ARGENTINA DE ENTRE RíOS A MISIONES POR LA RUTA 12
Un viaje por la RN 12 uniendo las provincias de Entre Ríos, Corrientes y Misiones, en la región mesopotámica. De la Pampa húmeda a la selva bordeando el río Paraná, historias de inmigrantes, religiosidad popular, pesca y la densidad selvática de las Cataratas del Iguazú.
› Por Julián Varsavsky
Una ruta troncal no es una simple vía de comunicación, sino también un eje que reconfigura socialmente todo a su paso. En sus márgenes se va instalando gente, crecen las ciudades y se desarrolla el comercio, estructurando nuevas identidades culturales. Y también religiosas, porque cultos como el del Gauchito Gil, surgido en Corrientes, se desperdigaron por rutas como la Nacional 12 de la mano de camioneros que levantan altares junto a la banquina.
La RN 12 mide 1580 kilómetros de asfalto y conecta submundos muy disímiles del nordeste argentino. Nace en la ciudad bonaerense de Zárate y continúa en paralelo al río Paraná por las provincias de Entre Ríos, Corrientes y Misiones, terminando en el Puente Internacional Tancredo Neves, que une Puerto Iguazú con Foz de Iguazú.
Salir a la ruta con el objetivo de recorrer completa “la 12” es un viaje con aires de travesía. Pero no se trata solamente de mirar por la ventanilla y visitar los destinos turísticos clásicos: la gracia está en bajar del vehículo en un lugar cualquiera e ir al encuentro con el otro, esos argentinos que podrán admirar a Messi como cualquier bonaerense, porteño o patagónico, pero salvo eso tendrán muy poco en común con los anteriores. Como es el caso, por ejemplo, de don Camilo, un octogenario dueño de una posada hecha con troncos en lo profundo de la selva misionera –en el límite con Brasil– nacido y criado en Argentina toda su vida, pero que solamente habla portugués.
PUENTE DE BRAZO LARGO Al llegar a la ciudad de Zárate ponemos el cuentakilómetros en cero para calcular la distancia hasta cada destino a lo largo del viaje. Aquí está, precisamente, el kilómetro cero de la RN 12. Pero recorremos apenas 30 kilómetros de esta ruta en la provincia de Buenos Aires, hasta esa megaobra ingenieril que es el puente Zárate-Brazo Largo.
Del otro lado ya estamos en Entre Ríos ingresando por el sur a la Mesopotamia, la vasta región de 400 mil kilómetros cuadrados limitada por los ríos Uruguay, Paraná e Iguazú. Este contorno fluvial que encierra a tres provincias y las aísla del resto del país explicaría en parte el hecho de que cada una tenga una identidad tan fuerte. Entre Ríos es más gauchesca, ligada a la Pampa húmeda y en sus orígenes a la expansión porteña hacia el norte. Corrientes y Misiones, en cambio, pertenecen más al universo guaraní –mezclado con la inmigración centroeuropea– y en su complejidad actual son casi dos países aparte, con rasgos propios de religiosidad e incluso un idioma ya minoritario, el guaraní, del que perdura su musicalidad en la entonación del castellano. Ambas provincias tienen una misma música, el chamamé, y rasgos culinarios como el chipá guazú y el chipá soó.
Pasamos la primera noche en la ciudad entrerriana de Paraná para visitar el Parque Nacional Pre Delta con sus islas, lagunas y bañados, y una serie de siete pueblitos en la RP 11, habitados por descendientes de alemanes nacidos en Rusia, en las márgenes del río Volga. Los primeros alemanes que fueron a Rusia en el siglo XVII fueron atraídos por la zarina Catalina la Grande, quien pretendía poblar esa zona tentándolos con privilegios como no hacer el servicio militar y ser autónomos del Estado. La idea de estimular el de-sarrollo agrícola fue un éxito, pero muerta Catalina se perdieron los privilegios y luego de 100 años esos hijos de alemanes decidieron emigrar otra vez. Y lo hicieron a la provincia de Entre Ríos en 1879.
