turismo

Domingo, 26 de abril de 2015

MARRUECOS. LA MEDINA DE FEZ

La ley del mercado

Un viaje por la intrigante medina de Fez el Badi, que detrás de sus murallas parece detenida en el Medioevo. Un submundo efervescente y lleno de vida, alimentado por artesanos que soplan el vidrio, cincelan el cobre, engarzan piedras preciosas y tiñen cueros con técnicas milenarias.

 Por Julián Varsavsky

Fotos de Julián Varsavsky

A Lilia Ferreyra

La situación de tomar un ferry en el puerto andaluz de Tarifa rumbo a Tánger se parece bastante a la de cruzar el Río de la Plata desde Buenos Aires a Uruguay. Pero las aguas del Estrecho de Gibraltar separan dos mundos que divergen tanto como la Tierra de Venus. Son 35 minutos de navegación que muchos hicieron incluso a nado, pero al desembarcar en Marruecos parece que hubiésemos cruzado por lo menos medio planeta. Esta desproporción entre tiempo y espacio hace que en minutos cambien idioma, religión, color de piel, sistema político, forma de comerciar, las casas, la comida, la ropa, los modales y hasta los pudores. Llegar a China también tiene algo de alunizaje, pero al menos son 40 horas de avión.

Este inusual contraste extrañó ya en 1813 a Alí Bey, aquel catalán aventurero que viajó por Marruecos haciéndose pasar por un sirio educado en Europa: “Aquí el observador toca en una misma mañana las dos extremidades de la cadena de la civilización. Y en la pequeña distancia de dos leguas y dos tercios encuentra la diferencia de 20 siglos”.

En la ciudad portuaria de Tánger el choque cultural aún no es tan fuerte –al fin y al cabo hay cierta transición– pero basta subirse a un tren hacia el sur para ver tras la ventanilla cómo el tiempo comienza a retroceder.

En cinco horas de viaje hasta Fez no se ve un árbol. El terreno es un cultivo casi continuo, interrumpido cada tanto por islas de casas arremolinadas. Marruecos es el único país norafricano sin petróleo, y si no cultivaran con ahínco morirían de hambre.

Los pueblos de campesinos –algunos sin luz ni agua corriente– desfilaban idénticos uno tras otro con sus casas apretujadas sin necesidad aparente, como formando fortaleza. Solamente sobresale el minarete de las mezquitas entre las casas, como una jirafa en un rebaño de ovejas.

Además de pueblitos, vemos existir por un instante ciudades medianas con pocos edificios, todas iguales entre sí. Esas urbes se acaban de golpe, como en los fortificados tiempos medievales, en la línea exacta de su límite donde comienzan los cultivos otra vez.

En la medina La estación de tren en Fez es limpia y nada caótica. En un taxi atravesamos Fez el Jedid –La Nueva–, que es la parte moderna de la ciudad urbanizada a comienzos del siglo XX por los franceses, quienes habían declarado a Marruecos su “protectorado”. De su millón de habitantes, el 25 por ciento vive en Fez el Bali –La Vieja–, es decir, en la medina amurallada donde se fundó la ciudad en el año 192 de la Héjira (808 d.C.)

En Oriente muchas ciudades contienen en su interior a otra diferente, un antiguo sector intramuros. Pero muy pocas habrá como Fez, en la que el casco antiguo se mantenga tan apegado al ambiente físico del Medioevo, a su modo de vida, a las técnicas de producción y a su cultura del trabajo. Por eso la declaración de Patrimonio de la Humanidad por la Unesco a este recinto medieval.

Un mundo con vida propia: las murallas almenadas de la medina de Fez, centro religioso y cultural marroquí.

LA MEDINA de Fez está encerrada por una muralla de 12 kilómetros. Tiene varias entradas y la principal es Bab Boujeloud, con sus tres majestuosos arcos islámicos. Atravesarla equivale a un “ábrete sésamo” que nos sumerge en Las mil y una noches. Afuera reina una modernidad algo gris y vetusta, pero adentro se respira un ambiente similar al que acaso hubo aquí 500 años atrás.

