Dom 27.12.2015
turismo

CHUBUT > ENTRE LA MESETA Y LA CORDILLERA

Aguas y alerces de Esquel

Un árbol gigante que cuenta su edad en siglos. Una misteriosa piedra parada como un centinela en medio de la estepa. Un río de rápidas aguas turquesas, un tren que avanza al ritmo del vapor y los delicados sabores de un té a la galesa: son los encantos que encierra la comarca esquelense.

› Por María Zacco

Fotos de María Zacco

El silencio impera en el lago. Cada remada rítmica, a izquierda y derecha, abre un tajo en el agua, cuyo sonido burbujeante tiene algo de alegría anticipatoria, como si estuviera por correrse un gran telón que dará vida a un espectáculo impactante. El escenario es inmejorable: destellos color esmeralda al ras del kayak, viento a favor, islas de arrayanes, coihues y cipreses, y el característico canto del diminuto chucao como única música posible. Atreverse a surcar lagos y ríos del Parque Nacional Los Alerces otorga, sin duda, la posibilidad de apreciar de modo más vívido los múltiples paisajes que componen sus 259.570 hectáreas. Es un buen augurio para el inicio de un recorrido por Esquel, en el noroeste de Chubut, que estará signado por la búsqueda de sus aristas más desconocidas. Y coronado por clásicos ineludibles, como el té galés y un viaje en La Trochita, tren legendario que recuerda que la Patagonia es también tierra de aventuras.

El mirador de la laguna La Zeta, un ejemplo de preservación ambiental cerca de la ciudad.

DE VALLES Y ESTEPAS Si bien tiene 41.000 habitantes, Esquel conserva su espíritu de pueblo. Al transitar el boulevard que conforma la Avenida Ameghino se ve, a la izquierda, el cerro La Hoya, todavía cubierto de nieve. Lo secunda el Cerro 21, yacimiento de oro y plata famoso por un plebiscito –el primero en su tipo en Argentina– que hace trece años le dijo “no” a la explotación minera. Sobre una de sus laderas, alguien escribió con piedras “no a la mina”, leyenda que se repite por doquier en carteles tallados en madera y pintadas callejeras.

Acaso a partir de aquel episodio nació una férrea defensa de la preservación del ambiente que se traduce en distintas acciones, como la concreción de un plan conjunto de manejo de la laguna La Zeta, antiguamente del Ejército y hoy sitio de esparcimiento público. Se encuentra seis kilómetros al oeste de la ciudad, después de ascender por un camino de faldeo y cruzar los pinares que bordean el valle, por la ruta al río Percy. Hacia el oeste se ve el nevado del cordón Situación, que se refleja en la laguna, rodeada de pastizales. Cerca se encuentra el sendero hacia el Cañadón de Borquez: avanza por un bosque hacia distintos miradores desde los que se aprecia una vista panorámica de la ciudad, situada en una depresión de los cerros entre la cordillera y la meseta.

Por la tarde iniciamos la exploración a caballo por los valles cordilleranos. Partimos de la Chacra Los Alamos, a unos siete kilómetros de Esquel. Salimos al paso, entre vegetación achaparrada y plantas de rosa mosqueta, una de las especies introducidas en la Patagonia que ya es marca distintiva. Atravesaremos dos tranqueras hasta llegar a Valle Chico, un pequeño vergel –“aquí todos los nombres son literales”, dirá Héctor Diócares, nuestro baqueano– delimitado por los cerros Nahuel Pan, Cordón Esquel y el célebre Cerro 21. El camino está repleto de lomadas suaves, cortinas de álamos y pastizales verdes, atractivos para las vacas.

La desolada estepa patagónica espera 135 kilómetros al este de Esquel, en el Area Protegida Piedra Parada, donde un promontorio de 280 metros de altura y unos 100 metros de ancho domina el paisaje. Para llegar se debe transitar la mítica RN 40 y luego de 17 kilómetros, cuando los neneos y pequeños arbustos desplazan a los álamos, es señal del inicio de la RP 12. Es el repentino punto de quiebre entre el valle y la estepa, donde el verde es reemplazado por el ocre. La ruta discurre entre cerros con vegetación achaparrada, y a unos 65 kilómetros el solitario pueblo de Gualjaina indica que estamos cerca de nuestro destino. Tras unos pocos minutos se divisa, a lo lejos, la monumental piedra de origen volcánico. Un desvío a la derecha lleva, por un camino de ripio con un tramo de cornisa, a la entrada de la zona protegida.

