PERÚ TESOROS DE LA RUTA MOCHE
En el norte de Perú salió a la luz, hace apenas una década, la momia de una gobernante precolombina cuyo hallazgo cambió todas las creencias sobre la organización del pueblo mochica. La Señora de Cao tiene hoy su propio museo, 60 kilómetros al norte de Trujillo.
› Por Graciela Cutuli
Hay algo tangiblemente sagrado en los sitios arqueológicos de la costa norte peruana. Una sucesión de arcanos que se pierden en el tiempo, una herencia que atravesó los siglos y un día se reveló, para el asombro de los arqueólogos, con un esplendor inusitado. El emblema de este legado es sin duda el Señor de Sipán, “Tutankamón de las Américas”, hallado a fines de los años 80 en las cercanías de Chiclayo: un entierro real nunca saqueado, cubierto de joyas y ornamentos acordes a su rango, que deslumbró al arqueólogo Walter Alva y su equipo cuando lo sacaron a la luz. Después de ser restaurada en Europa, la momia regresó a Perú en 1993 y fue recibida con honores por los pobladores de la ciudad, en homenaje a aquel gobernante de nombre desconocido que parecía volver del fondo de los tiempos. Más al sur, en torno a Trujillo, se encuentra Chan Chan, la gran ciudad de adobe, y las Huacas del Sol y de la Luna, un libro abierto que se visita para descubrir –relieve tras relieve, ladrillo tras ladrillo– algunos secretos de la antigua civilización mochica. Pero los misterios de esta región están lejos de terminar aquí: para conocerlos hay que internarse por la llamada Ruta Moche y su sucesión de sitios arqueológicos, donde conviven las ubicaciones originales de las tumbas y entierros de personajes otrora poderosos con modernos museos de sitio, que permiten abrir una ventana en el túnel del tiempo y asomarse a la vida y las creencias de las primitivas civilizaciones locales.
SEÑORES Y SEÑORAS El hallazgo del Señor de Sipán puso el nombre de Walter Alva en el panteón de la arqueología peruana y mundial. Algunos años más tarde, su colega Régulo Franco le seguiría los pasos en las excavaciones de la huaca Cao Viejo, uno de los cuatro sitios sagrados que conforman el complejo arqueológico El Brujo, al norte de Trujillo.
Cao Viejo es una pirámide trunca de la civilización mochica, compuesta por una sucesión de siete construcciones superpuestas. Sobre una base cuadrangular de 120 metros por cada lado, alcanzaba hasta 30 metros de altura y se encontraba frente a una gran plaza de ceremonias amurallada. ¿Cuál era su función precisa? Cada nueva respuesta que se intenta hoy, pasados los siglos y barrida la cultura de aquellos tiempos, suscita nuevos interrogantes. Sin embargo, los altorrelieves que representan a cautivos con una soga al cuello, encaminándose hacia el verdugo, así como las imágenes del dios Ai Apaec –“el degollador”– sugieren un espacio dedicado a los sacrificios y utilizado por los mochicas, que alcanzaron el mayor desarrollo de su sociedad guerrera en el primer milenio de nuestra era.
¿Era acaso totalmente desconocida la riqueza que encerraba esta huaca, como tantas otras de la árida costa del Pacífico? Sin duda no para muchos pobladores y menos aún para los “huaqueros”, saqueadores de tesoros que durante largo tiempo amenzaron el trabajo de Franco y su equipo de arqueólogos. Hasta que, hace sólo diez años, la tierra empezó a revelar algunos de sus secretos mejor guardados: cuando nadie lo esperaba, una aparición –la momia de una mujer cubierta por una ingente cantidad de joyas y piedras preciosas– se impuso y transformó todas las creencias sostenidas hasta entonces sobre la forma de gobierno de la cultura mochica. No sólo hombres, sacerdotes guerreros de misteriosos poderes, ejercían el mando sobre este pueblo que habitó en la costa peruana y dejó una huella duradera. Perú había descubierto para el mundo el cuerpo de la Señora de Cao, o Dama de Cao, que fue con toda probabilidad la gobernante del valle de Chicama. Sus restos –cubiertos por collares de oro, plata, lapislázuli, turquesa, coronas de cobre, diademas y narigueras de oro y plata– confirmaban su rango y estaban colocados junto a cetros de madera forrados en cobre que también avalaban el poderío que alguna vez tuvo esta momia de mujer asombrosamente conservada.
