Domingo, 12 de abril de 2015 | Hoy
CUBA. NATURALEZA Y CUBANíA EN CIENFUEGOS
Recordamos a Lilia Ferreyra, última compañera de Rodolfo Walsh, periodista de Página/12 y editora de TurismoI12, con una de las notas donde años atrás contó sus impresiones sobre Cuba y la vibrante cultura de la isla mayor del Caribe.
Por Lilia Ferreyra
El apacible rumor de las palmas y cocoteros, la arena blanca y fría que se escurre entre los dedos, el suave mareo de un daiquiri bien frappé, el placer turquesa del mar... Después de uno o dos días en las relajadas playas del Caribe cubano, la mayoría de los viajeros quiere ampliar los territorios de su estadía en esa isla casi mítica para internarse en otros paisajes de su verde geografía y conocer otros lugares de su intensa historia, cuya revolución conmovió hace 43 años a América latina y al mundo.
Es la mayor de las Antillas, pero isla al fin, pequeña en relación con otros países continentales. Sin embargo, las posibilidades de viajes y excursiones por las provincias que la integran son variadísimas y todas se pueden realizar desde las playas de Varadero, Holguín o cualquier otro de los centros turísticos. Y por supuesto, también desde La Habana, la capital y una de las dos ciudades, junto con Cartagena de Indias, que atesoran los centros históricos coloniales más bellos del Caribe.
SONREÍR NO CUESTA Más allá de su espléndida naturaleza y sus ciudades históricas, ¿cuál es la magia que atrapa a los viajeros en sus recorridos por Cuba? Sin duda, los propios cubanos y su vibrante cultura.
“Creo que lo primero que el cubano tiene para ofrecer es su carácter, su forma abierta, la forma de enfrentar la vida, una forma profunda pero, a la vez, suave, llevadera. Aquellas personas que vienen muchas veces muy cargadas de su país, donde no hay tiempo ni para respirar, bueno, aquí tú puedes respirar y tienes tu tiempito para beber algo y bailar y disfrutar. Hombre, que sonreír no cuesta”, dice con su blanca sonrisa Luis Yins, el guía que acompañará a TurismoI12 y a un grupo de turistas en una excursión a la Sierra del Escambray, en la provincia de Cienfuegos, un paseo para adentrarse en la Cuba profunda, campesina, con pueblitos recónditos que aparecen en la espesura del monte, esos mismos montes desde donde la columna del Che organizó en diciembre de 1958 el asalto final a la ciudad de Santa Clara.
AL ESCAMBRAY La excursión comienza a las nueve de la mañana en el parque de la Mansión Dupont de Varadero –la suntuosa casona que perteneció al multimillonario Dupont de Nemours–, donde espera el helicóptero que llevará al pequeño grupo al Escambray, en un vuelo que atraviesa la isla de norte a sur, razón por la cual se toman todos los recaudos de seguridad que rigen en cualquier aeropuerto.
Desde un cielo sin nubes se ven allá abajo los verdes campos, cuadriculados en verdes cultivos, y manchones de agua porque es época de las grandes lluvias. Después de cruzar por el aire la provincia de Matanzas, el helicóptero avanza sobre Cienfuegos y a lo lejos aparecen las primeras estribaciones de las sierras. De pronto, los montes se abren en un gran espejo de agua de unos 18 kilómetros cuadrados, la presa de Hanabanilla, el único lago intramontano de la isla. En una de sus orillas, y sobre una barranca, hay un hotel, desde donde zarpan embarcaciones para navegar por el río Hanabanilla y el arroyo Negro, entre la exuberante vegetación que los bordea. No es nuestro destino, así que lo dejamos atrás para finalmente aterrizar en un claro del monte, en el corazón del Escambray, ante la sorpresa de los campesinos que quizá ven por primera vez un helicóptero. Porque ésta es la primera excursión que llega hasta allí en ese rugiente aparato, cuyas frenéticas aspas parecen desatar pequeños huracanes. Cuando el motor se apaga, en la calma serrana comienzan a escucharse los imperceptibles sonidos de la agreste naturaleza. Alguien recuerda el relato del Che sobre las desventuras que sufrieron en la marcha por los montes del Escambray hacia Santa Clara, abriéndose paso a machete mientras los acosaban hordas de mosquitos, y lamenta haber olvidado traer a Cuba el repelente en aerosol. Hubiera sido inútil. Ni un mosquito. Y tampoco son necesarios los machetes porque un sendero bien trazado nos lleva hasta un viejo camión militar soviético, quizá con más de 30 años de rodada entre estepas rusas y tierras caribeñas, en el que vamos a continuar nuestra aventura por esas sierras, el segundo macizo montañoso de Cuba después de la Sierra Maestra de Oriente, cubierto por una intrincada vegetación que oculta ríos, arroyos y manantiales.