Allí visitamos la Aldea Brasilera –originalmente Brasiliendorf–, llamada así porque sus fundadores habían estado antes en Porto Alegre. Llegamos a la hora del almuerzo para comer en el restaurante Munich de la familia Heim, cuyos antepasados fueron fundadores del pueblo. En un ambiente con decoración alemana saboreamos salchichas con chucrut, tortilla de cerdo con colchón de chucrut y una bandeja alemana con lomo de cerdo, salchicha ahumada, panceta y papas. Además bebemos la cerveza artesanal fabricada por los Heim.
COMBATE CORRENTINO Al día siguiente continuamos con rumbo norte ingresando a Corrientes al cruzar el río Paraná. Nos detenemos en la ciudad de Empedrado con un objetivo muy concreto: pescar un dorado.
Al otro día un guía versado en los secretos del Paraná llamado Fabián Aguirre nos lleva en su lancha en busca del pez emblemático de este río. En el trayecto cuenta que su record personal es un dorado de 24 kilos que pescó en 1996. Su surubí más grande fue de 73 kilos hace más de diez años. Y en 1994, agrega, un cliente suyo atrapó un surubí grande como un humano, “que sacamos entre tres personas y devolvimos al agua sin pesar, aunque le calculamos entre 80 y 90 kilos”. Pero aclara que antes había piezas más grandes como los manguruyé, que alcanzaban los 140 kilos. Hoy, en un día de mucha suerte, un pescador puede sacar dorados de 10 a 12 kilos y surubíes de entre 30 y 40 kilos.
A las dos horas de lanzar la mosca, un combativo dorado tensa la línea de mi caña y deja ver su aleta de oro rasgando la superficie del río inmóvil: todo se revoluciona arriba de la embarcación. Fabián sopesa mi caña y determina el peso del dorado: “cinco kilos”. Entonces define la estrategia a seguir: debo recoger la línea de a poco para que la mandíbula del pez no corte el anzuelo. El “trofeo” se intuye, invisible, en el extremo de la línea.
El pez lucha por largo rato sin que nos veamos las caras. Parece rendido, pero de repente salta de cuerpo entero fuera del agua y se arquea en el aire dando cabezazos. Entonces cae de costado con un ruidoso “plaf”, dejando ver su destello amarillo.
La estrategia del combativo dorado –pirayú en guaraní– incluye nados circulares, o simula negociar una rendición honrosa y de repente tensa la línea con fuerza bestial. Pero de a poco el gallardo pez se va cansando, intenta un vano coletazo final y termina nadando en zigzag hasta el alcance de mi mano: se entrega manso.
Fabián le quita el anzuelo cuidadosamente y observa su fulgurosa belleza con un asombro que parece el de la primera vez. Le tomamos la foto y lo regresamos vivo al agua. De alguna manera, a Corrientes se viene a combatir, claro que de forma muy desigual.
HACIA MISIONES La tercera jornada arranca temprano y en el kilómetro 982 –en las afueras de Empedrado– nos detenemos en un santuario de San La Muerte con su capilla llena de imágenes con calaveras, esqueletos con guadaña y extrañas ofrendas. Al llegar a la capital de Corrientes recorremos sus edificios históricos y seguimos viaje por “la 12”, que hace un gran giro a la derecha cambiando de rumbo hacia el oeste. En la ciudad de Itatí –kilómetro 1090– visitamos el popular santuario de la virgen.
En tres horas llegamos a Posadas, capital de Misiones, pero seguimos de largo a la ciudad de San Ignacio hasta sus famosas ruinas jesuíticas. Allí los sacerdotes de la Orden de Loyola agrupaban a los guaraníes en reducciones de trabajo inculcándoles la disciplina laboral, la religión y la cultura occidentales. El guía explica que los jesuitas eran “buenos” con los indios y por eso los guaraníes “los querían y elegían estar con ellos”. Aunque según historiadores como Juan Carlos Garavaglia los aborígenes preferían su modo de vida ancestral en la selva, y si buscaban incorporarse a las reducciones de trabajo no era porque les gustara, sino por ser la única forma de escapar a la esclavitud directa de los encomenderos que los atrapaban como animales.
