BUENOS AIRES > ACTIVIDADES DE VERANO EN MIRAMAR
Días de playa con clases de surf, cabalgatas por el bosque dunícola, buceo en un estanque, masajes en un spa y una visita a la bodega Trapiche Costa y Pampa, casi una rareza para el clima pampeano de la provincia de Buenos Aires.
› Por Julián Varsavsky
Fotos de Julián Varsavsky
Que una ciudad no tenga semáforos es algo sintomático. Sobre todo si no es desidia municipal: simplemente no hacen falta. El único que existió en la historia de Miramar –en el cruce de las avenidas 40 y 9– dejó de funcionar a fines de los ’80 y lo retiraron para construir una rotonda. Porque en lugar de hacer fluir, atascaba; incluso generó choques en una ciudad que tiene más bicicletas que autos. Este cálculo surge del siguiente análisis: una familia tipo de cuatro personas tiene en promedio un auto, dos bicicletas y quizás una moto.
Llegamos a Miramar en diciembre, cuando todo parece recién puesto a punto para la temporada: los restaurantes, aún sin mucha clientela, ya tienen sus mesas puestas y con la servilleta parada dentro de las copas, como por las dudas.
DE CARA A LAS OLAS Como todo viajero llegado de la gran ciudad, lo primero que queremos es acción. Estaremos una semana en la costa y contratamos un curso en la Escuela de Surf Miramar en el Parador Peche. El director es Daniel Pezzente, “Peche”, un hombre fornido criado en un pequeño campo de la zona, donde de niño hacía trabajos de peón y cabalgaba en libertad, incluso parado sobre el lomo de un caballo. Hasta que cierto día unos familiares lo llevaron a surfear, a pesar de que nunca se había metido al mar: lo máximo que había hecho era flotar en arroyos. Una vez en el agua la corriente lo llevó mar adentro: vio venir una ola reventando a sus espaldas, abrazó la tabla y se dejó llevar.
“En un momento me acordé que me habían dicho que debía pararme y di el mismo saltito de cuando me ponía de pie sobre un caballo: y para sorpresa de todos, surfeé la ola completa hasta la orilla. En mi primer intento había aprendido a surfear, sentí que cabalgué las olas”, cuenta Peche muerto de risa.
Con semejante relato enseguida queremos ir al agua. Pero el instructor nos frena: “Hay que tenerle respeto al mar”. La clase comienza a media mañana cerca de la orilla. “Lo primero es la seguridad”, remarca Peche, y por eso arrancamos con el agua hasta el ombligo.
El surfeo tiene cuatro pasos: lo primero es remar con los brazos en dirección contraria a las olas. Luego nos acostamos sobre la tabla, ya mirando hacia la costa, pendientes de la ola que venga detrás. El tercer movimiento es pararnos y avanzar a toda velocidad.
Recién al quinto intento de la jornada –cuando ya estoy a punto de desistir– logro pararme sobre la tabla y avanzar unos segundos de pie en estado de gloria. Pero el éxtasis se corta abruptamente cuando la ola revienta, haciéndome caer sin elegancia para arrastrarme mientras pruebo la salinidad de las aguas. La clase dura 45 minutos y para aprender a surfear hacen falta cinco o seis. Pero en la primera ya todos logramos pararnos.
“La clave para perdurar de pie sobre la tabla es relajarse como una bailarina, manteniendo la fluidez del cuerpo”, explica Peche, que simple vista se parece más a Hércules que a Paloma Herrera. Y para redondear sus gráficas metáforas agrega: “Surfear es como pararse arriba de un gran flan”.
A CABALLO No conformes con el surf matutino, por la tarde nos vamos de cabalgata. “Yo hace 60 años que llevo gente a cabalgar y comencé a los 19”, dice Bernardo Anastasio Holguín mientras arroja una montura sobre una yegua baya. Y enumera los oficios que tuvo a lo largo de su vida: “A los 12 años murió mi mamá y al quedarme solo me hice vaguito de la calle: andaba con mi colchón y dormía bajo los árboles. Me hice lustrador de zapatos, coseché maíz y sembré papas detrás de un arado, junté caracoles, llegué a carnear 14 ovejas en un día, trabajé en la arena y en los montes y fui oficial techista a los 14 años. Además hice arreos en Otamendi y fui domador: mi gran pasión son los caballos”.
