TIERRA DEL FUEGO > TOLHUIN Y EL CABO SAN PABLO
Un viaje en auto a Tierra del Fuego cruzando en ferry el Estrecho de Magallanes, para entrar a la Isla Grande por el norte y dormir en Tolhuin. Excursión a las profundidades más desoladas de la región hasta el Cabo San Pablo y su fantasmal naufragio del Desdémona.
› Por Julián Varsavsky
Luego de atravesar la Patagonia continental completa en auto, desde Río Gallegos seguimos viaje hasta el mítico estrecho de Magallanes, descubierto en 1520, después del cual la cartografía ubicaba hasta el siglo XVIII la Terra Incognita Australis, aquel continente imaginario prefigurado por Aristóteles: la antípoda del Polo Norte.
Desde la capital santacruceña cruzamos la “nada” patagónica por la RN 3, cortando a la mitad una planicie esteparia sin árboles. Pasamos a Chile y en Punta Delgada nos embarcamos con el auto en una barcaza. En 20 minutos tocamos tierra en la región chilena de Tierra del Fuego, acompañados todo el viaje por una pareja de toninas blanquinegras dando saltos regulares en paralelo.
La amplitud ascética y minimalista del ambiente remite a la fantasiosa idea del finis terrae, después del cual los antiguos navegantes temían hundirse en los abismos del universo. Después de desembarcar en la Bahía Azul rodamos sobre ripio y pavimento hasta entrar a territorio argentino en el paso fronterizo San Sebastián, al cabo de una hora y media.
La RN3 nos lleva a la capital Río Grande, otra vez por una estepa de pastos ralos en los sectores más inhóspitos de Tierra del Fuego. Al llegar nos detenemos en el Cabo Domingo, un ventoso promontorio que ingresa al mar y termina en un recto acantilado. Luego visitamos la Misión Salesiana, donde se instaló aquella congregación en 1893 para evangelizar a los aborígenes e inculcarles la idea europea del trabajo. Hoy funcionan aquí un colegio y un museo de historia y ciencias naturales con la réplica de un refugio selk´nam, fotos de la época y puntas de flecha.
HACIA TOLHUIN En las afueras de la ciudad vemos a la vera de la ruta las fábricas fueguinas de electrónicos, y partir de aquí tenemos la opción de seguir hasta Tolhuin por la RN 3 o desviarnos por un camino más largo y de ripio, pero más interesante: la Ruta F. Aun con un auto común, optamos por el peor y más extenso camino, por lo que se gana en interés viajero.
A la vera de la Ruta F hay campos de antiguas estancias laneras reconvertidas en vacunas. Este cambio productivo no tiene que ver sólo con la baja del precio de la lana sino con la introducción de una especie exótica: el perro. Con el aumento de población humana en la isla, hubo cada vez más perros, que se fueron escapando de sus amos para formar jaurías salvajes y diezmaron a las ovejas. Ya casi ninguna estancia de Tierra del Fuego cría ovejas.
Hacia el centro de la isla el terreno se va ondulando y aparecen los primeros bosques andinos. Cada tanto un guanaco cruza de un salto un alambrado con su harén detrás. También vemos escabullirse entre los pastizales a un zorro y los por aires remontan vuelo bandurrias, caranchos y chimangos.
En la lejanía aparecen los cascos de las estancias, con techo de chapa roja y sus galpones de esquila. Al pasar junto a la estancia Los Cerros el suelo se cubre con millares de blancas margaritas veraniegas.
Nuestro desvío tiene como objetivo llegar a orillas del lago Yehuin, donde hay una hostería abandonada. Aquí dejamos el auto para salir a caminar la costa bordeada por un bosque andino de lengas y ñires.
Al dejar atrás el lago, la Ruta F se convierte en H y pasamos junto a la enorme estancia Rivadavia, de 10.000 hectáreas, donde se ocultó el general paraguayo Lino Oviedo en 1999. La estancia pertenece a una familia de inmigrantes croatas de apellido Antunovic y aloja turistas.
Los bosques se vuelven cada vez más frondosos y salimos otra vez a la RN 3, a 20 kilómetros de Tolhuin (el trayecto total alcanza 160 kilómetros). Llegamos a las 20.30 a la hostería donde dormiremos, aun a pleno sol: en verano los días tienen hasta 16 horas de luz.
Tolhuin tiene 3000 habitantes y fue creado por decreto en 1972 junto al lago Fagnano, ya que había 150 familias instaladas viviendo de la industria maderera. Equidistante a poco más de 100 kilómetros de Ushuaia y Río Grande, es el tercer centro poblado de Tierra del Fuego.
