Dom 02.08.2015
turismo

CORRIENTES. POLíTICA Y RELIGIOSIDAD EN IBERá

Esteros en rojo y azul

La otra cara de una tierra de pura naturaleza. Un recorrido desde Colonia Pellegrini con una familia correntina de pura cepa, explorando la religiosidad popular de la región y su idiosincrasia política aún ligada a la lucha entre unitarios y federales.

› Por Julián Varsavsky

Fotos de Julián Varsavsky

Salimos a recorrer las calles de tierra del pueblo en la camioneta de José Martin, un gaucho nacido en Colonia Pellegrini dedicado a contarles a los viajeros las singularidades de la cultura local, es decir las costumbres y el modo de vida de su propia familia. Comenzamos por el cementerio, que para muchas personas funciona como una intermediación ante Dios con más asiduidad que la iglesia, “adonde pocos van porque no se acostumbra mucho y además el cura viene una vez por mes, si es que no llueve”, dice José prefigurando los modos únicos de la religiosidad popular en Corrientes.

“El Día de los Muertos se viene al cementerio en familia incluyendo a los niños, a pasar la tarde en una especie de picnic frente a la tumba del ser querido, al que le llevan su comida favorita: además se come y se escucha chamamé. Al ancestro se le habla en voz baja pidiéndole cosas o que resuelva problemas existenciales. Es decir que en Colonia Pellegrini somos muy prácticos para ciertas cosas y por eso un psicólogo se moriría de hambre aquí”, agrega José un poco en chiste y otro poco en serio.

Colores correntinos: azul la tumba y roja la cinta, un liberal devoto del Gauchito Gil.

AZUL HASTA LA MUERTE El otro aspecto singular del cementerio es cómo la política se prolonga al mundo de los muertos. En toda la provincia –y más aquí, un pueblo muy aislado– perdura hasta hoy la antigua distinción entre unitarios y federales. Los primeros son ahora los “liberales” representados por su histórico color azul; los segundos son los autonomistas que se identifican con el rojo federal.

“Mi mamá es liberal a la correntina, entonces siempre viste algo azul: una remera, un pañuelo o las medias, pero jamás una prenda roja ni me lo permite a mí. Si le preguntan de qué signo político es les dirá: ‘Azul hasta la muerte’”, cuenta José sobre doña Lili de Martin, y ya todos la queremos conocer.

El cementerio mide una hectárea con suelo de pasto, delimitado por una precaria cerca de palos y alambre. Desde el lado de afuera José señala algunas tumbas pintadas de rojo o azul, o que al menos tienen una cinta con uno de esos dos colores. Porque muchos se llevan su color político a la muerte. Y el asunto se complica más con el sincretismo religioso correntino. José señala una tumba azul con una cinta roja atada en la cruz, en aparente contradicción: “Es como si una persona se pusiera una camiseta de Boca y los cortos de River”, compara. La razón es que el muerto era liberal pero devoto del Gauchito Gil, cuyo color es el rojo porque era federal.

También vemos casos en que la tumba tiene una cinta roja por razones políticas pero está pintada de azul porque es el color de la Virgen de Itatí. Más allá están las tumbas celestes de Antonio y su mujer: la del hombre está bien pintada y la de ella no. Porque a Antonio alguien le pidió algo y se lo habría concedido; el beneficiado le dio entonces una mano de pintura a la tumba.

Los gauchos tienen muchas veces en su vestimenta de trabajo o de gala elementos de color rojo o azul, según el caso. Esto se ve en algún pañuelo, el sombrero, la faja, la polaina o el apero. Y se dice que “la gente vota por el color del pañuelo” sin importar quién sea el candidato. “El color al que pertenecés es comparable al cuadro de fútbol del que sos hincha”, sentencia José.

En los desfiles escolares los niños llevan al cuello el pañuelo con el color de la familia. En Colonia Pellegrini hubo una gran emigración en los ’80 al declararse reserva los Esteros del Iberá, ya que gran parte de los pobladores eran cazadores furtivos. Y por mera casualidad se fueron muchos más rojos que azules, quedando los autonomistas en franca minoría. Entonces aquí, en teoría, gobiernan los azules desde 1983. Pero esto es relativo porque los rojos, al verse derrotados, se aliaron a sus adversarios. Como resultado, desde hace 18 años gobierna una coalición rojiazul.

José Martin emponchado y a caballo, igual que en su infancia sin juguetes.

A LA CASA DE JOSE Regresamos a la camioneta y José nos lleva hacia el pequeño campo donde nació –al igual que su padre y su abuelo– y aún vive su familia, en los esteros de Camba Trapo, a 17 kilómetros de la laguna de Iberá.

Llegamos al verde e idílico paraje donde la única casa es la de los Martin, habitada por los padres de José y sus dos hijas. A diferencia del típico gaucho de la zona –hosco y cerrado, con el facón listo en la cintura– al padre de José le gusta charlar con los visitantes al igual que su esposa. Nos reciben en su enorme rancho hecho de adobe pero sin ladrillos, con un “enchorizado” de barro y espartillo colocado en una estructura de palos y cañas tacuara. Sus puertas y ventanas son pequeñas para aislar el interior, tanto del frío como del calor. El techo a dos aguas tiene cielo raso de paja, junco y zinc. El gaucho correntino vive la mayor parte del día fuera del rancho, bajo un techo que es una especie de quincho sin paredes.

