MARRUECOS LA CIUDAD DE MARRAKESH
Una ciudad de laberínticos bazares rodeada por una muralla medieval y el desierto. En su interior se levantan mezquitas y lujosos palacios dignos de un cuento de Las mil y una noches. Pero el centro y la esencia de Marrakesh es su plaza donde pululan personajes cargados de misterio y fantasía: cuenteros, juglares, encantadores de serpientes, hechiceros, saltimbanquis, curanderos y calígrafos que parecen conformar el “elenco” de un circo árabe a cielo abierto.
La ciudad de Marrakesh –un oasis a las puertas del Sahara– sigue
siendo hoy la legendaria “ciudad roja” de casas color salmón
recubiertas con adobe arcilloso, donde habita desde hace milenios el pueblo
berebere. El lugar que concentra la mayor excitación de la ciudad es
la Plaza del Fna, elegida por Alfred Hitchcock para filmar escenas de En manos
del destino. No es una plaza destinada al amor sino al misterio y la fantasía.
Un simple espacio abierto sin pasto ni árboles o bancos para sentarse,
es el marco donde la gente camina observando personajes que parecen haberse
escapado del libro de Las mil y una noches.
Los personajes más populares de la plaza son los cuenteros, que a la
manera de los juglares medievales relatan historias rodeados por numerosos espectadores
sentados en círculo. Un anciano con turbante blanco sentado sobre una
alfombra con arabescos narra historias que no resguarda el papel sino la memoria.
Antes que narradores parecen hechiceros que encantan a los transeúntes:
ni un solo espectador se retira hasta que termina el relato, que además
se continúa al día siguiente, como los capítulos de una
telenovela. Son palabras lanzadas con fuego, que parecen bordear siempre un
postergado éxtasis. Según me comentó un improvisado guía,
los cuenteros narran historias épicas mezcladas con magia y fantasía.
Generalmente están referidas a la defensa musulmana de Jerusalén
ante la invasión de los cristianos europeos durante las Cruzadas.
Así como el pasado es el terreno de los cuenteros, el futuro lo es de
los adivinadores. Una alfombra es todo el decorado. Sus elementos de trabajo:
algún misterioso libro de hojas carcomidas y una piedra arcillosa con
la que dibujan en el piso extraños símbolos cabalísticos,
incluyendo la estrella de David rodeada de números. La clientela es exclusivamente
femenina, a quienes les revelan siempre un futuro color de rosa, igual que la
ciudad.
LA MUSICA DE LA PLAZA El arte omnipresente en la
“Plaza del fin del mundo” es la música, que en tanto arte
abstracto por excelencia es el que mejor refleja el espíritu de una cultura.
Mientras comía en un puesto callejero el tradicional cus-cús (sémola
de trigo) con guiso de cordero, se sentó en el suelo un hombre de aspecto
tenebroso que desenfundó un violín. Lo conectó a un primitivo
amplificador y arrancó con una intrincada melodía que parecía
de ultratumba. El timbre distorsionado de las cuerdas remitía a la guitarra
de Jimi Hendrix, y la disonancia de ciertos acordes habría llamado la
atención del mismísimo Schoenberg. Durante el concierto la gente
se detenía largo rato, como hipnotizada (para muchos marroquíes,
los músicos tienen poderes mágicos). Un poco más allá,
cerca de una parrilla donde se asan cabezas de oveja, un encantador de serpientes
hace brotar intrigantes escalas arábigas de una flauta. La irritada cobra
negra levanta la mitad del cuerpo para atacar y lanza escalofriantes soplidos
mientras exhibe su pequeña lengua. Pero la cobra es esclava del flautista,
y jamás se aleja más de un metro de él. A veces el músico
la coloca enfrente suyo y ésta le muerde el cuello haciéndolo
sangrar.
El disco perfecto de la luna brillaba en el centro del cielo, cuando me topé
con otro hombre también sentado en el piso interpretando en una guitarra
eléctrica una envolvente melodía. Parecía sumido en un
profundo trance, y su tez de color aceituna absorbía la luminosidad de
un farol a gas que tenía a su lado. Repentinamente el hombre dejó
de tocar, sacó de su bolso una ostentosa vasija de cerámica y
la estrelló con violencia contra el piso. Entonces guardó su guitarra
y se perdió tranquilamente entre la multitud. Más tarde supe que
los marroquíes canalizan de manera destructiva las sensaciones de éxtasis
mediante actos que expresan un derroche desmesurado.
