turismo

Domingo, 5 de julio de 2015

DIARIO DE VIAJE JAPóN, DEL LENGUAJE AL ALIMENTO

Significados orientales

Roland Barthes se aproxima a la cultura japonesa a través del prisma del signo. Lejos del turismo convencional, su visión de Japón se plasmó en un libro que examina desde los haikus hasta el teatro, pasando por Tokio, los misterios del idioma y la particular forma de presentar el alimento.

 Por Roland Barthes *

Sin palabras La masa susurrante de una lengua desconocida constituye una protección deliciosa, envuelve al extranjero (por poco que el país no le sea hostil) con una película sonora que detiene en sus oídos todas las alienaciones de la lengua materna; el origen, regional y social de quien la habla, su grado de cultura, de inteligencia, de gusto, la imagen mediante la cual él se constituye como persona y pide reconocimiento. Por esto ¡qué descanso en el extranjero! Allí estoy protegido contra la estupidez, la vulgaridad, la vanidad, la mundanidad, la nacionalidad, la normalidad. La lengua desconocida, de la que no obstante aprehendo la respiración, la corriente aérea emotiva, en una palabra, la pura significatividad, conforma en torno mío, a medida que me desplazo, un ligero vértigo, me arrastra en su vacío artificial, que sólo se cumple para mí: me mantengo en el intersticio, desembarazado de todo sentido pleno. ¿Cómo se las ha arreglado allá con la lengua? Sobreentendido: ¿Cómo se ha asegurado esa necesidad vital de comunicación? O más exactamente, aserción ideológica que recubre la interrogación práctica: no hay comunicación más que en la palabra.

Ahora bien, sucede que en este país (el Japón), el imperio de los significantes es tan vasto, excede hasta tal punto la palabra, que el intercambio de signos sigue siendo de una riqueza, de una movilidad, de una sutileza fascinantes, a despecho de la opacidad de la lengua, a veces incluso gracias a esta opacidad. La razón de esto es que allá el cuerpo existe, se despliega, actúa, se entrega, sin histeria, sin narcisismo, pero según un puro proyecto erótico –aunque sutilmente discreto–. No es la voz (con la que nosotros identificamos los “derechos” de la persona) quien comunica (¿comunicar qué?, ¿nuestra alma –forzosamente bella?–, ¿nuestra sinceridad?, ¿nuestro prestigio?), es todo el cuerpo (los ojos, la sonrisa, el mechón, el gesto, el vestido) el que mantiene con nosotros una especie de balbuceo al que el perfecto dominio de los códigos quita todo carácter regresivo, infantil. Fijar una cita (por gestos, dibujos, nombres propios) lleva sin duda una hora, pero durante esa hora, para un mensaje que se habría resuelto en un instante si hubiera sido hablado (a la vez totalmente esencial e insignificante), lo que se conoce, se degusta, se recibe, es todo el cuerpo del otro, y es él quien ha desplegado (sin un verdadero fin) su propio relato, su propio texto.

EL AGUA Y EL COPO El plato de comida parece un cuadro de los más delicados: es un marco que contiene sobre fondo oscuro objetos variados (cuencos, cajas, platitos, palillos, montoncitos de alimentos, un poco de jengibre gris, algunos tallitos de verdura naranja, un acompañamiento de salsa parda), y como estos recipientes y estos trozos de comida son exiguos y tenues, aunque numerosos, se diría que esas bandejas cumplen la definición de la pintura que, en el decir de Piero della Francesca, “no es más que una demostración de superficies y de cuerpos haciéndose siempre más pequeños o más grandes con arreglo a su fin”. Sin embargo, un orden así, delicioso cuando aparece, tiene por objeto ser deshecho y vuelto a recomponer según el ritmo mismo de la alimentación; lo que era un cuadro inamovible en un principio, se convierte en un banco artesanal o un tablero, espacio, no ya de una vista, sino de una acción o de un juego; la pintura en el fondo no es más que una paleta (una superficie de trabajo), con la que se va a jugar a medida que se come, cogiendo de aquí una pizca de legumbres, de ahí arroz, de acá un condimento, de allá un sorbo de sopa, según una libre alternancia, a la manera de un grafista (precisamente japonés), instalado delante de un juego de vasos y que, a la par, sabe y titubea: de este modo, sin ser negada o disminuida (no se trata de una indiferencia con respecto a la comida, actitud siempre moral), la alimentación da la impresión de una especie de trabajo o de diversión, que no se aplica tanto sobre la transformación de la materia prima (objeto propio de la cocina; no obstante, la comida japonesa está poco guisada, los alimentos llegan naturales a la mesa), como sobre la unión móvil y casi inspirada de elementos cuyo orden de proporción no está fijado por ningún protocolo (se puede alternar un sorbo de sopa con un bocado de arroz o una pizca de legumbres): al estar todo el hacer de la comida en la composición, al componer sus elementos, decido uno mismo lo que come; el plato no es ya un producto confiado a otros, cuya preparación está, en nuestro caso, púdicamente alejada en el tiempo y en el espacio (comidas elaboradas por adelantado tras el tabique de una cocina, habitación secreta donde todo está permitido, con tal de que el producto no salga de ahí sino compuesto, adornado, embalsamado y disfrazado). De ahí el carácter vivo (lo que no quiere decir natural) de esta comida, que en todas las épocas parece realizar la exhortación del poeta: ¡Ah!, celebrar la primavera con las cocinas exquisitas.