Desde aquí no se ve la gran piedra: habrá que caminar unos 40 minutos para alcanzarla. Dan la bienvenida unos farallones de unos 100 metros de altura, de color rojizo, que se irán multiplicando durante la travesía. El primer punto que alcanzar es El Alero, en el cañadón Piedra Parada, un sitio de importancia arqueológica por las pinturas rupestres halladas en sus paredes. Sin embargo, la erosión de las rocas a la intemperie impide visualizarlas con precisión. No es el único rastro del paso de culturas pretehuelches por el cañón: al avanzar un poco más, dos enterratorios –muy disimulados entre las rocas– dan cuenta de que el sitio también fue elegido para el reposo definitivo.

Al fin tenemos ante nosotros a la imponente Piedra Parada –“otra literalidad”, según el baqueano de Valle Chico– un desprendimiento de un volcán extinguido que dio origen a toda la zona y hace 70 millones de años arrojaba lava en un radio superior a los 30 kilómetros. La piedra, lava solidificada, es parte de una antigua caldera de aquel furioso “volcán de ampolla”, cuya erupción intermitente duró unos diez millones de años. En la zona hay otros dos cañadones: La Buitrera –que alberga troncos petrificados– y Puente de Piedra. Sin embargo, se dice que el de Piedra Parada es el más energético: posee un alto porcentaje de distintos minerales y por eso atrae a gente que practica yoga y meditación.

Regresamos por otro sendero, donde nos topamos con escaladores profesionales. Estamos en el camino denominado Sueño Lento, en el que se puede escalar a 240 metros de altura, y más adelante está el Big Bang, un poco más escarpado y complejo. La actividad en este sitio es sólo para profesionales, pero igual se puede disfrutar del paisaje siguiendo distintos senderos de trekking. Al hacer un alto para refugiarnos del sol entre las rocas llegamos a La Matriz, una hendidura donde según Marcela, nuestra guía, se recarga energía vital. Cumplimos con el rito de visitarla y continuamos viaje siguiendo el curso del río Chubut, convertido en este tramo en un débil arroyo, el único que nace en la Cordillera y desemboca en el Atlántico. La excursión culmina unos kilómetros más adelante, con un picnic a la sombra de los sauces, que lloran a orillas del río.

Kayak de travesía en el lago Verde, una experiencia para aprender a remar de a dos en el Parque Nacional.

TESORO VERDE Un nuevo día nos encuentra camino al Parque Nacional Los Alerces, a 45 kilómetros de la ciudad. A las diez en punto llegamos al resort El Aura, a dos kilómetros de la Pasarela. Atravesando la zona de cabañas está la de los domos, casi a orillas del lago Verde. Allí comienza nuestra experiencia de kayak de travesía, que nos permitirá acceder a lugares inexplorados del parque. La actividad es un verdadero desafío para quienes nunca hayan hecho el intento, aunque prestando atención a algunos tips básicos no es difícil. Los kayaks son dobles, con timón –lo maneja quien se sienta atrás y ordena al otro ocupante remar a izquierda, derecha o ambos flancos, de acuerdo con lo que demanden las corrientes– y para salir a navegar hace falta colocarse un equipo especial de neoprene que incluye traje, botas y cubrecockpit o “pollera”, que impide el ingreso de agua al bote. Y no olvidemos el salvavidas mochila, con bolsillos, muy práctico.

A la voz de “aura” de Martín, el guía, nos adentramos en el lago Verde. La travesía empalma el río Arrayanes y el lago Futalaufquen y culmina unos 17 kilómetros más adelante, en la playa El Francés. Los sauces se inclinan hacia las orillas del lago y forman marañas verdes que hay que evitar cada vez que la corriente nos lleva. La vida en el bosque está parcialmente oculta, ahora que lo observamos desde el agua. Sin embargo, late. Podemos escucharla en el característico repiqueteo que provoca el pájaro carpintero al taladrar con el pico los troncos secos y nos exaltamos con el canto estridente del diminuto chucao. Pero es el sonido del agua el que nos mantiene atentos: ahora indica un remolino de corrientes, justo cuando el lago empalma con el río Arrayanes. El guía grita que se debe remar con fuerza y evitar “las patitas de chancho” (léase, remadas cortitas y casi sobre la superficie del agua).

Dejando atrás las islas de vegetación sumergida y juncos, el río de aguas color turquesa está calmo. Se puede ver la flora del lecho y hasta truchas de gran tamaño que pasan alrededor del bote. Los bosquecillos de arrayanes, repletos de flores blancas, pueblan las márgenes, que en las alturas muestran picos nevados.

La corriente del río nos lleva casi sin esfuerzo y con rapidez hacia el lago Futalaufquen, de origen glaciario. Otra vez nos toca lidiar –ya con cierta pericia– con choque de corrientes y remolinos, que nos obligan a girar en el lugar y remar hacia adelante. Desde aquí la selva valdiviana, con sus bosques siempre verdes de múltiples estratos, se ve en su esplendor. Tras algunos kilómetros, hacemos una parada en una playita desierta para almorzar y apreciar el silencio. Luego emprendemos el último tramo hasta la playa El Francés, sobre el lago.

