CANADá. LA ISLA DE ORLéANS
A poca distancia de la ciudad de Québec, la isla de Orléans es un renombrado centro de agroturismo que se puede visitar en el día, para recorrer edificios históricos y establecimientos de productos gourmet, como el famoso vino de uvas cosechadas bajo la nieve.
› Por Graciela Cutuli
No hay que buscar la Isla de Orléans en la ciudad francesa del mismo nombre, al sur de París. Ni en la Nueva Orléans de Louisiana, en el sur de Estados Unidos. La isla en cuestión se encuentra en realidad en medio de las aguas gélidas del río San Lorenzo y fue la cuna de la colonización francesa en América del Norte. Es lo primero que se ve cuando uno admira el río en toda su magnitud desde la terraza del Castillo Frontenac, en el centro del Viejo Québec. Luego de pasar por el tramo más estrecho de todo su recorrido, el río se abre en dos: por un lado se siguen en procesión los grandes buques de carga y los cruceros que van y vienen entre el Atlántico, Montréal y los Grandes Lagos. Por el otro, en cambio, sólo van pequeños barcos como los de paseos náuticos, que llegan hasta el pie del puente de la isla para hacer admirar a sus pasajeros las Cataratas de Montmorency, una de las grandes atracciones turísticas de la Côte de Beaupré, el nombre de esta región.
UN POETA EN LA ISLA La isla de Orléans es un paseo habitual de fin semana a sólo media hora de ruta desde el centro de Québec. A lo largo de la única carretera que la rodea se alternan casas de fin de semana con fincas de pequeños productores gourmet, monumentos históricos y cabañas de azúcar. Aunque no hay que imaginarse encontrar la casita de Hansel y Gretel escondida en medio de algún frondoso bosque de arces: las cabañas de azúcar, cabanes à sucre en Québec, son casas de madera donde se prepara el famoso jarabe de arce, tan indispensable en la dieta de los canadienses como el dulce de leche en la de los argentinos.
La isla entera se puede recorrer en solo un día incluso tomándose el tiempo de hacer varias paradas (aunque los visitantes más apurados se concentran en el pueblo más cercano al puente, Saint-Pierre-de-l’Ile-d’Orléans). En total tiene poco más de 30 kilómetros de largo y alcanza los ocho kilómetros en su parte más ancha. La ruta la rodea en su totalidad y pasa por las seis localidades que la dividen administrativamente, cuyos nombres no deja dudas sobre la fuerte religiosidad de sus fundadores: Santa Familia, San Francisco, San Juan, San Lorenzo, Santa Petronilla y San Pedro. Sólo un par de caminos la cruzan de una ribera a otra, pasando por los bosques que subsistieron en el centro. El resto de la isla tiene viñedos, hileras de arces, manzanos y perales, además de cultivos que van desde hortalizas hasta frutas finas. La agricultura y el turismo, que tienen su punto de encuentro en las casas de venta y degustación, son las dos actividades principales de los 7000 isleños.
Saint Pierre es el pueblo beneficiado con la construcción del puente en 1935, y los quebequenses le tienen un cariño particular. Pero no por ser el lugar más inmediato de la isla: es que allí residía y está sepultado Félix Leclerc, el mayor cantautor de Québec, cuya obra fue asociada en los años 50 y 60 con el renacimiento de la provincia y la “Revolución Tranquila” que reivindicó sus particularidades dentro de Canadá, convirtiéndose en motor de un período de gran progreso tanto social como económico. El Espacio Félix Leclerc, casi en la salida de la ruta que desemboca del puente, al inicio del Camino Real que circunvala la isla, es una parada casi obligada para los quebequenses. Es a la vez un centro cultural y un museo: a primera vista, se creería que la visita no tiene mucho sentido para quien no conoce “Le petit bonheur”, “Moi mes souliers” o “Quand les hommes vivront d’amour” (temas que fueron los primeros éxitos de Québec en Francia y Bélgica y abrieron la puerta a varias décadas de intercambios culturales). Sin embargo, es interesante para conocer una obra vinculada con un período muy importante de la historia local y entender mejor la situación del Québec actual y sus deseos de independencia. Hoy día la obra de Leclerc –cuya tumba se encuentra a unos kilómetros en dirección al pueblo vecino de Santa Familia– forma parte de los clásicos y hasta se estudia en las escuelas de Francia, junto con los poemas de cantautores como Georges Brassens o Jean Ferrat.