Los autos entran apenas unos metros en la medina, ya que las callejuelas se angostan de inmediato impidiéndoles seguir. Los fletes llegan hasta ese límite y traspasan la mercadería a un burro o a una persona que la lleva sobre los hombros o en carrito. Por lo general ingresan materia prima y comida. Y en sentido contrario salen productos manufacturados –también a lomo de burro– que se venden en todo el país y el mundo.

La medina de Fez incluye un gran zoco techado típico del Africa musulmana, quizás el más antiguo de este tipo en funcionamiento, no para turistas –que son minoría– sino para pobladores de la ciudad. En su interior se ramifican callejuelas que suman 42 intrincados kilómetros, muchas de ellas techadas con lonas o un entramado de hojas de palma. Algunas son tan angostas que se pueden tocar sus dos paredes extendiendo los brazos.

A poco de ingresar en este laberinto peatonal uno pierde el sentido de la orientación y no hay mapa que valga, así que andar con una brújula en el bolsillo no es mala idea.

Todo en uno, el fabricante es el vendedor y el taller la tienda, siempre repleta de mercadería.

COFRADIA ARTESANAL El azar me lleva a uno de los pocos espacios abiertos del zoco: la plaza Seffarine, que no tiene árboles, banquitos ni decoración. Allí el señor Abdul martilla una sartén de cobre sentado en el suelo. En un español autodidacta, con buena dicción, me cuenta que alrededor de esa plaza está el zoco de forjadores del metal.

“En esa casa de enfrente nací hace 60 años y en el fondo están enterradas varias generaciones de mis antepasados, todos artesanos del metal. Hoy mi hermano trabaja la plata y otro hace joyas de oro, formando una cooperativa familiar”, agrega Abdul en medio del clang clang superpuesto que brota de los talleres.

Los ruidos de la modernidad industrial no ingresan al zoco, permitiendo oír el bullicio de los humanos en los lugares de concentración y un silencio perfecto en el sector de casas. El zoco de los artesanos de la madera se podría reconocer con los ojos cerrados por el golpeteo seco de los martillos y los aromas a cedro y limonero.

Entablo conversación con Bouzouzou, un carpintero que pule con lija lo que parece un alto trono con pedestal como para un rey. “Estos tronos y palanquines se usan en los casamientos”, comenta arrodillado sin levantar la vista de su trabajo. Según su explicación, un maestro artesano tiene jerarquía de artista en el zoco (orfebres, perfumistas y sastres son los más prestigiosos). Se organizan en cofradías por especialidad y tienen estrictas reglas. Un maalen o maestro es una persona consagrada con varios aprendices a su servicio que van recibiendo los secretos del oficio y lo perpetúan. Luego de años de aprendizaje y de pasar un difícil examen ante una comisión de maalenes, el aprendiz será considerado un maestro y entonces podrá abrir su propio negocio.

Extrañas pócimas salidas de manos expertas pero de ingredientes desconocidos se venden en las tiendas.

TIENDAS EN SERIE La medina de Fez tiene dos tipos de construcciones: casas para un cuarto de millón de habitantes y tiendas agrupadas en zocos de alimentos, especias, joyería, maquillaje, tatuajes de henna y aves.

Las tiendas suelen tener una estructura similar. Las hay muy pequeñas –un sucucho de 1,5 metro cuadrado– y tan grandes como algunas con 15 metros de frente. No existe, sin embargo, el concepto de tienda multirrubro ni la idea de un simple supermercado de barrio al estilo occidental. Pero el tamaño promedio de la mayoría es de 4x4 metros. Alguien que se tomó el trabajo de contarlas enumeró 10.539 tiendas dentro de las murallas.

En general los negocios carecen de puerta y les falta la pared del frente. Tampoco hay vidriera y no existe casi la cultura del mostrador separando al comprador del vendedor. Todos los productos están a la vista y al alcance de la mano. A veces es tan pequeño el espacio que sólo cabe el vendedor, mientras el cliente compra desde la calle. En muchas tiendas no hay siquiera persianas, e intriga pensar a dónde irán a parar en la noche esas montañitas de especias o los 200 pares de zapatos.