Por la tarde nos sumamos a una visita clásica al Alerzal Milenario. De hecho, el Parque Nacional fue creado en 1937 para proteger uno de los cuatro bosques de alerces que existen en el mundo. Desde Puerto Chucao se navega por el lago Menéndez hacia Puerto Sagrario. La travesía lleva al corazón del santuario natural, que alterna cursos de agua, bosques vírgenes, cordones montañosos y hasta un glaciar colgante, como el Torrecillas. Desde Puerto Sagrario, una caminata de dos horas –con renovadas pasarelas metálicas– conduce a través de la selva valdiviana. Al llegar al lago El Cisne y su imponente cascada se descubre el alerzal y so-bre todo el imponente "Abuelo", de más de 2.600 años, tres metros de diámetro y 52 metros de altura.

A 135 kilómetros de Esquel se levanta, solitaria, la formación volcánica conocida como Piedra Parada.

CLáSICOS DEL OESTE El legado cultural de los galeses se mantiene vivo en Chubut. En los museos se exhiben objetos, fotos y documentos que dan cuenta de cómo fue la vida de los primeros colonos que hicieron de la tierra yerma de la Patagonia su hogar definitivo. Lo mismo sucede con las capillas –son 16 distribuidas en el valle inferior del río Chubut– donde se celebran misas cada domingo, se escuchan coros y puede apreciarse, cada tanto, el ritual especial de las bodas.

Trevelin, 24 kilómetros al sudoeste de Esquel, es una pequeña Gales. Allí el molino harinero Nant Fach, construido en 1918 por John Daniel Evans, no sólo funciona como museo sino que todavía provee harina a toda la zona. Uno de sus clientes es la Casa de Té Nain Maggie, símbolo si los hay del Pueblo del Molino (tre-velin). Hasta allí llegamos a tomar el típico té galés, toda una ceremonia de aromas, gestos y climas.

El cuadro de nain Maggie (la abuela Maggie), quien vivió 103 años, está justo frente a la puerta de entrada para recibir, de algún modo, a los comensales. Fue ella quien le transmitió secretos y recetas a su nieta Lucía Underwood, que fundó su primera casa de té en 1975 y la trasladó luego a su actual ubicación. De sus hijos, Susana y Javier tomaron la posta y están pendientes de todo. De a poco comienzan a llegar a la mesa las tazas, la tetera humeante, scones salados recién horneados, pan blanco y negro con manteca casera y las tortas de frambuesa, naranja, ruibarbo, la muy mentada torta de crema y, claro está, la galesa. "A través del té pretendemos contar la historia de nuestra familia y de los galeses en esta tierra", sostiene Javier, quien adelanta la próxima publicación de un libro de su madre, un recetario mezclado con fotos y relatos. Retazos de ese proyecto pueden verse estampados en las paredes del local y permiten aprender un poco de galés, aunque sea palabras sueltas, como paned o de (taza de té); blasus (sabores) y traddodiadan (tradiciones). Tres palabras que son pilares de Nain Maggie.

Si hay un símbolo del "lejano Oeste" es el Viejo Expreso Patagónico La Trochita, que este año celebró sus 70 abriles. El tren de trocha súper económica, de 75 centímetros de ancho, surca la estepa patagónica uniendo Esquel con Nahuel Pan, y periódicamente cubre el servicio de pasajeros hasta El Maitén, donde se encuentran los talleres centrales del ferrocarril. El silbato, que indica ahora nuestra partida de la estación Esquel, sonó por primera vez en 1945 y hasta 1993. Un año después, la provincia se hizo cargo de reactivar el servicio, que funciona como antaño: a vapor y a 45 kilómetros por hora. Tanto la locomotora alemana Baldwin y Henschel como sus vagones belgas son originales, de 1922.

Desde el tren se aprecia cómo el paisaje va dejando atrás el bosque andino y da lugar lentamente a la estepa patagónica, especialmente a partir del cerro El Maitén. El camino asciende unos 200 metros y cada vez que se acerca a una ruta vuelve a sonar el silbato, ya que no hay barreras. Lo que sí se encuentra en cada paso a nivel son lugareños dispuestos a saludar a los turistas. El recorrido vira para correr paralelo al cordón Esquel, lo que permite tener unas vistas panorámicas increíbles del valle al pie del macizo Nahuel Pan. Son unos 20 kilómetros de viaje que culmina en la estación homónima, donde se halla una feria de artesanos locales y puestos que ofrecen comida al paso. Es hora del regreso a Esquel. El jefe de estación, de estricto uniforme y gorra gris, colgado del estribo de la locomotora, toca el silbato anunciando la partida. Un sonido que, como el del agua cortada con los remos, augura la vertiginosa felicidad de las aventuras inesperadas.

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