Domingo, 10 de mayo de 2015 | Hoy
CóRDOBA. SANTA ROSA DE CALAMUCHITA
Un viaje otoñal a través del Valle de Calamuchita para saborear la gastronomía serrana y recorrer los paisajes cordobeses, tapizados de hojas amarillas, en bicicleta, a pie o en cuatriciclo. Y para más aventura, una excursión en 4x4 a la cima del cerro Champaquí.
Por Julián Varsavsky
Fotos de Julián Varsavsky
“En temporada alta cerramos nuestro restaurante los martes y miércoles: los amigos del rubro dicen que estamos locos por lo que perdemos de facturar. Pero con nuestra familia nos instalamos en Santa Rosa de Calamuchita hace 20 años por ser un lugar muy disfrutable, adonde veníamos de vacaciones siempre a la misma casa, hasta que un día la compramos para vivir como de vacaciones. En Quilmes teníamos nuestros trabajos comunes y nos la pasábamos cocinando por placer, incluso al irnos de vacaciones. En este contexto, ahora no podemos permitirnos trabajar todos los días de la semana”, cuenta Sergio Arcuri sentado con nosotros a la mesa de su restaurante La Vaquita, en las afueras del pueblo, mientras saboreamos una picada criolla con salame cordobés y queso de cabra, acompañada de un pan aún caliente que vimos salir humeante del horno a leña.
Salvo por la vista desde la cima del cerro Champaquí, el más alto de la provincia, Santa Rosa es un lugar sin espectacularidades de gran impacto: su mayor atractivo –más aún en otoño, cuando las playas están cerradas– es el ambiente general de serenidad que se respira con “aroma a verde” junto al río. Aquí el éxtasis llega a través de la contemplación solitaria de la naturaleza desde una roca, bajo una lluvia de hojas amarillas que caen de los álamos.
Estos sutiles placeres que la familia Arcuri decidió incorporar a su cotidianidad son los que los viajeros nos “conformarnos” con disfrutar de manera efímera, con suerte, una vez al año.
Al abrir el menú de La Vaquita, en un rancho de campo rodeado de árboles convertido en restaurante, lo primero que se lee es una declaración fundamental de principios: “Nuestros platos están elaborados en forma casera en el momento que usted los pide; así que por favor tenga paciencia y disfrute de nuestro lugar”.
“Yo vendía productos químicos, y por esa razón siempre que sea posible evito los alimentos con agregados químicos”, comenta Arcuri con una sonrisa, mientras su hijo sommelier, Federico, nos sirve un vino tinto de la zona. También la esposa de Sergio y su hija Belén cocinan “platos de las abuelas y las tías” con un toque personal que evita cualquier exceso de sofisticación gourmet. La búsqueda de ese punto medio resulta, por ejemplo, en las milanesas de lomo, una receta de lo más común pero con un corte nada tradicional.
Arcuri nos elige por pedido nuestro los platos para la cena: una pechuga de pollo de campo rellena con aceitunas negras, tomate y panceta acompañada con batatas acarameladas, más un plato de conejo en colchón de hongos con ensalada amarga. Mientras cenamos se ve a la familia entera en acción preparando delicias en la cocina, que no tiene pared de separación con las pocas mesas del restaurante. Los Arcuri son una familia sibarita que no parece vivir de, sino para cocinar. De su ya remota vida en Buenos Aires extrañan poco y nada: “A lo sumo nos falta poder leer Página/12 en papel, porque acá no llega”.
Para los postres unos saborean una minitorta de cacao y otros elegimos el helado de frambuesas cosechadas ayer por una vecina y preparado hoy con miel, en lugar de la usual dextrosa de origen industrial, una diferencia que no se nota a simple vista pero sí mucho en el sabor.
RUMBO A LA CIMA El día amanece despejado y decidimos subir en camioneta 4x4 a la cima del cerro Champaquí. Arrancamos por un camino sinuoso hasta el pueblo de Villa Yacanto, atravesando uno de los últimos relictos puros de flora autóctona del monte cordobés: talas, molles y espinillos. Cada tanto aparecen algún zorro gris o una vizcacha cruzando el camino, y por los aires vuelan la monjita (un ave blanca muy pequeña con la punta de las alas negras), varias clases de zorzal, pájaros carpinteros negros con cabeza roja y aguiluchos.
En Athos Pampa, una pampa de altura, la vegetación desaparece y a lo lejos se divisa un kilométrico pinar. Pasando las casas desperdigadas de Villa Yacanto tomamos un empinado camino de tierra bordeando espectaculares precipicios. Mucha gente sube en auto común, pero lo recomendable es un doble tracción. A medida que ascendemos las rocas de la montaña se agigantan. Y sobre la ladera nacen manantiales formando pequeñas cascadas. Ya desde el filo de la sierra, a más de 2800 metros de altura, vislumbramos el Valle de Calamuchita en toda su extensión, hasta las Sierras Chicas.