El vendedor está en el centro de la escena rodeado de sus productos, que se acumulan en el piso y las paredes. Como los ramos se respetan rigurosamente, quien vende carretes de hilo tiene el ciento por ciento de su stock en exhibición –no hay depósito ni trastienda– distribuido en las tres paredes hasta el techo (son comunes las escaleritas).

Un vendedor de calzado tradicional se pasa la vida rodeado de puntiagudos zapatos. En el zoco de los alimentos un hombre sentado en un banquito rodeado por siete baldes vende caracoles vivos.

Cada persona encuentra su nicho de mercado y se instala allí por generaciones. Tal es la segmentación que algunos sólo venden cuentas para collares, huevos o cierres metálicos para pantalón. Una señora en una esquina se pasa sus días de rodillas en el suelo frente a diez guantes de lana. Otros ofrecen piedritas para afeitarse, cuernos de gacela y moluscos triturados para teñir el pelo.

En las paredes de las tiendas hay pequeñas repisas invisibilizadas por la superposición de productos, que parecen misteriosamente pegados al revoque. En cada pequeña tienda hay una densidad extraordinaria de mercancías por metro cuadrado, pero poca variedad. En una zapatería cuelga del techo una estalactita de zapatos atada a una cuerdita. Otra manera de exhibir las mercaderías es construyendo una montañita cónica con nueces, castañas, higos, azafrán y también zapatos, relojes pulsera, corpiños y hasta teléfonos móviles.

Como casi todo es de producción artesanal y no en serie, cada artículo es en cierta medida único y está sujeto a imperfecciones. Por eso antes de una compra el producto se palpa cuidadosamente, se lo sopesa y compara, buscando el detalle.

En el mercado por excelencia de Occidente, donde los productos son seriados, alcanza con exhibir uno solo en un lugar de privilegio y el resto se guarda. El comprador señala la muestra y le traen otra elegida al azar por el vendedor en el depósito. Esto iría en contra del código más elemental del comercio en Fez: uno elige y toma con la mano lo que se va a llevar.

En los zocos hay vendedores improvisados, como aquel que extiende un mantel de plástico en el suelo y acomoda sus dos únicos productos: cucharas y lapiceras. Otro vende gallinas y las tiene en el piso atadas de a tres por las patas. Un anciano de barbita bíblica vende una moledora de granos manual muy usada y un par de zapatillas Nike de segunda mano.

“¡Balak! ¡Balak!”, grita un hombre a mis espaldas mientras acicatea con un palito a un burro cargado con siete garrafas de gas entre la multitud. Me corro de un salto pensando que, de todas formas, nunca he visto a un burrito tropezar.

Para todos los gustos. De la cabeza a los pies, un vendedor de pufs rodeado de sus productos.

TIRA Y AFLOJE La característica esencial del funcionamiento del mercado en Marruecos es la ausencia de información precisa acerca del precio de los productos. Esto deriva en el regateo, cuyas reglas exceden la racionalidad del frío trámite que implica una transacción comercial en Occidente: un vendedor del zoco se sentiría defraudado si uno aceptara su primera oferta.

El regateo es un juego de ingenio y rapidez mental, pero también de seducción. El mercader toma en sus manos el producto –que muchas veces hizo él mismo– y con amor propio comienza a ensalzarlo sin falsos pudores. Luego se lo entrega al cliente para tentarlo y en el transcurso de la negociación se lo quita, aprovechando una oferta muy baja del contendiente.

Los comerciantes manejan con maestría la ley del deseo. También teatralizan y simulan enojos. Pero no se puede arrojar cifras al tuntún sin un sentido estratégico. Hay que ser cuidadoso de no ofender al vendedor con una oferta ridícula, porque sentirá pisoteada su dignidad y el comprador podría ser expulsado del negocio. Mucho menos puede uno no comprar la mercadería si lanzó una oferta que fue aceptada ya por el vendedor: sería como hacer de espía indagando los secretos mejor guardados del zoco.