De la pintura, la comida japonesa toma también la cualidad menos inmediatamente visual, la cualidad más profundamente metida en el cuerpo (unida al peso y al trabajo de la mano que traza o cubre) y que no es el color, sino la pincelada. El arroz cocido (cuya identidad absolutamente particular es nominada por un nombre especial, que no es el del arroz crudo), no puede definirse más que por una contradicción de la materia; a la vez es cohesivo y separable; su destino sustancial es el fragmento, el ligero conglomerado; es el único elemento de ponderación de la comida japonesa (antinómica de la comida china); es lo que cae, por oposición a lo que flota; dispone en el cuadro una blancura compacta, granulosa (al contrario de la del pan) y, sin embargo, apetitosa; lo que llega a la mesa, apretado, encolado, se deshace, de un golpe de los palillos, sin que jamás, por el contrario, se desparrame, como si la división no sirviera más que para producir de nuevo una cohesión irreductible; esta defección medida (incompleta) es lo que, más allá (o más acá) de la comida, se da a consumir. Asimismo –pero en el otro extremo de las sustancias– la sopa japonesa (esta palabra, sopa, es indebidamente espesa, y potage recuerda a casa de huéspedes) distribuye en el juego alimenticio una pincelada de luz. Entre nosotros, una sopa clara es una sopa pobre; pero aquí, la ligereza del caldo, fluido como el agua, el polvo de soja o de alubias que en él se desplaza, la rareza de dos o tres sólidos (tallito de hierba, filamento de verdura, trocito de pescado) que dividen al flotar esta pequeña cantidad de agua, dan la idea de una densidad lúcida, de una nutrición sin grasa, de un abarquillar tanto más reconfortante cuanto más puro: cualquier cosa acuática (más que acuosa), de delicado toque marino, conlleva un pensamiento de manantial, de vitalidad profunda. Así, la comida japonesa se establece dentro de un sistema reducido de la materia (de lo claro a lo divisible), en un temblor del significante; estos son los caracteres elementales de la escritura, establecida sobre una especie de vacilación del lenguaje, y de este modo se nos aparece la comida japonesa: una comida escrita, tributaria de gestos de división y de parcelamiento que no inscriben el alimento en el plato de comida (no tiene nada que ver con la comida fotografiada, las composiciones coloreadas de nuestras revistas femeninas), sino en un espacio profundo que sitúa en diversos planos al hombre, la mesa y el universo. Porque la escritura es precisamente ese acto que une en el mismo trabajo lo que no podría aprehenderse junto en el único espacio plano de la representación.

PALILLOS (...) Los palillos tienen muchas otras funciones además de llevar la comida del plato a la boca (que es la menos pertinente, ya que es también la función de los dedos y tenedores), y estas funciones le pertenecen de manera particular. En primer lugar, los palillos –su forma lo dice de sobra– tienen una función deíctica: muestran la comida, designan el fragmento, hacen que exista por el mero hecho de la elección, que es el índice; pero por eso, en lugar de que la ingestión siga una especie de secuencia maquinal, en la que uno se limitaría a tragar poco a poco las partes de un mismo plato, los palillos, al designar lo que escogen (y por tanto al escoger al instante esto de aquí y no aquello otro de allá), introducen en el uso de la comida, no ya un orden, sino una fantasía y como una pereza: en todo caso, una operación inteligente y no sólo mecánica. (...) Hay en el gesto de los palillos, todavía más suavizado por su materia, de madera o laca, cierta cosa de maternal, la moderación misma, exactamente comedida, que se pone al mover a un niñito; una fuerza (en el sentido operativo del término), no una pulsión; se trata de todo un comportamiento con respecto a la comida; esto se observa bien en los largos palillos de cocina, que no sirven para comer, sino para preparar los alimentos: nunca el instrumento horada, corta, raja, hiere, tan sólo toma, devuelve, transporta.

* El imperio de los signos, 1970.

Crudos o cocidos: en la comida japonesa los alimentos llegan poco guisados a la mesa.

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Recipientes y trozos de comida “exiguos y tenues” en la tradicional presentación oriental.
Imagen: JNTO
 
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