PERú. PLAYAS Y ALDEAS DEL NORTE
Olas para surfear hasta agotar el océano, aldeas de pescadores que celebran la vida sencilla y el recuerdo de Ernest Hemingway fijado para siempre en los hombres que lo acompañaron en busca del marlín. Todo en las cálidas playas del norte peruano, desde Talara hasta Tumbes.
› Por María Zacco
Paisajes desérticos y caminos sinuosos que discurren entre quebradas de color gris. Allí, donde la vida apenas se insinúa en el verde tenue de la vegetación achaparrada, se torna impensable la posibilidad de hallar un refugio tropical donde fluye la fauna marina, amparado por playas infinitas, aguas cálidas, olas a punto de surf y pueblitos asombrosos. Es por eso –y por experiencias que se viven en la travesía– que la costa norte de Perú no tiene comparación. En los 185 kilómetros que discurren desde Talara hacia Tumbes, entre las estribaciones de los Andes y el Océano Pacífico, una decena de aldeas de pescadores despliega buena parte de la cultura peruana en la gastronomía y en el modo artesanal de concebir la vida.
LA GEMA DEL NORTE Tumbes, 1272 kilómetros al norte de Lima, es uno de los 24 departamentos del país y de los más ricos en diversidad de paisajes y ecosistemas: alberga esteros, manglares, bosque seco ecuatorial y bosque tropical del Pacífico. Su cercanía con Ecuador le otorga un clima muy cálido, como a toda la “chala” (región de la Costa), donde la temperatura promedio anual es de 27. Para conocer esta zona hay que abordar un avión en Lima hasta el aeropuerto de Talara: desde allí una combi transita por la Ruta Panamericana a lo largo de 185 kilómetros de paisaje montañoso y árido, a veces matizado por extensas planicies y algarrobos solitarios. En una de las tantas curvas del camino surge de frente el Pacífico, cuyo azul intenso parece borrar de un plumazo la tierra yerma. En ese punto la ruta comienza a discurrir junto al mar hasta el kilómetro 1187, donde se encuentra Punta Sal.
Este centro turístico, 79 kilómetros al sur de Tumbes, tiene una de las playas más extensas, de más de seis kilómetros de extensión. Como todas las playas de la zona, tiene arenas finas y blancas y el mar es tibio y transparente, estilo Caribe. Este balneario es muy frecuentado durante todo el año por quienes practican buceo y pesca submarina. La presencia de peces tropicales, como el pez ángel o el mariposa, es posible por el choque de la corriente cálida El Niño, que desciende del Norte, y la fría de Humboldt, que llega desde el sur (fenómeno también responsable del calentamiento del Pacífico en el norte peruano).
Desde junio a octubre Punta Sal recibe a turistas que se reúnen en la orilla del mar, desde donde se divisan ballenas jorobadas. Mayo, por su parte, es ideal para nadar junto a tortugas marinas cerca del muelle de la caleta El Ñuro, unos 49 kilómetros al sur de Punta Sal. El pueblo tiene un muelle artesanal desde donde los pescadores lanzan sus carnadas y hasta donde se acercan grupos de tortugas, muy sociables. Basta quedarse allí un rato para verlas deslizarse en el agua esmeralda. Pero más emocionante es nadar cerca de ellas. Vale la pena calzarse patas de rana y un snorkel, simplemente flotando hasta que se acerquen.
Partimos temprano a bordo del yate “Frenesí”, con capacidad para trece personas, hacia la caleta donde se encuentran las tortugas verdes, que llegan a pesar hasta 120 kilos. Son las mismas que se encuentran en las islas Galápagos y su tamaño intimida cuando se las ve a menos de un metro de distancia: sin embargo, son muy amigables. Y curiosas: es habitual que rocen a los turistas con sus aletas o los sigan en actitud de juego. Aun así hay que abstenerse de tocarlas. El guía, Alex Marchán Seminario, explica que hay unos 120 ejemplares identificados en la zona, por lo tanto es imposible no verlas. Y quien busque contacto directo con ellas sentirá que toca el cielo con las manos cuando saquen la cabeza del agua –lo hacen cada 15 segundos para respirar– y lo miren a los ojos. En la caleta también se ven cardúmenes de peces coloridos, rayas, pulpos y los enternecedores caballitos de mar.
En El Ñuro el desierto se une al mar, dando lugar a formaciones rocosas peculiares, especialmente en Punta Farallón. Algunas tienen forma piramidal –parecen construcciones incas– y otras se abren en cavernas a veces invadidas por el mar. Sobre algunas de ellas se forman las olas ideales para surfear. Los aficionados en el manejo de la tabla hawaiana prefieren las olas del vecino balneario Los Organos, a siete kilómetros, o las de Máncora hacia el norte.