Si uno negocia con astucia y respeto, recibirá como premio un buen precio y la transacción se celebrará con un té de menta. Aunque podría ocurrir que uno se vaya contento por haber bajado el precio inicial de un puf en un 80 por ciento, para después descubrir que un amigo compró lo mismo por la mitad.

En burro entre los compradores del variopinto zoco de Fez, un “shopping” aún medieval.

EL TIEMPO LENTO “Lo que usted puede encontrar en este zoco no existe en ningún otro lugar del mundo”, me asegura un vendedor mientras arroja alfombras por los aires que van cayendo una sobre otra.

Pero no se trata sólo de una cuestión de originalidad en los productos, sino de una singular economía de mercado que no tiene mucho que ver con el concepto de intercambio que hay en nuestro mundo. Los shopping centers son una ordenada burbuja hiperluminosa, con ascensores de vidrio y escaleras mecánicas, donde los precios son fijos y se venden los mismos productos de idénticas marcas en casi todo el planeta.

El zoco de Fez es penumbroso y polvoriento, caluroso, caótico y carente de anuncios publicitarios o carteles en la entrada de las tiendas, donde el marketing es oral y por cuenta de cada vendedor. Tampoco hay marcas, ya que el artesano es su propia marca y no firma sus obras.

Allí donde todo es predecible en Occidente –uno puede estar en Londres, Buenos Aires o Bruselas y ver lo mismo–, en Fez los ojos sucumben a la otredad. Aquí las mismas manos que producen in situ son las que venden, mientras que en el mundo industrializado el producto final pasa por centenares de manos.

Pero la diferencia más importante con la liviandad consumista del shopping occidental está en el valor social del zoco, que según el antropólogo Clifford Geertz equivale a una institución antes que a un simple mercado. En el mundo islámico el zoco es una inmensa sala de reunión donde se establecen relaciones sociales, se verifica el estado de la economía nacional y se mide la temperatura política. Cuando el gran Bazar de Teherán se declaró en huelga en 1979, el destino final del sha de Persia quedó sellado.

El zoco de Fez funciona como una fortaleza donde resiste la identidad local, protegida por una especie de muralla que frena, dentro de lo posible, la globalización cultural. Las marcas globales penetran de todas formas la porosa muralla. Nike y Adidas han colonizado parte del calzado juvenil, algunas medias de algodón y también camisas (ahora irán por los pantalones). Un McDonald’s, en cambio, sería impensable en la medina.

El secreto del encantamiento de Fez no brota de una lámpara mágica sino acaso de la imposibilidad física de ensanchar las callejuelas que frenan el ingreso de la modernidad: lo global entra mejor por las antenas parabólicas en el techo de casas centenarias. Abrir más las calles implicaría derribar miles de viviendas y tiendas, desarmando un entramado social construido a lo largo de 1200 años. La medina entera se rebelaría como un gran cuerpo viviente que, tocado en una de sus partes, se afecta en su totalidad.

Salvo el de los nómadas, los viajes son efímeros por naturaleza. Y los objetos comprados por el viajero funcionan como una prolongación ad infinitum de ese idealizado momento de goce y libertad. Al adquirir en Fez un puñal con el mango labrado, un juego de ajedrez tallado en madera o un espejo con reborde de arco islámico, uno se lo está comprando a aquellos primeros mercaderes que levantaron la muralla hace doce siglos para protegerse del invasor. Hoy esos ladrillos sirven más como contención al avance de la cultura global, produciendo el efecto de frenar el devenir del tiempo.

La medina de Fez sería entonces el opuesto de nuestro acelerado mercado de Occidente, donde la información avanza a la velocidad de la luz y se vive en un vertiginoso presente urbano. Ese recinto amurallado parece la antípoda del mundo occidental, donde el tiempo parece plácidamente ralentizado, sin que nadie sepa muy bien por qué.

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