UNA DAMA A SALVO ¿Una reina, una adivina, una sacerdotisa? ¿Un poco todo? La momia, que aún muestra los tatuajes con dibujos de arañas, monos y serpientes en los tobillos, los dedos y los brazos, da respuestas ambiguas. Aunque los mochicas no solían momificar los cuerpos, lo hicieron con la Dama de Cao, que fue untada con cinabrio –un mineral que ayudó en la conservación– y enterrada mirando al sur, en un lugar al abrigo de tsunamis y otros fenómenos provocados por El Niño en la costa del Pacífico. Se cree que la predicción del clima pudo haber estado entre sus atributos, pero es apenas una hipótesis. Más certeros parecen los datos científicos: que vivió hacia el año 400 de nuestra era (unos 150 años después que el Señor de Sipán), y que murió en torno a los 25 años por las complicaciones de un parto. De su rango habla su entierro: una vasija en forma de búho coronaba una cubierta de caña, tablones de algarrobo y otros recipientes que, finalmente, permitieron llegar al fardo funerario, flanqueado por el cuerpo de una adolescente que probablemente fue sacrificada para acompañar a su señora en su último viaje.
Veintiséis capas de género cubrían el cuerpo, intercalados con mantos cubiertos de cobre dorado y ornado con narigueras de oro y plata, coronas, diademas, collares y bastones ceremoniales: un ajuar funerario impresionante que se abrió ante los ojos de Franco y su equipo un día de mayo de 2006, echando por tierra la consolidada creencia de los mochicas como “una sociedad patriarcal gobernada por hombres”, al decir de Walter Alva.
EL MUSEO DE CAO A la importancia del hallazgo, que puso al complejo El Brujo y en particular a la huaca Cao Viejo en el centro de la atención, le siguió la acertada decisión de abrir el sitio al público. En primer lugar el área misma de las excavaciones, con una estructura que cubre parte de la Huaca Cao y protege sus frisos, y luego el Museo de Sitio Cao, que implica abrir la puerta de un inesperado viaje en el tiempo. La visita de los dos es imprescindible, un alto obligado en la visita al norte peruano que termina de confirmar lo que miles de visitantes comprueban cada año: si bien cuesta sacar el foco turístico-histórico en Perú de Machu Picchu y los sitios incaicos de los Andes, la Ruta Moche está –como mínimo– a la misma altura y se ubica entre los principales itinerarios arqueológicos del mundo. En el orden a seguir, conviene recorrer primero la pirámide donde fue hallada la momia de la gobernante mochica, con la réplica de cómo fueron hallados sus restos y las excavaciones “a flor de piel”. Es como asistir en directo al trabajo de los investigadores y revivir su sorpresa al sacarla a la luz del sol. Luego, hay que conocer el museo de sitio dedicado a la Señora de Cao, donde se encuentran guías para acompañar la visita: vale la pena la experiencia, por el conocimiento y pasión que transmiten en el relato, que enriquece el paseo y le da una envergadura imprescindible para los no iniciados.
Después del primer impacto entre el contraste del brillante sol exterior con la oscuridad del interior, que preserva los objetos arqueológicos del daño lumínico, los ojos se acostumbran y empiezan a descubrir en esta moderna construcción, casi inesperada por su concepto de vanguardia, los asombrosos tesoros que salieron a la luz el día del descubrimiento de Régulo Franco. Cerámicas, objetos de oro, mantos, ornamentos, collares... cada vitrina es una revelación, una suerte de llamado del pasado remoto, de una civilización misteriosa. Y al final del recorrido, en el fondo de una sala en penumbras, es ella, la mismísima Señora de Cao, la que aparece ante los ojos ya conmovidos de los visitantes, como mudo testimonio de un mundo desaparecido pero aún vivo en la fuerza de sus creencias y la riqueza de su apagada civilizaciónz
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