En el cerro Lindero estacionamos para iniciar el ascenso a pie hasta la cima del Champaquí. La caminata entre rocas redondeadas de hasta diez metros de altura resulta sencilla y al llegar a la cumbre vemos un pequeño lago con aguas que brotan de las rocas. El paisaje, con los dos valles más hermosos de Córdoba a cada lado –el de Calamuchita y el de Traslasierra– parece asediado por un mar de rocas con oleaje gris.
TREKKING Y BICIS Después del cerro Champaquí, la segunda excursión en belleza natural es un trekking por la Reserva Natural La Cascada, cruzando varias veces el hilo de agua del arroyo Loyola, que nace de una vertiente en la cima de un cerro. Al comienzo de la caminata, que se puede hacer autoguiada, un guía nos explica el origen del nombre del pueblo: “Calamuchita significa en lengua originaria ‘abundancia de talas y molles’, las dos especies que más veremos en este lugar”.
A lo largo del camino, junto al curso del arroyo, avistamos al pájaro siete colores, un cabecita negra y dos carpinteros. El desnivel de la subida es muy suave y tardamos 45 minutos hasta la cascada, aunque hay que ser cuidadosos para no resbalar al cruzar el arroyo sobre las piedras.
A través de un denso bosque llegamos a una cascada de cuatro metros de altura que forma una hoya de aguas cristalinas y arena donde, aun en otoño, nos damos un chapuzón.
Al día siguiente dejamos de lado las experiencias “zen” para imprimirle un poco de acción al viaje. En la bicicletería de Eduardo Medina alquilamos por todo el día el que será nuestro vehículo, que viene con casco, mapa para guiarse solo, cámara de repuesto e inflador.
Elegimos el circuito más popular entre los viajeros, a la vera del arroyo Seco, que cruzaremos once veces a lo largo del trayecto. Salimos desde Santa Rosa atentos al mapa para recorrer 12 kilómetros en dos horas con una dificultad sencilla.
A minutos del centro nos encontramos con un portal de ladrillos señalando la entrada a lo que fue la Estancia San Ignacio de los Ejercicios, construida por los jesuitas en el siglo XVIII, donde trabajaban esclavos negros e indios comechingones. De aquellos edificios de adobe han quedado los restos de un horno y un molino en un campo privado.
Pedaleamos por el bosque y al rato aparece el Calicanto, un acueducto elevado diez metros sobre el suelo erigido por los jesuitas, que increíblemente estuvo funcionando hasta hace pocos años, mantenido por los pobladores que lo usaban para riego.
La estancia jesuita tenía una red de 36 kilómetros de acequias y el Calicanto es la única e impresionante muestra de las tecnologías que introdujeron los jesuitas en la región, de la mano de la esclavitud y el disciplinamiento de los pueblos originarios, incorporándolos a un sistema productivo que los diezmó y desestructuró culturalmente.
Pasamos por debajo de un arco de esta estructura con aspecto de puente –construida con cal y canto rodado– para ingresar a un bosque de acacios negros y arbustos espinosos, además de molles y talas. Una vez entrados en calor dejamos la bicicleta para darnos un baño en un pozo de agua, seguido de un picnic en la naturaleza. En tres horas completamos el circuito y regresamos al punto de partida.
Para aquellos con un estado físico aceptable hay un circuito más largo, de 33 kilómetros, que va por el Camino Viejo a Yacanto, partiendo desde el Puente de Hierro. Primero son seis kilómetros por ruta de asfalto para desviarse luego a la derecha y hacer 12 más por un camino de tierra. La complejidad del paseo es que hay un segmento de 10 kilómetros en subida sinuosa.
Un circuito más exigente por la distancia es el que va hasta la ciudad vecina de Villa General Belgrano por un antiguo camino de tierra (20 kilómetros ida y vuelta). Uniendo los dos circuitos anteriores se hace todos los años una competencia de mountain bike de la que participan unos 750 competidores (la próxima será el 30 de agosto).
A CABALLO Nuestra siguiente jornada transcurre a lomo de caballo. Nos guía Juan Martínez, un hombre de campo y pocas palabras que ofrece paseos desde hace nada menos que 43 años, cuando era adolescente. Su cabalgata más común es una de dos horas que parte desde el Puente Viejo y continúa por el antiguo camino de tierra a Villa General Belgrano, para subir a un cerro desde donde se ve el Champaquí en su máximo esplendor. Nosotros optamos por un paseo más largo hasta la zona de Santa Mónica, que también pasa bajo los arcos del Calicanto. En total cabalgamos al paso unos 15 kilómetros que, normalmente, se hacen en cuatro horas. En nuestro caso tardamos más porque le encargamos de antemano a Martínez un cabrito asado, que nos prepara junto al arroyo con leños recogidos in situ. Y es aquí donde llega el momento cumbre de este viaje otoñal, comprimiendo la esencia de Santa Rosa de Calamuchita: arroyos de agua cristalina arrastrando hojitas amarillas, soledad absoluta y el sabor criollo de la carne crepitante en el silencio casi perfecto del bosque, donde se oye apenas el murmullo del fluir del agua.
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