EL CANTO DEL TOCORORO Rugiendo como un oso ruso, el camión sube por la accidentada callecita de El Nicho, un poblado campesino a 500 metros sobre el nivel del mar, coloreado por plantas de flores, donde chicos, hombres y mujeres se asoman silenciosos y sonrientes para curiosear a los traqueteados pasajeros. Muy cerca de allí está la entrada a la reserva de El Nicho, que como bien dice nuestro guía con humor “aunque la Unesco no la ha reconocido aún como Reserva de la Biosfera, nosotros la cuidamos mucho porque está bonito”. Y tiene razón. Es un hermoso paraje serrano poblado de frondosos árboles, palmeras y milenarios helechos con un conjunto de saltos de agua que forman torrentes y piscinas naturales. Antes de emprender la caminata por el Sendero de la Mariposa –la flor nacional cubana–, aparece en un pase de magia una botella de ron que va entonando la subida hasta lo alto de un cerro de 511 metros. Aunque hay quienes llegan jadeantes, en realidad, cualquiera lo puede hacer, ya que se avanza por puentecitos y pasarelas de madera que serpentean entre las rumorosas cascadas. Algunos turistas previsores que llevaron traje de baño se zambullen en las fuentes naturales; los que no, envidian desde la orilla no poder nadar en esas frescas aguas en medio de la selva del Escambray, en cuyas ramas anida y canta el tocororo, el ave nacional, cuyo plumaje combina los tres colores de la bandera cubana. “Y como el cubano, canta muy bonito y su vuelo es como un baile. Todavía no toma ron, pero ya estamos investigando el tema”, explican con risas caribeñas.
El recorrido por El Nicho culmina en un gran quincho con un sabroso almuerzo de pollo frito con ajo y papas aderezadas, mientras la voz, las guitarras y la percusión de un grupo de músicos lugareños invita a bailar salsa. Ahí sí, los cubanos no pueden resistirse. “Lo que pasa es que el cubano lleva la música en el cuerpo como cualquier otro lleva la sangre. En la sangre del cubano hay glóbulos rojos, glóbulos blancos y un elemento más... la música; y si hay música, hay meneo”, dice nuestro guía mientras los demás cimbrean sus cuerpos como sólo ellos pueden hacerlo.
ESCUELITAS Y SOMBRILLAS “Ha llegado la hora de emprender el regreso”, anuncia el coordinador de la excursión, quien lleva una gigantesca imagen del Che estampada en el pecho de su remera. Esta vez, el trayecto en el camión ruso es mucho más largo y va serpenteando los escarpados caminos de montaña, a cuya vera se ven algunos bohíos, redes eléctricas y pequeños poblados como La Crucecita, ubicado a 650 metros de altura sobre una especie de terraza natural que se asoma a un gran valle poblado de palmeras. Un paisaje bellísimo. Los campesinos miran sonrientes a los forasteros que bajan acalorados del camión, y ofrecen generosamente vasos de agua fresca y los baños de sus modestas casas, bien equipadas y muy prolijas. Al partir, el camión se cruza con un grupo de hombres con sombreros guajiros que, montados en caballitos de poca alzada, se alejan a un suave galope rumbo a las plantaciones de café, una de las principales producciones de la región, junto con el tabaco y los cítricos.
En una curva del camino aparece una pequeña y blanca casa con un busto de José Martí en el jardín y dos pantallas solares en el techo, donde ondea una bandera cubana. Es una escuela, provista con televisor y computadora, para los cinco chicos campesinos que viven en las inmediaciones. “Esta es quizá nuestra mejor obra”, dice nuestro guía Luis Yins, licenciado en lengua inglesa, cuya madre emigró desde Jamaica a Cuba en los años cincuenta, siendo una joven semianalfabeta. Y con los ojos brillantes cuenta que un primo suyo se hizo fabricar una caja de fina madera con tapa de vidrio para guardar su mayor tesoro: el farolito, la cuchara y la cartilla que, a los 17 años, lo acompañaron en 1961 en su travesía como alfabetizador por esas sierras del Escambray.
Ya en el llano, y antes de llegar al aeropuerto de Cienfuegos, donde espera el helicóptero, paramos para tomar un fresquísimo vaso de guarapo, el jugo exprimido de la caña de azúcar. Como los cubanos son muy cocteleros, le agregan un poco de ron para hacer el guararón, que “te potencia para la música y el buen vivir”. Y así, entre sorbo y sorbo, nos alejamos de las sierras mientras en la tarde ardiente de la Cuba campesina las mujeres siguen su paseo bajo la pequeña sombra de sus paragüitas de colores, meneándose apenas con la música de guitarras que llega de algún rincón del Escambray.
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