CUBA > LA CIUDAD DE CIENFUEGOS
El centro urbano reúne lo más sofisticado del urbanismo latinoamericano del siglo XIX, combinando la planta en damero colonial española con aires de la Ilustración francesa. Una fiesta arquitectónica traducida en un neoclasicismo de columnatas, bulevares y el único Arco del Triunfo de Cuba, en un ambiente de palmeras y mar Caribe.
› Por Julián Varsavsky
Fotos de Julián Varsavsky
Desde el momento de ser fundada en 1819 por el francés Louis de Clouet y Favrot, con 46 familias de Bordeaux, Cienfuegos comenzó a cuidar su elegancia y coquetería urbanas. Estamos parados en su núcleo fundacional –el Parque José Martí– y un guía nos explica por qué se trata de las ciudades más hermosas de Cuba: “A los primeros colonos sólo se les permitía construir en el fondo de los solares que les habían otorgado; en el frente podrían hacerlo cuando juntaran los recursos para edificar con ladrillos y tejas”.
En 1856 una ordenanza municipal prohibió construir casas de madera en los primeros cuatro barrios alrededor de la Plaza de Armas (hoy Parque José Martí). Tanto celo por la estética resultó en que las normas de trazado urbano de las Leyes de Indias se cumplieran aquí a rajatabla, como en ninguna otra ciudad de Cuba: el damero de manzanas se conforma por una cuadrícula perfecta y simétrica. Las anchas calles parecen trazadas con regla, sin el menor desvío hasta la última cuadra. En este sentido Cienfuegos es lo opuesto a la ciudad de Camagüey –mucho más antigua y también protegida por la Unesco– cuya planta laberíntica remite al desorden urbano medieval.
En 2005 el casco histórico de Cienfuegos fue declarado por la Unesco Patrimonio Cultural de la Humanidad, por ser el centro viejo de América Latina que mejor refleja la inusual combinación entre el urbanismo colonial español y las ideas de la Ilustración francesa, consideradas en su época lo más avanzado en términos de modernidad urbana: por primera vez se tuvieron en cuenta aquí no sólo cuestiones estéticas –hasta entonces limitadas a edificios individuales– sino también una visión de la ciudad como conjunto en busca de una coherencia, una calidad de vida, un flujo de personas y una mejor higiene urbana.
Este rigor edilicio y de trazado de calles y parques marcó una estética citadina propia que se mantiene casi pura hasta hoy, valorada con orgullo por los cienfuegueros. Es un modelo que se repetiría en las nuevas ciudades de América latina surgidas después de los movimientos independentistas, ya no sujetas a las estrictas normas españolas (a pesar de que Cuba sería aún colonia por muchas décadas).
En el resto del continente existen otras 34 ciudades declaradas Patrimonio de la Humanidad, cuyo casco histórico refleja la arquitectura de los siglos XVII, XVIII y XX (Brasilia). Pero Cienfuegos es la única de ellas que representa al siglo XIX.
VOLVER EN EL TIEMPO Cienfuegos es una ciudad decimonónica, enteramente diseñada en el siglo XIX y en gran medida también construida en esa centuria. Su arquitectura tuvo una primera fase de desarrollo neoclásico en la primera mitad del 1900, al impulso de la prosperidad en las plantaciones de caña de azúcar: su puerto azucarero llegó a ser uno de los más importantes del mundo en su rubro.
En la primera mitad del siglo XX hubo un giro urbano ecléctico, pero manteniendo siempre elementos de la decoración clásica: por toda la ciudad brotan edificios civiles y religiosos con pedimentos griegos, columnas de todo tipo -incluso en fachadas de viviendas comunes- y galerías con arcos de medio punto. Entre las valoraciones de los urbanistas expertos de la Unesco estuvo el ensamble coherente que se dio entre el estilo del siglo XIX con el de principios del XX, donde hubo lugar incluso para incipientes edificios art-déco y racionalistas.
La influencia francesa se refleja coloridos vitreaux en forma de arco sobre algunas puertas, hermosas cúpulas, grandes enrejados en las ventanas, glorietas en grandes parques, palacetes de todo tipo con torres-mirador y largos bulevares arbolados que aquí se conocen como “prados”. De hecho Cienfuegos tiene el “prado” más largo de Cuba: 2,5 kilómetros.
El Paseo del Prado es la columna vertebral del centro histórico, donde hay una estatua en bronce de Benny Moré –“el bárbaro del ritmo”– un cantante de mambo y cha cha cha que hizo famosos esos ritmos en Europa, nacido en el pueblo de Santa Isabel de las Lajas (provincia de Cienfuegos). Este paseo separa el casco antiguo del área más moderna, comenzando en la entrada de la ciudad para terminar en el límite natural que marca el mar: su último sector es el malecón.