Dentro de la complejidad cultural mesopotámica, Misiones tiene sus propios dos submundos, uno de ellos desarrollado a la vera de la ruta provincial 2 y otro junto a la RN 12. La primera bordea el río Uruguay limitando con Brasil, país cuya influencia cultural se nota en el acento de muchos habitantes, la mayoría bilingües, en las formas del cultivo arando la tierra con bueyes y en platos como los porotos de la feijoada (el regreso se puede hacer por esta ruta).
Mientras tanto en la RN 12 la influencia paraguaya y guaraní es notable. Además los inmigrantes de esta zona son en su mayoría descendientes de suizos, alemanes y daneses. El acento tiende al paraguayo y muchos hablan guaraní. Aquí no se plantan porotos como en el límite con Brasil, sino maíz y mandioca –típicos del Paraguay– con los que se preparan el reviro, el chipá guazú y la sopa paraguaya (que no es sopa sino budín). Junto a la ruta se ven iglesias luteranas, la tierra se ara con tractorcitos y en las chacras los campesinos tienen sus cosas “a lo chamamé”: desordenadas en galpones donde amontonan herramientas de trabajo, tractores oxidados y el producto de la última cosecha.
“La 12” retoma su rumbo norte y en el kilómetro 1519 decidimos explorar la ciudad de Montecarlo, descansando en unas cabañas junto a un arroyo entre la selva. Optamos por La Misionerita, un complejo sobre una lomada con vista al arroyo Itá Curuzú, que actualmente está cerrado por un período de refacción.
Desde Montecarlo visitamos el Salto Encantado, a 80 kilómetros, y los Saltos de Moconá, a 190 kilómetros.
Una tarde la dedicamos a cabalgar por la selva en las afueras del pueblo cercano a Montecarlo llamado Caraguataí, donde Mariela Seifert organiza salidas a caballo. El punto de partida es el establecimiento agrícola de la familia Seifert, de origen alemán. Salimos con Mariela a la cabeza y cabalgamos una hora entre grandes árboles, avistando toda clase de orquídeas y helechos gigantes. Nuestra guía cuenta que es veterinaria equina, además cría y vende caballos de pato, su deporte favorito. La idea surgió de la confluencia de dos factores: “Mantener una selva virgen no es negocio a menos que la tales, y criar caballos tampoco es redituable. Entonces mantuve mi selva y llevo turistas a cabalgar en ella”. Los senderos caracolean por la selva y atravesamos plantaciones de yerba y pinos, bordeando un arroyo donde desensillamos para darnos un chapuzón.
En Caraguataí visitamos el Solar del Che, un museo que remite a los primeros años del guerrillero. El Che, nacido en Rosario, fue traído hasta aquí de muy niño por sus padres a vivir en plena selva. Entre la vegetación quedan algunos ladrillos de aquella primera casa donde vivió, y cerca está el museo con fotos de su infancia. Hoy toda esa área selvática de 22 hectáreas es el Parque Provincial Ernesto “Che” Guevara.
Regresamos a Montecarlo para perdernos en el laberinto vegetal del Parque Vortisch, donde se realiza la Fiesta Nacional de la Orquídea y la Flor. Este laberinto de ligustrina mide 3100 metros cuadrados, tiene 1700 metros de corredores y 510 esquinas. Su salida es por el centro, donde se sube a una pasarela. El record para salir lo tiene una persona que lo recorrió en 16 minutos, pero hay otros que tardan hasta dos horas: a muchos los tiene que “rescatar” el cuidador, quien los orienta desde un balcón.
Camino a Puerto Iguazú visitamos las Minas de Wanda –donde se extraen piedras semipreciosas como amatistas, jaspes, ágatas y cuarzos– y nuestro viaje termina de manera apoteósica en la catarata de la Garganta del Diablo. Hemos recorrido los 1580 kilómetros de “la 12”, esa traza medular en el mapa argentino que atraviesa casi un tercio del país. Lo ideal es que la ruta sea para el viajero, apenas, un eje ordenador. Muchas veces lo más interesante está en sus adyacencias de tierra roja que se internan en la selva y en los submundos culturales donde aparecen aldeas guaraníes con chozas de paja, ranchos de adobe, “carros polacos” tirados por bueyes al mando de un rubio de pómulos rojísimos, plantaciones de yerba y té y casas de madera multicolor. Al fin y al cabo, la gracia está en salirse de la ruta.
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