Don Holguín vive desde hace 60 años en un rancho campestre con techo de chapa en el límite de la ciudad, junto a una calle de tierra. Tiene ocho perros, dos loritos parlanchines, gallinas y palomas mensajeras. En su jardín hay una antigua bomba de agua a palanca, un cráneo de toro con cuernos, herramientas de campo oxidadas y una camioneta. Enfrente, en un rectángulo alambrado, viven sus caballos.
Salimos a paso tranquilo hacia el bosque de pinos plantados sobre 500 hectáreas de dunas. Al principio Don Holguín parece callado pero luego se larga a monologar con ganas de que lo escuchen: “Yo cuando era joven vivía con mi tío, que a veces se iba a los boliches y se emborrachaba tanto que había que subirlo a una yegua alazana llamada Rubia, capaz de irse solita hasta nuestro rancho, donde se restregaba contra la puerta. Entonces yo me despertaba y lo bajaba de la montura”.
Trotamos por los vericuetos del bosque hasta salir de esa oscura dimensión a un mar abierto con arenas blancas. Holguín está muy atento de nosotros, pero más aún le importan sus caballos: nos pide que no galopemos sobre la arena mojada porque se lastiman. Y redondea: “Yo no les pego nunca; cuando los voy a buscar les hago seña y vienen todos a la tranquera; porque el caballo es como un cristiano”.
MAR, VINO Y MASAJES Al día siguiente bajamos un cambio: vamos a la bodega Trapiche Costa y Pampa –en medio del campo– para hacer una degustación de vinos. Queda diez kilómetros al norte de Miramar y es una rareza en la pampa bonaerense, una zona sin tradición vitivinícola. Es una bodega experimental creada en 2014 que ya va por su segunda vinificación en tierras de la estancia Santa Isabel.
Entramos por un camino de tierra entre 40 hectáreas de plantaciones de uva hasta la planta de elaboración. Un guía nos explica que la provincia tiene un clima similar al de Nueva Zelanda –con muchas lluvias– y ellos experimentan con diferentes varietales, de los que terminarán eligiendo seis o siete.
En la planta vemos los pasos para crear un vino. La vendimia es en abril, un mes después que en Mendoza, y la uva seleccionada pasa en racimos a la máquina despalilladora. En la prensa extraen el mosto que de allí pasa a grandes tanques de acero, donde se macera y fermenta por seis meses. Entonces va a la botella, salvo los vinos Pinot Noir y Chardonnay, que quedan unos meses en barricas de roble francés.
Pasamos al gran salón con paredes de vidrio para degustación. Comenzamos por un Chardonnay blanco, moviendo la copa en círculos para que el vino se oxigene y poder interpretarlo mejor. Una vez en boca, comprobamos que es una cepa suave con baja gradación alcohólica que sirve de aperitivo y acompaña carnes blancas.
En una nueva copa nos sirven el Pinot Noir de un color tinto suave, casi rosado. Los descriptores aromáticos suelen referir que esta cepa tiene “aromas del sotobosque”, como a madera mojada. Y terminamos degustando dos cepas de origen alemán de la zona del Rin: Riesling y Gewurstraminer.
Para completar un día de relax regresamos al spa donde nos hemos alojado –Alto Miramar– a metros de la costa. Aquí las unidades de departamentos encierran en círculo una gran piscina con la forma del ying y el yang. En un bar dentro de la piscina saboreamos un daiquiri de frutilla sentados en el agua. Pero el cielo se torna gris y comienza a gotear: nos vamos a la pileta cubierta climatizada, donde unos “cuellos de cisne” arrojan agua a presión para relajar espaldas.
En nuestra tarde de spa pasamos por los sauna seco y a vapor, luego el jacuzzi y por último nos regalamos un masaje con cañas de bambú, cuencos tibetanos y pindas, unos saquitos rellenos con hierbas aromáticas y semillas calentados al vapor para pasarlos a presión por todo el cuerpo: terminamos el día en estado de gracia, caminando descalzos frente al mar.
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