SALTA. DE HISTORIAS Y NATURALEZAS
Una tarde de kayak en el dique La Caldera, una “master class” de empanadas, una mañana de cabalgata a puro campo y un paseo por el Museo de Alta Montaña: algunas de las opciones para una escapada a Salta, donde los paisajes se dan la mano con la arqueología.
› Por Graciela Cutuli
Fotos de Graciela Cutuli
“Es de toda la vida... ya me estoy haciendo vieja, y siempre haciendo empanadas”, dice Aurelia, mientras sus dedos vuelan sobre el disco de masa para formar los 18 repulgos que, como explica a su atento auditorio, certifican la autenticidad de una empanada salteña. Y si sólo algunos se animan a demostrar su propia habilidad, con resultados dispares, no hay quien se niegue a probar un bocado de estas empanadas pequeñas y crujientes, que Aurelia termina indefectiblemente con un golpecito que las ahueca en el medio. “Para que queden más lindas”, asegura, después de explicar que usa carne del sobaco de la vaca, papa y cebolla de verdeo rehogada en grasa como ingredientes básicos de las diez docenas que hornea cada día en el comedor Rancho Grande, un imperdible de todo viajero que pase por La Caldera. Porque aunque es un pueblo pequeño, que ronda los 2000 habitantes, La Caldera es un alto ideal si se viaja de Jujuy a Salta: a sólo 25 kilómetros de la capital salteña, sus callecitas tranquilas se pueden recorrer en las bicicletas que ofrece la Dirección de Turismo, para después probar la experiencia de un paseo en kayak por las aguas del vecino dique Campo Alegre.
El embalse, a cuatro kilómetros del pueblo, también es accesible en bicicleta: con su lago artificial rodeado de cerros y quebradas, es ideal para el avistaje de aves. Pero también es posible “meterse” en el paisaje acompañado por los expertos del Club de Regatas Güemes, que organizan los grupos para navegar en kayak por las tranquilas aguas del dique. Ellos son los encargados de acercar las embarcaciones a la orilla y brindar las instrucciones de seguridad: cómo subir y bajar del kayak y, sobre todo, cómo mantener la coordinación en la remada para girar y avanzar. El resto lo hacen el viento y el agua, que impulsan las embarcaciones suave y silenciosamente, a prueba de inexpertos.
La caída del sol marca finalmente la despedida. Es hora de dejar el lago y llegar a Salta, donde nos espera el Museo de Alta Montaña (MAM).
BALCON CON HISTORIA A metros de la plaza 9 de Julio, en la mejor ubicación que se pueda desear para asistir a la multitudinaria procesión del Señor del Milagro –que se realiza en el mes de septiembre– el Balcón de la Plaza nos recibe como si estuviéramos en casa. Probablemente porque es realmente una casa, o mejor dicho una casona de estilo construida en 1896 y modernizada con todos los adelantos de un hotel de hoy: pero sin perder, en la calidez de su gente y en la decoración, ese toque de encanto salteño que lo convierte en una de las opciones más lindas de la ciudad para alojarse en pleno centro, aunque sumergidos en un oasis de tranquilidad apenas se cierra la puerta. Adentro, todo es silencio y vida confortable. Afuera, todo es animación hasta bien entrada la noche, en las mesas de los cafés, en los teatros y en las peatonales que desembocan en la plaza, transitadas sin cesar por salteños y turistas llegados desde todas partes del mundo.
Motivos sobran: “La provincia –dice Mariano Ovejero, ministro de Turismo– propuso cuatro sitios y hoy los cuatro son Patrimonio de la Humanidad en el marco del Qhapaq Ñan: Santa Rosa de Tastil, el Potrero de Payogasta, el Granero de La Poma y el Complejo Ceremonial del volcán Llullaillaco”. En cifras, la traducción del interés por Salta se convierte en 1,7 millón de arribos turísticos en 2014, con un 20 por ciento de extranjeros. No es todo: “El 40 por ciento de los visitantes vuelve, y en eso ayuda el calendario cultural y de fiestas”, agrega Ovejero. Desde la capital provincial, esos turistas se reparten por las rutas salteñas: pero antes o después, confluyen aquí en la plaza central. Y sobre todo en una de las joyas culturales de la ciudad: el Museo de Alta Montaña (MAM), dedicado precisamente a las momias del volcán Llullaillaco.