VINO Y SIDRA DE HIELO Pasado el único semáforo de la toda la isla está la iglesia de Saint-Pierre, que ha dado su nombre al pueblo y es la más antigua de Canadá, según dicen con orgullo los isleños. Su historia se remonta a principios del siglo XVIII: pero la presencia francesa en la isla se puede rastrear hasta el año 1535, cuando el explorador Jacques Cartier la avistó por primera vez. La llamó Isla de Baco. Y en esto estuvo tan inspirado como los vikingos que llamaron Tierra del Vino a la isla de Terranova, que colonizaron muy brevemente varios siglos antes. Ambos nombres vienen en realidad de la profusión de vides salvajes que se encontraban en los bosques de aquellas regiones. Los indios, por su parte, la llamaban Ouindigo, una palabra algonquina que se puede traducir como “lugar embrujado”.
Hoy día el “vin de glace”, el vino de hielo, es el verdadero embrujo de la isla. Se trata de un vino blanco realizado a base de cepajes adaptados artificialmente por ingenieros agrónomos, como explica Donald Bouchard, creador de la bodega Isle de Bacchus, una de las principales de la isla: “Tuvimos que encontrar una planta que pueda resistir los -15ºC que solemos tener durante el invierno. Se llama vino de hielo porque la uva se cosecha luego de las primeras heladas”. Pero más que largos comentarios, la degustación del 1535 (llamado así para recordar el año de la llegada de Cartier a la entonces Isla de Baco) demuestra que se trata de un vino con gustito a miel, que acompaña idealmente los platos de pescado, mariscos y carnes blancas.
Los vinos de hielo son producidos en varios establecimientos en la isla y en las vecinas regiones de la Côte de Beaupré y Charlevoix. Es la especialidad de Québec en cuanto a viticultura, basada en cepajes de piel muy gruesa. Su prima es la sidra de hielo, que producen los vergeles locales como el de la familia Billodeau, uno de los más grandes. Como muchas familias de agricultores de la isla, pueden hacer remontar su genealogía hasta los primeros colonos que viajaron a Canadá. La parroquia de Santa Familia (Sainte Famille), por ejemplo, fue fundada en 1661 (la ciudad de Québec lo fue en 1608 y la de Montréal en 1642). Los Billodeau se especializaron en la manzana, que cosechan hasta que el otoño provoca los primeros hielos, el momento esperado para destilar los frutos destinados a la sidra de hielo. El resto de la producción se puede adquirir bajo todas las formas posibles en el negocio de la finca: dulces, licores, jarabes. También se puede pasear entre las largas hileras de manzanos para cosechar uno mismo, pagando por kilo: una modalidad muy apreciada por los habitantes de la ciudad cuando vienen por el fin de semana.
Y en primavera, la otra experiencia que nadie quiere perderse es participar en la cosecha de la savia de arce de la cabaña de azúcar de L’En-Tailleur, una suerte de complejo turístico productivo en torno a este producto típicamente canadiense. En los viejos tiempos, la cabaña era el lugar donde los cosechadores pasaban largos días para colectar, preparar y destilar la savia. Hoy el proceso es más ameno, con maquinaria e instalaciones racionalizadas. Pero en L’En-Tailleur se muestra todo tal como se hacía antaño.
Toda la isla parece concentrada en la localidad de Saint-Pierre, pero en realidad hay mucho más a lo largo de la ruta. No hay que dejar de pedir un mapa en la oficina de informes en el cruce de la calle del puente y el Camino Real: el resto de la visita promete degustaciones en una destilería de licor de cassis, chocolaterías, restaurantes de comidas típicas (los más valientes se pueden animar a probar la poutine, una mezcla de papas fritas y queso fundido bienvenido en invierno), una vinagrería, fábricas de queso y de golosinas. Hay para todos los gustos y el paseo se puede estirar a lo largo de un día entero. O dos, si uno es realmente goloso y quiere al mismo tiempo conocer algunos de sus edificios históricos.
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