Doña Lili y Amadeo Martin se acuestan y levantan con el sol, aunque hace ya diez años les llegó la electricidad. Entre las tres y las cuatro de la mañana arrancan el día con unos mates. Una de las hijas ordeña una vaca y desayunan mbaipú –guiso de harina y carne– con un vaso de leche. A eso de las 6.30 comienzan las tareas más duras, como enlazar un novillo para curarle una “bichera”, cortarle los cuernos a un toro o arrear el ganado. Las mujeres se encargan de los quehaceres domésticos. Alrededor de las 10 ya están todos sentados a la sombra.

Luego del almuerzo llega la siesta, mientras afuera del rancho el calor paraliza toda vida humana y animal. La actividad de la tarde es más tranquila: preparan cueros para vender, arrean las ovejas, salan carne para el charqui y riegan la huerta. Los Martin son casi autosuficientes y, como la ferretería más cercana está a 120 kilómetros, ellos fabrican sus herramientas con todo tipo de hierros viejos que guardan en un galpón.

En muchos ranchos correntinos hay una costumbre de origen guaraní: enterrar a los muertos al fondo de la casa (en la zona más de la mitad de los pobladores habla o al menos entiende guaraní). Como la relación con el antepasado perdura después de la muerte, es más cómodo tenerlos cerca antes que en un cementerio lejano.

También es común tener una capilla al costado de la casa –la iglesia suele estar lejos– donde cada cual rinde culto a su manera a toda una serie de “santos” como el gaucho Lega, una niña llamada Juanita Cabrera, Santa Librada, San Baltazar (el de los Reyes Magos), San La Muerte y el Gauchito Gil.

Don Amadeo termina de asar una vaca carneada por él mismo y sus hijas nos van trayendo los chorizos fabricados por la familia. Mientras tanto José nos sigue revelando su mundo. A diferencia de lo que ocurrió en Misiones, aquí los inmigrantes se mezclaron con los aborígenes y ya no quedan guaraníes puros. Una muestra de esto es el mismo José, cuyo bisabuelo era suizo francés casado con una criolla: por eso tiene ojos celestes.

La influencia cultural de los guaraníes es de todas formas muy fuerte: el mate, comidas como el chipá y el mbaipú, la comunicación con los muertos y un acento muy evidente en el idioma español. El gaucho correntino es resultado de esta mezcla, donde también está muy presente el negro.

El machismo correntino es muy marcado. Por ejemplo a las fiestas el gaucho va vestido con sombrero, botas y una bombacha impecable para bailar chamamé. La mujer viste sus ropas de siempre: el hombre brilla y ella queda en un segundo plano. Sin embargo aquí reinaría un matriarcado encubierto, donde las grandes decisiones las toma la madre. Para ejemplificarlo José cuenta que “mi papá no decide nada sin preguntarle a mi mamá”.

Sin traumas personales, José cuenta que en el campo correntino los niños de cinco años ya comienzan a hacer algunos trabajos. “A los 13 años ya trabajamos como un adulto. Para mí era normal que un niño trabajara. El hecho de que en otros lugares los menores no lo hicieran lo noté al ver a los hijos de los turistas, que actuaban como niños y no parecían ser trabajadores con responsabilidades. Yo vendía con mi abuelo naranjas y butifarras. Y él de niño había sido vendedor de leche, a la que le metía agua de los esteros para que rindiese más. Una vez un cliente le dijo: ‘Mirá que la leche tiene pececitos’. Y mi abuelo le respondió con ‘inocencia’ infantil: ‘¿Y de dónde cree usted que toma el agua la vaca?’”, relata José muerto de risa.

A la escuela el pequeño José iba remando él mismo en una canoa entre los yacarés. Cuando a los 13 años quiso seguir estudiando, su papá le dijo: “Ni loco voy a alimentar vagos”. Nuestro versado guía nunca tuvo un juguete. Jugaba a la hora de la siesta, después de trabajar, por ejemplo, con una naranja: “Ahora tengo dos hijos y me peleo con ellos por los juguetes”.

Recién con el postre –mamón en almíbar– rompemos el hielo con doña Lili y ahora es la madre la que habla del hijo.

“Mi papá usaba pañuelo azul desde que se levantaba. Usted me preguntó qué es ser liberal: yo no lo sé explicar, que se lo diga mi hijo. José comenzó a dormir con su abuelo desde que tenía un año y se la pasaban juntos. Don Alberto era un viejito buenísimo, yo lo adoraba. Un día se levantó muy temprano y se fue a hachar un árbol. Tenía unos 80 años y yo le dije que no fuese todavía, porque hacía mucho frío. Pero fue igual, dio dos hachazos y cayó muerto. A José nunca le dijimos que había muerto porque teníamos miedo de cómo se lo iba a tomar. Entonces él preguntaba siempre cuándo iba a volver el abuelo. Nosotros le decíamos que se había ido de viaje. Ahí mismo donde murió le levantamos una ermita con una cruz, aunque lo enterramos en el cementerio”, relata doña Lili, quien una vez que se larga a hablar ya no para.

Vamos a ver la ermita, a 50 metros de la casa: tiene una cinta roja.

“Yo siempre le pido cosas a Don Alberto y me las cumple. La cinta roja se la pongo porque él era autonomista. Como su esposa era liberal, a él le pintaron la tumba de azul. Entonces intervine para que se la cambiaran al rojo y no lo logré. Pero al menos le taparon el azul con azulejos grises. Porque por sobre todas las cosas, yo respeto el color de las personas”, asegura tajante Lili.

Después de almorzar dormimos una siesta en hamacas paraguayas. Llega la hora de la caminata y la cabalgata por los esteros de Camba Trapo, el punto más alto de una excursión que ya nos ha dado tanto, que no haría falta más.

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