Los Organos es un sitio agreste y muy tranquilo. El viento, se dice, es el “culpable” del nombre de este balneario. Cuando sopla un poco más fuerte de lo habitual se cuela en las zonas cóncavas de los acantilados y produce un sonido casi idéntico al de un órgano de tubos, como el que se toca en algunas las iglesias. La playa más requerida es Punta Veleros, donde se destacan casas espectaculares y bungalows, elegidos por los surfistas. Los más entrenados conocen con exactitud los tres puntos ideales para barrenar las olas, conocidos localmente como “Casablanca”, “El Codito” y “La Vuelta”. Pero es Máncora la preferida, la playa de las olas perfectas para el surf. En el ámbito de este deporte, la aldea de pescadores es señalada como uno de los diez sitios que posee las olas más grandes del mundo. Ese dato la transformó en un referente mundial y muchos surfistas llegan de distintos países para pasar una temporada en el balneario del eterno sol.
Vale aclarar que Máncora es un centro de deportes por excelencia. Tiene una escuela de surf y otra de kitesurf, además de una de buceo. También posee un circuito de canopy, inaugurado recientemente, entre las montañas escarpadas. La vida nocturna de este balneario, muy intensa, hace que sean en su mayoría jóvenes quienes decidan hospedarse en los alrededores para disfrutar de su variedad de restaurantes y bares.
PICARONES PERUANOS Un delicioso ceviche (pescados y mariscos marinados en limón) acompañado de pisco sour es la mejor bienvenida que puede esperarse en la costa peruana. Tanto el plato como la bebida espirituosa fueron declarados Patrimonio Cultural de Perú hace algunos años. La fusión de ingredientes y técnicas de las antiguas civilizaciones andinas con las recetas españolas y las traídas por los esclavos del Africa subsahariana convierten la cocina peruana en un verdadero oráculo cultural. ¿Cómo se consulta? A través de la degustación de texturas y sabores.
En esa práctica nos guía Paul Montero, segundo chef del Hotel Royal Decameron Punta Sal. Los sabores del norte peruano son picantes y hay que estar abiertos a probarlos. La mayoría de los platos son aderezados con ajíes de todo tipo, entre ellos rocoto, ají lima largo o el más pequeño, ayuyo, de color rojo intenso. Este último, oriundo de Piura, es el más picante de los diez tipos de ajíes que se cultivan en Perú. También el más usado, ya que abunda en los jardines de la costa norte y da un toque especial al sabor de ceviches, salsas, guisos y sopas.
En la zona de Tumbes todos recomiendan el ceviche de conchas negras, un marisco típico de la zona. En la plaza de Los Organos, cerca de donde estacionan los coloridos mototaxis –el transporte norteño por excelencia– se puede ver a los pescadores preparando este delicioso plato, que acompañan con bastones de mandioca frita y que ofrecen a los turistas por 15 soles.
El pez vela, el peje blanco o la caballa son los elegidos para preparar el ajiato, otro imperdible del norte. Es una especie de guiso preparado sobre la base de una crema de ají amarillo, cebolla roja y ajo a la que se le agrega el pescado desmenuzado, previamente cocido al vapor. Se sirve acompañado de arroz o zarandajas.
A la hora del postre destacan los picarones, unas rosquitas dulces fritas que son una bomba, a base de batata, zapallo, harina blanca y levadura. Se sirven espolvoreadas con panela (azúcar rubia) y hojas de higo. Hablando de frutas, el mango y el maracujá son materia prima para sabrosos cheese-cake, que se llevan tantos aplausos como la muy típica mazamorra morada, preparada con maíz morado concentrado con fécula.
Con esta variedad peruana de maíz también se prepara la chicha morada, una bebida originaria del norte de Perú, que se obtiene tras hervir los granos junto a una rodaja de ananá. Su consumo estaba ya extendido en épocas prehispánicas pero hoy se sirve bien helada, con rodajas de lima.
RUFINO Y EL MAR Otra vez en la Ruta Panamericana, rumbo al sur. El mar se impone esplendoroso y no resulta difícil imaginar que alguna vez cubrió los enormes acantilados de roca y arcilla grisáceos que custodian el camino, donde fueron hallados fósiles de peces, moluscos y crustáceos durante excavaciones para la explotación de petróleo. El sendero sinuoso asciende hasta El Alto, un pueblo ubicado a 450 m.s.n.m desde donde hay vista panorámica de las playas de Cabo Blanco, otro paraíso del surf donde, aseguran, se produce uno de los mejores “tubos”, el espacio hueco que genera la ola al impactar contra el fondo del rompiente y donde se introduce el deportista a bordo de la tabla. Los habitantes de la costa sienten por este deporte la misma pasión que por la pesca. Incluso algunos huacos –piezas de cerámica de la local cultura preincaica chimú– tienen dibujos de hombres apoyados sobre un trozo de madera o algo similar, en actitud de deslizarse sobre una ola.