CERCA DEL CIELO El Llullaillaco está cabeza a cabeza con el Aconcagua, techo de América: sus 6730 metros de altura lo ubican entre las montañas más altas del continente. Y lo confirman como objeto de veneración entre las culturas precolombinas, que consideraban a estos gigantes como divinidades protectoras y, por lo tanto, ascendían hasta lo más alto para construir en la cumbre pequeños altares donde realizar sus ritos y homenajes. Varias de estas montañas veneradas por las culturas originarias están en Salta, y entre ellas destaca el Llullailaco, una de las altas cumbres que designan el límite con Chile. A partir de los años ’50, cuando se conquistó la cima del volcán, se conoció la existencia de adoratorios de altura que dieron origen a varias expediciones arqueológicas. Así se realizaron también las primeras excavaciones en la base, y se descubrió un cementerio. Pero la gran sorpresa llegó en 1999: fue cuando la expedición de la argentina María Costanza Ceruti y el estadounidense Johan Reinhard halló a los “Niños del Llullaillaco”, tres momias asombrosamente conservadas que se considera tienen unos 500 años de antigüedad. La noticia dio la vuelta al mundo: no sólo por la riqueza del ajuar funerario de estas víctimas sacrificadas a los dioses, sino por su misteriosa historia. Se cree que probablemente viajaron desde la región de Cusco hasta el volcán, a través de lo que hoy es Arequipa, San Pedro de Atacama y el Salar de Punta Negra. Su destino era la muerte, y con ellos iban al más allá sus mantas, calzados, comidas, bebidas y pequeñas figuras con igual vestimenta que los niños. Esos objetos, 146 en total, se exhiben hoy en las vidrieras del MAM, un museo dedicado exclusivamente a los “Niños del Llullaillaco”, que funciona en un edificio histórico magistralmente adaptado a sus nuevas funciones. Una iluminación muy tenue, un aire filtrado siempre a 18 grados y un 45 por ciento de humedad preservan los cuerpos intactos: la Doncella, El Niño y la Niña del Rayo, parcialmente dañada por un incendio producido por una descarga eléctrica en lo alto de la montaña. Visitarlos es rendirles homenaje: no se exhiben todos a la vez, sino que van rotando cada cierto número de días por razones de conservación y estudio. Cualquiera sea el que toque ver, emocionan por el pasaje al pasado que representan, como si sus mudas figuras inmóviles pudieran hablarle al transeúnte de hoy sobre un mundo imbuido de divinidad e inmortalidad.
AL GALOPE El mam es para muchos visitantes la principal razón para viajar hasta Salta. Otros en cambio, y entre ellos muchos extranjeros, quieren experimentar lo que tiene para ofrecer el campo argentino: libertad a caballo, un paisaje salvaje, soledad y un horizonte sin límites. La opción más cercana para acercarse a esta experiencia es en la estancia de cabalgatas Sayta, en Chicoana, en el valle de Lerma, unos 50 kilómetros al sur de la capital provincial.
Para los habitués y los vecinos, es simplemente “lo de Enrique”: porque es Enrique, anfitrión de viejos y nuevos huéspedes, quien se encarga de hacer sentir a cada uno como en su casa. Y como en toda casa argentina que se precie, allí está la parrilla, donde Nicolas –un marsellés que un día llegó atraído por las cabalgatas y se fue quedando más tiempo de lo previsto durante su gira por Sudamérica– se encarga como un experto de lo que será el asado del almuerzo. “Hacemos cabalgatas desde medio día hasta diez; yo había escuchado que las cabalgatas eran la actividad principal en Salta, y quería saber de qué se trataba”, cuenta Nicolas, mientras Enrique hace los honores de su casa, sumergida en pleno verde del monte.
Mate va, mate viene, es hora de ensillar los caballos. Se encargan de elegirlos entre una tropilla de 30 Eduardo y Diego, gauchos de pura cepa y guías acostumbrados a recibir al mundo en su rincón salteño: por aquí andan alemanes, holandeses, franceses, noruegos, entre muchas otras nacionalidades que exploran el Noroeste argentino. A todos los atrapa este paisaje cordial, que hace honor a su nombre: “sayta” significa “lugar para descansar”, o “lugar donde la gente se detiene”. Con ellos, cada grupo se interna por los caminos de campo, al paso o al trote, aprendiendo a conocer el caballo que le ha tocado en suerte a medida que se avanza hasta perderse entre las plantaciones. Y siempre hay un momento para que los más aventureros se animen al galope: mano a mano con el gaucho, los jinetes –noveles o avezados– se instalan en un camino sin obstáculos y dan rienda suelta al deseo de velocidad. Bebiendo los vientos, los caballos responden: y es con toda esta adrenalina que se vuelve de regreso a “lo de Enrique”, donde lo único que se quiere apenas terminada la cabalgata, es volver a comenzar.
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