URUGUAY. TRISTáN NARVAJA, UNA TRADICIóN DE MONTEVIDEO
Entre miles de objetos y personajes, “la Tristán Narvaja” es un ecléctico mercado que pinta de cuerpo y alma la diversidad de Montevideo. Un ritual de los domingos que ya tiene más de un siglo y ocupa varias cuadras de puestos “formales” e “informales”.
› Por Guido Piotrkowski
Fotos de Guido Piotrkowski
“Antes, la feria era cien veces más grande. La gente iba agarrada de los hombros. Para caminar una cuadra, tardabas quince minutos”, recuerda Arsenio Acosta, dueño de Discómoda, un histórico local de venta de discos nuevos, usados y otras rarezas ubicado en plena calle Tristán Narvaja, el corazón de la histórica feria montevideana.
Ir a la feria es un ritual dominguero que se repite desde 1909 del otro lado del charco. Cualquier desprevenido puede pensar que se trata de una feria turística, como muchas otras alrededor del mundo, pero en Tristán Narvaja hay, sobre todo, vecinos de Montevideo. Es fácil distinguirlos: la obviedad está en el mate bajo el brazo, regla inequívoca de la uruguayanidad al palo. Claro que los turistas también se acercan a este paseo, tan típico de Montevideo como caminar al atardecer por la Rambla o ir al Parque Rodó.
SIETE CUADRAS Desconfío un poco de la frase de Arsenio, suena un tanto exagerada. Afuera, en el pasillo que se forma entre los cientos de puestos donde el resto de la semana pasan los autos, entre las siete cuadras que arrancan en la 18 de Julio y terminan en La Paz, o las transversales Paysandú, Cerro Largo y las paralelas como Gaboto, no cabe un alfiler. Ahora tampoco se puede caminar.
Arsenio, todo un personaje del barrio, a quien su madre llamó así en homenaje a Arsenio Erico, el mítico goleador paraguayo que descollara primero en Nacional de Montevideo y luego en el Independiente de la década del ’30, explica la razón, su razón. Dice que ahora las ferias se diversificaron, que hay muchas ferias en los barrios, ferias donde antes no había ferias...
Jorge tiene un puesto de bombillas artesanales y mates. “La feria ahora está más grande porque la sociedad es mayor. Hay mucha gente desempleada que viene a tratar de comer mejor el fin se semana”, asegura el vendedor, detrás de su puesto, con un gorrito estilo Piluso. Jorge, que habla mucho, pero lento y pausado, lleva medio siglo como puestero en estas calles. Aunque, aclara, no estuvo siempre de corrido. “Fui y vine, pero siempre dejé pagos los permisos para conservar el lugar. Es mas fácil armar un puesto en la aledaña que aquí, eso es evidente.”
Lo cierto es que desde el alba hasta las tres de la tarde las calles donde se monta la feria “oficial” –y también las aledañas, donde un montón de vendedores “informales” se instalan con puestos improvisados en mesas o mantas– se ven abarrotadas. Sobre la Tristán hay que pedir permiso a cada paso. Y una panorámica de esta calle en día de feria se parece más a una procesión que a un paseo de compras.
Como en botica, por acá hay de todo. La lista es infinita, eterna, ecléctica. Además de los anticuarios, librerías y disquerías, hay algunos bares en las esquinas llenos parroquianos y algún otro donde un trío ensaya unos tangos a la gorra y algunas parejas se animan a milonguear. Este paseo imperdible, que comenzó como un mercado de frutas y verduras, hoy es como abrir un cofre lleno de objetos extraños, algunos muy preciados y otros no tanto, una caja de sorpresas, un universo que puede transportar al viajero a tiempos remotos.