La ruta, muy sinuosa, comienza a descender hasta ingresar a Cabo Blanco, donde el mar está repleto de yates y barcos pesqueros. La mayoría de las casas está pintada de color durazno o violeta, los mismos tonos en que se presenta el caracol spondylus, que abunda en la zona y fue usado como bien de prestigio en las sociedades preincaicas. Hoy se lo ve adornando los frentes de las casas, en artesanías colgantes y en joyas –en su versión pulida– que se encuentran en la feria de artesanías de Máncora.
El restaurante Black Marlin es un punto insoslayable en Cabo Blanco. No sólo por su abundante “fuente de mariscos” sino porque Francisco Chávez Rondoy, encargado del local, sabe al detalle la historia de este pueblo de pescadores, reconocido en el mundo por la pesca del marlín negro, muy parecido al pez espada, que alcanza hasta cinco metros de largo y 700 kilos de peso. En los alrededores se pescan lenguados, róbalos, meros y corvinas, entre otras variedades, pero el merlín negro es símbolo del lugar, ya que en 1953 tuvo lugar un record: el estadounidense Alfred Glassell Jr. pescó un ejemplar de 707 kilos. La hazaña de este filántropo, deportista y aventurero se conoció en el jet set mundial, lo que atrajo a Cabo Blanco a personajes como el príncipe de Edimburgo, el comediante Bob Hope, el empresario Nelson Rockefeller y la bella Marilyn Monroe. Todos querían experimentar la emoción de la pesca de altura pero no tuvieron la misma suerte que su compatriota. La historia llegó también a oídos del escritor Ernest Hemingway, quien en 1952, un año antes, había publicado su novela El viejo y el mar.
En el malecón de la aldea, una pintura que muestra el rostro del escritor sobre el fondo de una ola recuerda su paso por allí, en 1956. Muchos dicen que Cabo Blanco inspiró la ficción que le valió los premios Pulitzer y Nobel de Literatura, aunque en realidad ya había escrito El viejo y el mar cuando llegó a la costa peruana, donde permaneció durante 33 días. Hemingway se alojó en el Club de Pescadores, que hoy está abandonado y en ruinas. Chávez Rondoy, acodado en la barra del restaurante, habla de tres pobladores que acompañaron al escritor en sus salidas de pesca y sus noches de copas. Pablo Córdoba, quien falleció el año pasado, era su barman preferido. A pesar de estar en la tierra del pisco, parece que “Ernesto” –así lo llaman por aquí– prefería el mojito. Pero camino a El Ñuro todavía se encuentra a Máximo Jacinto Fiesta, de 91 años, el encargado de prepararle las carnadas, quien logró atrapar a un marlín de 510 kilos. La prueba es una foto de Hemingway con su presa que adorna una de las paredes del local.
A metros de allí vive Rufino Tume, quien en su juventud fue el capitán del “Miss Texas”, el barco que solía elegir el autor de Por quién doblan las campanas, que todavía flota frente al malecón. Encontramos a Rufino sentado en el porche de su casa, a metros de la playa. Acaba de almorzar y disfruta de la suave brisa marina, como cada tarde. Inmediatamente nos relata sus andanzas con Hemingway, a quien conoció cuando tenía 30 años. Como muchos lugareños, en su juventud fue pescador pero luego se convirtió en el capitán de un barco pesquero, el único que subsiste de aquella época, ya que fue restaurado.
“Ernesto era un gringo muy buena gente” sostiene el hombre, de 90 años, que sueña con abandonar su bastón y volver al mar como en aquellos días en que se embarcaba en el “Miss Texas” y llevaba mar adentro al escritor y a su esposa, Mary Welsh. Durante 33 días, Rufino fue como Manolito, el joven que acompañaba al veterano pescador de El viejo y el mar. Cuando Hemingway dejó Perú mantuvo correspondencia con Rufino durante largos años e incluso lo invitó a Cuba para eventos de pesca deportiva. El recuerdo de aquellos días de aventuras está plasmado en una foto, que muestra a Hemingway sobre la cubierta del yate rodeado por un grupo de jóvenes entre los que se destacan los sonrientes Fiesta y Rufino. El anciano sonríe y aferra la foto contra el pecho en un gesto de nostalgia, un sentimiento que lo hace despertar cada día a las 3 de la madrugada para ver desde el porche de su casa cómo parten los pescadores. Luego duerme un poco y vuelve a sentarse en su sillón de mimbre antes de las 13, para verlos regresar, replegar las redes y bajar los canastos de pescado. Y cada atardecer lo encuentra en el mismo lugar, escuchando el sonido de las olas y con la mirada fija en el incierto horizonte del mar.
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