Hasta los años ´60 vivieron aquí los últimos descendientes de la etnia selk´nam, entre ellos Lola Kiepja, fallecida en 1966. Y era sobre esta cabecera del lago donde los jóvenes de aquella cultura desaparecida practicaban su rito de iniciación, llamado Hain.
Por aquel tiempo el gobierno hizo construir hosterías por toda la isla y en 1964 surgió Kaikén, ahora remodelada, con restaurante y vista al lago desde las habitaciones.
El pueblo tiene dos calles asfaltadas y una famosa panadería llamada La Unión, creada en 1972 por Emilio Saez, que vendía pan casa por casa hasta que el negocio prosperó de una manera increíble para un lugar tan pequeño: hoy tiene 25 empleados atendiendo las mesas y un sábado de verano pueden pasar hasta 5000 personas. En las paredes hay una sobrecarga de fotos con personajes de la política, el fútbol y la farándula que han pasado por aquí, desde Carlos Menem hasta Osvaldo Bayer. Cuando la clientela lo sobrepasa, Emilio se refugia en un sector al que también puede entrar el público, una especie de pajarera con loros y guacamayos.
BARCO FANTASMA Al día siguiente partimos de excursión hacia el Cabo San Pablo. Vamos por la RN 3 con rumbo norte para desviarnos a los 40 kilómetros por el ripio de la Ruta A, atravesando estancias y bosques. La ruta se va elevando y bordea acantilados con vistas melancólicas al insondable mar. Hasta que en la lejanía aparece el casco oxidado de un barco varado en la arena.
Llegamos con la bajamar, así que caminamos por la arena mojada hasta el pie del naufragado Desdémona, que encierra una extraña historia. En su libro Naufragios, Carlos Vairo cita al capitán Prillwitz contando el episodio del 9 de septiembre de 1985.
Al zarpar con una veintena de tripulantes en Comodoro Rivadavia, este barco fabricado en Hamburgo en 1952 sufrió la ruptura de un pistón, según el capitán por un sabotaje. Al llegar a Ushuaia quiso hacer reparar el barco, pero el dueño de la empresa naviera insistió en que siguieran hasta Río Grande. El viaje lo hicieron en cinco días a muy baja velocidad, cerca de la costa para refugiarse de los temporales.
Al llegar a Río Grande había un gran viento del noroeste de modo que no atracaron, partiendo hacia el sur en busca de un lugar protegido. Así llegaron al remoto Cabo San Pablo, donde los esperaba otro temporal. La popa tocó unas piedras que no están en las cartas náuticas y se produjo un agujero a través del cual se inundaron el túnel y después la bodega cargada con cemento: comenzaron a hundirse de popa.
El capitán decidió acercarse a la playa a toda máquina para encallar en la arena. De esa forma todos pudieron bajar y salvar la carga. Por radio los dueños del barco le decían que fondeara el barco y lo abandonaran en los botes. Pero el capitán adujo que el resultado hubiera sido el hundimiento total, algo que por lo visto buscaba la empresa para cobrar el seguro. El conflicto terminó en la justicia. Entre sus argumentos, el capitán dijo que personal de la sala de máquinas fue parte del complot haciendo inundar la bodega.
Nos sentamos en unas mesitas de camping para hacer un picnic sobre la arena, al pie del barco, mientras leemos su historia. La fantasmal mole se mantiene en pie e impresiona verla de cerca, como si nos fuese a aplastar. Pero este rincón hostil de Tierra del Fuego nos tenía reservada la sensación más intensa del viaje: en medio del aislamiento austral, sin nadie a la vista, tenemos la sensación física de rozar una de las fibras más profundas de la Patagonia, esa esencia desoladora que enloquecía los sueños de antiguos aventureros, quienes buscaron en sus entrañas a la dorada Ciudad de los Césares.
Sentados alrededor de la mesita junto a la mole de herrumbre, no se nos viene encima el barco sino el peso de la historia, la ciencia y la literatura de viajes, escritas por Charles Darwin en La evolución de las especies, por Julio Verne en El faro del fin del mundo y por Antonio Pigafeta en su crónica de la primera vuelta al mundo, al mando de Magallanes.
La mayoría de los barcos mueren de viejos en algún puerto remoto donde su tripulación los abandona, o desguazados sin gloria en un astillero: unos pocos perecen luchando contra tormentas huracanadas (si son ciertas las denuncias del capitán Prillwitz, en este caso debió luchar también contra el sabotaje).
No hay quizás final más digno para un barco que sucumbir de pie, encallado en los traicioneros confines de la Patagonia. El Desdémona, muerto a traición, es uno de ellos y hace honor a su shakespeariano nombre, el de aquella princesa asesinada por Otelo como consecuencia de una infamia.
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