La plaza está subdividida en círculos humanos que rodean a los
artistas de este exótico circo árabe a cielo abierto. La cantidad
de músicos parece interminable. El agudo sonido de los cornetines de
madera provoca unfuerte rechazo, pero con el tiempo el oído se va acostumbrando
a las extrañas armónicas. El tam tam de los tambores marca el
ritmo de una caótica sinfonía que se escucha a la distancia. Hay
artistas de Malí, Níger y Mauritania. Los acróbatas realizan
sus saltos mortales al lado de los lanzallamas, los bailarines y los comediantes,
que están a los cachetazos. Entre la gente pasa un hombre caminando con
un mono de la mano, mientras un burro cargado con bolsas de arpillera anda a
los empujones. A eso se suma el acoso constante de los vendedores ambulantes
e “improvisados” guías que hablan cinco idiomas a la perfección.
En un extremo de la plaza se ubican los dentistas, que exhiben gran cantidad
de dientes como si se tratara de trofeos. Enfrente están los curanderos
vendiendo escorpiones, cuerno de gacela rayada, plumas de avestruz y cráneos
de pajaritos que se usan para la magia negra. Pero también ofrecen servicios
de urgencia: varios pacientes esperan turno para que les coloquen tras la oreja
una sanguijuela que limpie las impurezas de la sangre. A pocos metros de allí,
los escrupulosos calígrafos transcriben con un refinado estilo desde
cartas de amor hasta certificados de divorcio.
OLORES Y COLORES DEL ZOCO La Plaza es sólo
el centro de un laberinto mucho mayor: el zoco o bazar de Marrakesh. Se trata
de un enjambre de negocios apretujados a lo largo de callejuelas peatonales
que están techadas por un enrejado de hojas de palma y toldos de tela.
Los puestos son todos iguales: cubículos de ladrillo abiertos a la calle,
sin puertas, carteles ni vidrieras. Los productos están todos a la vista
y al alcance de la mano del vendedor, desde camperas de cuero hasta cómodos
pufs de piel de camello. En los coloridos negocios de alfombras, los compradores
se deslumbran cuando el vendedor va arrojando las piezas por el aire, una encima
de la otra.
El sector del zoco que recorremos se puede distinguir con los ojos cerrados:
un agradable olor a cuero sugiere que estamos en el área de los talabarteros;
el aromático mercado de las especias es un deleite para el sentido del
olfato (menta, anís, olivo, azafrán) y la zona de los artesanos
se reconoce a la distancia por el golpeteo de los cinceles en la madera. En
las tiendas asistimos a la elaboración del producto que vamos a comprar.
En la sección de las alhajas, un joyero engarza brazaletes de oro y plata,
y en una tienda de los instrumentos musicales, un artesano templa el cuero de
los tambores.
No es fácil caminar por el zoco. Los vendedores, en el límite
entre la amabilidad y la compulsión, salen a nuestro encuentro y nos
invitan a pasar a sus tiendas. El ir y venir de gente es frenético, y
las mercancías invaden incluso el espacio de la calle. En el zoco de
los alimentos se camina entre grandes canastos con pimientos rojos, aceitunas
verdes, dátiles y avellanas tostadas. Los vendedores de gallinas traen
su mercancía agarrada de las patas y con la cabeza para abajo, formando
un manojo con varias aves. Los interesados las palpan, las estudian cuidadosamente
y la seleccionada es degollada in situ.
LA MEDINA MEDIEVAL El zoco es un verdadero submundo
adentro de otro aún más vasto: la Medina o ciudad medieval, aislada
del resto de Marrakesh por un muro de mil años construido por esclavos
cristianos. En sus diversas entradas hay portales en forma de arco islámico
con pasajes del Corán grabados en estuco. La Medina está presidida
por el minarete de la mezquita Koutoubía, considerada la pieza arquitectónica
más sobresaliente del norte de Africa. Contemporánea y similar
a la Giralda de Sevilla, fue construida en el siglo XI con 70 metros de altura.
Mediante unos parlantes ubicados en lo alto de la torre, el llamado del muecín
atrae a los fieles hasta el templo cinco veces al día. En cuestión
de minutos, centenares de hombres aparecen por las calles ataviados con coloridos
albornoces y susrespectivas capuchas. Además calzan unos particulares
suecos puntiagudos de color blanco.
El centro y la esencia de Marrakesh es su plaza. La rodean el zoco, la muralla
medieval y más allá el desierto. A los ojos de un occidental,
la ciudad es un universo de laberintos concéntricos regidos por una lógica
extraña. Para los marroquíes, es el mundo irrefutable al que fueron
destinados, donde el futuro –tan irrevocable como el pasado– ya
fue prefijado por Alá.
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