Están los que tienen su puesto hace añares y los improvisados que se acercan con la manta o una mesita y ahí mismo exhiben su mercadería: juguetes y muñecos viejos o en desuso, muebles, cuadros, fotos en blanco y negro, postales a todo color, candelabros, vasijas, lámparas, colecciones de productos de Coca-Cola, vasos de cristal y de plástico, gorro, vincha bandera y camisetas de fútbol; maquinas de escribir, balanzas, repuestos varios, carteles y posters vintage. Hay un artesano que hace relojes de arena y un loco lindo que recorre la feria de arriba abajo vendiendo mapas: el tipo asegura que en la Ciudad Vieja es famoso. Hay cientos, qué digo cientos, hay miles de libros, hay vendedores de CD truchos, y bateas repletas de discos de pasta y vinilo. Hay puestos de comida donde hacen panchos, otros que venden brochettes de carne o pollo, y carritos que venden hamburguesas. Hay vendedores ambulantes de comida orgánica, y hippies artesanos que hacen lo mismo que todos los hippies artesanos de todo el mundo –léase pulseritas, trencitas, tobilleras, aros con plumas, macramé–. Hay, como desde sus orígenes, nutridos puestos de frutas y verduras, y por supuesto cientos de mates y bombillas, de todo tipo tamaño y color. Hay un tipo arrodillado en el asfalto caliente seleccionando con cuidado y paciencia pequeños mosaicos. Está el rasta que vende productos cannábicos y se despacha media hora hablando de la legalización de la marihuana en Uruguay, que ya es ley. Dice así: “Se hizo visible algo que ya existía. La gente en Montevideo fuma en todos lados, y hace mucho”. Hay un jubilado que vende pan en una canasta y espera que se termine para volver a casa, hay parroquianos en los bares y lúmpenes sin destino aparente. Hay un hombre con camisa celeste de manga larga, pantalón de vestir y corbata negra con lunares amarillos que anda apurado con un abanico chino multicolor, y no se sabe si los vende en la bolsa que lleva en la otra mano o está muerto de calor en este domingo de treinta grados.
El culto al Pepe Mujica es evidente, se lo puede ver en tazas, remeras o llaveros, tanto o más que al Che Guevara. Pero hay un objeto que destaca sobre los demás, y que sólo se encuentra en un puesto sobre una calle aledaña. Es La Alcancía del Pepe, una miniescultura de yeso hueco, en la que el ahora ex primer mandatario está sentado tomando mate, con camisa celeste y mocasines sin medias. Sobre el lomo tiene un orificio para meter las monedas, reemplazando así al viejo chanchito –antiguo método de ahorro– por la imagen del Pepe, el presidente más sencillo que se haya visto por estas latitudes. Federico Dieste es el artesano que se las ingenió para inventar la criatura, que vende en su puesto improvisado en una pequeña mesita con varios Pepes. “La empecé a hacer antes de que Mujica fuese presidente. Hice una, y ésta es la segunda versión. Trabajo con un molde de caucho y silicona, da mucho laburo, tiene muchos detalles.” Federico vive a dos cuadras, pero no viene temprano. Tiene una razón, que pinta en primera persona cómo es la mecánica de la feria: “Acá cualquiera puede ponerse, pero si sos nuevo te conviene venir un poquito tarde, porque si venís temprano puede venir uno más viejo y te va a sacar. Obviamente, cuanto más cerca de Tristán, más lleno”.
La sensación que uno tiene al llegar es que un solo día no alcanzará para recorrerla, para verlo todo, para curiosear y comprar. Porque uno se detiene a mirar, tocar, comparar precios o regatear como en toda feria, aunque aquí la técnica no dé tantos resultados como en Oriente, donde el regateo es ley. Y también, siempre hay lugar para la charla. En el tópico de la conversación, hay que decirlo, los uruguayos son los campeones. Entonces, al cuánto cuesta, al regateo, al veo un poco más y cualquier cosa vuelvo, puede seguir una extensa charla, que abarcará del fútbol a la música y la política, y a la rivalidad, más amistosa y pintoresca que belicosa, entre argentinos y uruguayos.
Porque al fin de cuentas, hablamos el mismo idioma.
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