El Parque Martí, con su ambiente franco-español a la sobra de palmeras, es el lugar más interesante de la ciudad. Si bien fue la original Plaza de Armas alrededor de la cual se estructuraban las villas españolas, aquí se dio una ruptura de la clásica trilogía colonial completada con la iglesia y el cabildo. Porque en un espacio inusualmente grande aparecieron conceptos edilicios novedosos como hoteles, teatros, bancos y sociedades de instrucción y recreo. Y no es un detalle menor que aquí esté el único Arco del Triunfo de toda Cuba, levantado en 1902 por iniciativa de un club revolucionado liderado por Rita Suarez del Villa –“La Cubanita”– en homenaje a la reciente lucha por la independencia.
Junto a la plaza está el teatro de estilo italiano Tomás Terry –construido en 1890– donde una vez cantó Enrico Caruso.
EL MAR DE CIENFUEGOS Un amplio bulevar conecta el Parque Martí con el paseo del Prado y por allí nos vamos a conocer el vínculo de la ciudad con el mar. Desembocamos en el malecón arbolado de palmeras, comprobando que en ningún lugar Cienfuegos pierde sus aires pueblerinos.
El Caribe acaricia el malecón con olitas casi imperceptibles: estamos en la costa sur del centro de Cuba, dentro de una bahía de 88 kilómetros que protege a la ciudad del oleaje y le otorga una inusual calma al romántico paseo: hace un siglo era un espacio galante donde se iba a buscar pareja formal mediante un sofisticado código de señas.
Desde el año 1745 la Bahía de Jagua estuvo protegida de los corsarios por el castillo Nuestra Señora de los Angeles de Jagua, que aún existe y se visita.
Pasando el malecón nos internamos en la Punta Gorda, una estrecha península donde brotaron los palacetes residenciales junto al mar de la llamada “zacarocracia cienfueguera”. Para recorrerla salimos a navegar la bahía en un catamarán desde el elegante Club Cienfuegos, con aires de Belle Époque, el antiguo Yatch Club al estilo norteamericano donde las clases adineradas practicaron deportes náuticos a partir de 1920: hoy es un excelente restaurante.
Refrescados por la brisa caribeña vemos pasar joyas arquitectónicas como el Palacio Azul, que fuera una suntuosa residencia privada y muestra del eclecticismo de principios del siglo XX, con su torre coronada por una cúpula de cerámica dorada, grandes puertas de caoba y escalinatas de mármol de Carrara. Hoy el edificio es el lujoso Hotel Palacio Azul con siete habitaciones y vista al mar.
Terminamos la visita a Cienfuegos con una suculenta cena de mariscos frente al mar en el Palacio Valle de Punta Gorda, el más suntuoso del eclecticismo arquitectónico local. Es una gran mansión con líneas mudéjares que remiten al Palacio de la Alhambra en Granada, un capricho arquitectónico del terrateniente Acisclo Valle Blanco, que lo comenzó a construir en 1913.
Se entra por un vestíbulo con arcos góticos y en el hall de entrada hay ventanas ojivales con cristales de colores. La sala de recibo tiene un estilo Imperio con artesonado en oro, zócalos de mármol rosado y aplicaciones de bronce, y pisos de mármol blanco.
En la obra participaron artesanos franceses, italianos, árabes y cubanos. El tallista español Antonio Bárcenas hizo la puerta de salida al jardín. Y el cienfueguero Frank Palacios fundió en bronce la baranda de la escalera principal, los escudos del frente y los herrajes.
Entre los materiales importados hay alabastros italianos, cerámicas venecianas y granadinas, forjas españolas, mosaicos talaveranos y cristales europeos. En un decorado está la frase coránica “Solamente Dios es Dios”. El salón de música y juegos tiene un estilo francés Luis XVI: sus pisos de cerámica lucen alegorías ajedrecísticas. El comedor es una suntuosa imitación del Patio de los Leones en el Palacio de la Alhambra.
El edificio –hoy dedicado también a eventos culturales, un museo y un bar– está rematado por tres torres: la primera con líneas gótico-románicas, la segunda inspirada en el Taj Mahal y la tercera un minarete árabe. Después del postre vamos a la azotea por una escalera en caracol, donde una romántica glorieta sirve para sentarse a ver el mar Caribe convertido en una laguna inmóvil que refleja la luna.
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