emborrachemos”. Y si Cafayate es tierra de vinos, su especialidad es el torrontés, dadas las características del clima y del suelo de la zona. De inconfundible sabor frutado, el vino torrontés es definido por los técnicos como “una mezcla de aromas y sabores con un dejo a rosas, cáscara de naranja, manzanilla o miel”. Suena extraño, pero sabe rico.
En Cafayate hay doce bodegas de distintas dimensiones y capacidad de producción. La mayoría ofrece recorridos por sus instalaciones (bellas casonas de estilo colonial, con amplias galerías que hacen olvidar el calor seco de los días de verano), y también, por supuesto, degustaciones de sus productos. Las más grandes son Michel Torino y Etchart. La más antigua en funcionamiento es La Banda, una bodega familiar o boutique (así se denominan las que producen menos de un millón de litros de vino por año), fundada en 1857. En sus instalaciones se puede recorrer el museo del vino Vasija Secreta, que guarda toneles gigantescos y maquinaria agrícola e industrial de fines del siglo XVIII, y también efectos personales de los fundadores de la bodega. Muchas de estas piezas se descubrieron en la década del 70, cuando se encaró la remodelación de la vieja bodega. Aunque con variantes, todas las bodegas mantuvieron su arquitectura como símbolo de una tradición que ya distingue a la zona.
Mucho vino ha corrido por los lagares desde aquellas primeras bodegas familiares del siglo XVIII hasta las que se ven hoy en el Valle Calchaquí, en una conjunción de tecnología y tradición. La producción de vinos se hacía familiarmente, al igual que otras actividades de autoabastecimiento, en viejos cascos de estancias de paredes de adobe y techos de torta de barro. Vale citar una descripción de la casa de Don Severo de Isasmendi en Molinos: “Aún se conservan algunos grandes tinajones de barro donde fermentaba el mosto y se guardaba el vino a falta de toneles y cubas; los noques de cuero de novillo donde se pisaba la uva a pie de indio, al son de las cajas, indispensable instrumento para estos casos, y las prensas de tuercas que yacen jubiladas debajo de una techumbre de tejas sostenidas por pilares de adobes...”. Lentamente, los tinajones de cerámica fueron siendo reemplazados por toneles de cedro, y se probó también su fabricación con madera de algarrobo. Con la convertibilidad, las bodegas introdujeron nuevas tecnologías en la fabricación del vino, pero también llegó el tiempo en que muchas de estas firmas familiares pasaron a manos de grupos económicos extranjeros.
Tres días de vino y música En el mes de noviembre, cuando los vinos llegan a su maduración, Cafayate se convierte en el paraíso de degustadores y catadores. A tono con la época, la Fiesta Nacional del Vino Torrontés propone todos los años, en el mes de noviembre, un homenaje alpatrimonio cafayateño: el vino torrontés, su historia de cosechas y de tiempo, los hombres que silenciosamente la protagonizan. En las diferentes ediciones del festival participaron Ariel Ramírez, Eduardo Falú, Los Chalchaleros y el Dúo Coplanacu, entre muchos otros artistas. El fin de semana pasado tuvo lugar la cuarta edición de la fiesta, y por allí pasaron artistas como Luis Salinas, Raly Barrionuevo, Melania Pérez, la coplera Mariana Carrizo, Las Voces del Alba, Enrique Dumas y el trío del maestro Carlos Galván. Durante tres días, las actividades culturales se concentran en el escenario ubicado en la bodega y en los alrededores del centro cafayateño, con exposiciones de pintura, conciertos, certámenes culinarios (de empanadas, por ejemplo), charlas sobre los afamados torronteses y cursos de degustación. Y, aprovechando el anfiteatro natural que se abre entre los cerros, en plena quebrada, también se realizan allí algunos espectáculos.
El otro gran festival de Cafayate es la famosa Serenata Cafayateña, que se realiza todos los años a fines de febrero. Originariamente, la Serenata se hacía en las bodegas de los Coll, también conocida como “la bodega encantada”, porque muchos juraron haber visto duendes en su interior.
Formas, colores y una pícara llama Los 183 serpenteantes kilómetros que separan a Cafayate de Salta son una explosión de colores y de formas. Vale la pena recorrerlos con tiempo, deteniéndose a disfrutar de lugares imponentes como el anfiteatro natural, la llamada “garganta del diablo” o las “ventanas” que se abren entre las montañas. Si se presta atención entre las cuestas y las curvas obligadas por la montaña, se pueden ver las obras que el viento dejó esculpidas en la piedra: el sapo, el fraile, el clavo, el obelisco, los castillos, entre muchas otras. Todas están marcadas con carteles, pero hay que aguzar el ojo para encontrarlas entre todas las formas que ofrece la quebrada.
Los cardones que aparecen salpicando el paisaje llegan a tener cientos de años. Si se tiene en cuenta que crecen sólo diez centímetros por año, es fácil entender por qué todos los que se ven altos son tan ancianos. El óxido de cobre y el óxido de zinc le dan a la tierra coloraciones asombrosas, por momentos de un rojo intenso, por momentos de un verde brillante o pálido. Las extrañas formas que adquieren las montañas, a veces redondeadas, otras con cuchillas o cortes abruptos que dejan al descubierto las diferentes capas geológicas, hacen pensar en la mano de un gigante jugando con su balde y su palita. En medio de la ruta, hay algunos artesanos que bajan de la montaña para ofrecer sus productos, y uno de ellos suele llevar una llama para que aparezca en la foto turística. Los turistas italianos deben tener cuidado con esta llamita. Nadie sabe por qué, y muchos no lo creen hasta que lo corroboran en carne propia, pero parece que el animal sólo escupe a los visitantes itálicos. Preferencias de llamas aparte, vale la pena detenerse en todas las atracciones del camino hasta llegar a Cafayate, y zambullirse en él.