TURISMO EN TUCUMAN
Un recorrido veraniego por los Valles Calchaquíes, donde la geografía tucumana tiene ecos de los pueblos indígenas y florece el culto a la Pachamama. Tafí del Valle, Amaicha del Valle y las Ruinas de Quilmes son tres ventanas de este espléndido circuito.
› Por Graciela Cutuli
Además de ser el “Jardín”, Tucumán tiene una forma y una ubicación que hacen pensar en el corazón de la República. Pequeña en superficie, pero rica en paisajes, la provincia tiene un sitial de honor en todos los manuales de historia argentina, que a veces empañan con un velo de rígido patriotismo la tradicional calidez de la gente, la presencia de sus paisajes imponentes y la dulzura de su gastronomía típica, que una vez probada se añora en cualquier punto de la Argentina. En esos cielos diáfanos la luna es más brillante, el sol hace madurar en todos los tonos del dorado cítricos que se exportan a todo el mundo, y mudos centinelas de piedra erigidos por los indios quilmes contemplan para siempre las selvas y embalses que se suceden por las intrincadas rutas de montaña. Tucumán es un lugar para conocer, para volver, para asombrarse, pero sobre todo para amar: a nadie puede dejar indiferente la concentración de historia y belleza de ese corazón que late llevando a los cuatro vientos el orgullo de sus coplas y sus zambas.
LOS VALLES CALCHAQUIES
Las ondulaciones del oeste tucumano se internan en los antiguos valles sagrados
indígenas, mostrando en el camino increíbles variaciones de paisaje,
de vegetación y colores. De la exuberancia a la aridez hay un solo paso,
y en ese paso parece concentrarse la esencia tucumana. Saliendo de la capital,
se puede empezar el viaje por los Valles Calchaquíes en la conocida localidad
de Famaillá, cuyo nombre está asociado a la Fiesta Nacional de
la Empanada (la variante tucumana de la empanada suele llevar pimentón,
perejil y comino; por supuesto, es eterna y folklórica la rivalidad con
las vecinas empanadas santiagueñas y salteñas). Los alrededores
de Famaillá están dedicados al cultivo de frutas y de la caña
de azúcar; existe además en las cercanías el Haras Malebart,
que se dedica a la cría de caballos peruanos de paso.
Saliendo de esta localidad por la RN 38 y la RP 307, empieza el fascinante recorrido
por la selva de yungas (o selva tucumano-boliviana), donde la variedad de árboles,
flores, helechos y otras especies vegetales se sencillamente asombrosa. En el
ascenso al valle del Tafí, cuando es época de florecimiento de
los lapachos y jacarandás, parece imposible tanta concentración
de colores y matices de verde en los troncos y ramas de árboles enteramente
cubiertos de vegetación. Mientras tanto, la ruta angosta y sinuosa sigue
subiendo entre curvas y contracurvas que dan, sin embargo, un primer descanso
en el paraje El Indio, donde en el entorno a un monumento levantado sobre la
ladera montañosa se concentra un pequeño mercado artesanal. Aquí
la vegetación ya es algo diferente: predominan los árboles de
altura –alisos y pinos de cerro– que poco más arriba empezarán
a ralear para dar paso a los tonos áridos del paisaje que acompaña
a los viajeros durante el resto del circuito. Dejando atrás el paraje
El Indio, se ingresa al Valle del Tafí y el Embalse La Angostura: menos
de 100 kilómetros separan a este espejo –situado a 2000 metros
sobre el nivel del mar– de la capital tucumana, pero a la hora de calcular
los tiempos del recorrido hay que recordar la lentitud de loscaminos de cornisa.
Al embalse van a dar las aguas de los ríos Tafí y del Mollar,
además de cursos secundarios, para liberarse luego en el río de
los Sosa.
Rodeado por el cerro Pelado, el Tafí y el Ñuñorco (su nombre
–”pecho de mujer”, en quechua– da una idea de la silueta),
el Embalse La Angostura es un punto de turismo juvenil elegido para practicar
deportes náuticos, navegar y pescar truchas y pejerreyes desde la costa
o embarcados. Ya se está, además, a las puertas del Parque de
los Menhires, que se extiende en las laderas de una colina a medio kilómetro
del Embalse: aquí hay 129 monumentos graníticos tallados por los
indios del valle, que estaban dispersos por toda la zona, pero en los años
‘80 fueron concentrados en este lugar. Aunque facilita el recorrido turístico,
sacar los menhires de sus emplazamientos originales es una barbaridad antropológica
irreparable. Al menos en señal de respeto hacia las culturas que habitaron
esta parte de Tucumán –la última lengua del imperio incaico–
hay que detenerse y apreciar los tallados, las cerámicas y otras manifestaciones
de una civilización ya desaparecida que se encuentran en el museo de
la Estancia Jesuítica de La Banda.
TAFI DEL VALLE Por lejanas que parezcan
hoy las resonancias, el nombre de Tafí del Valle –uno de los principales
centros turísticos del noroeste tucumano, aunque hace apenas 60 años
ni siquiera había caminos que la conectaran con la capital provincial–
es más que apropiado para este itinerario por los Valles Calchaquíes:
deriva de la palabra diaguita taktillakta, o “la entrada espléndida”,
un calificativo no exagerado ante la hermosura del lugar, que hoy ofrece excelentes
servicios turísticos y un clima ideal para visitarlo durante todo el
año. Desde Tafí del Valle parten las excursiones a caballo o en
todo terreno al Cerro El Pelado, que marca el comienzo –hacia el oeste–
del Valle de las Carreras. La cumbre ofrece una extensa vista por los alrededores,
sin obstáculos y bajo el ocasional vuelo de los cóndores; antes
hay otro buen punto panorámico en la Cruz del Cerro. El cerro Pabellón
es otra de las opciones para los amantes del trekking; el circuito dura unas
seis horas y también es la puerta a una vista espectacular del valle
y el Infiernillo.
Aquí, en pleno corazón de lo que fue una rica cultura indígena,
no se puede dejar de visitar el museo Estancia Jesuítica de La Banda,
fundada a principios del siglo XVIII en las afueras de Tafí del Valle.
Parte del museo está dedicado a la historia de la misión jesuítica
que funcionó en estas instalaciones, con Biblias y obras de arte religioso;
el resto está consagrado a los pueblos indígenas de los Valles
Calchaquíes. Después de la expulsión de los jesuitas, la
estancia fue rematada y sufrió varias modificaciones a lo largo de los
siglos para adaptarla a nuevos usos (fue, por ejemplo, lugar de veraneo de presidentes
y gobernadores tucumanos). La capilla, sin embargo, recuperó tras varias
restauraciones el aspecto de la fachada original. Como contraparte de la visita
a la estancia jesuítica, en las afueras de Tafí se puede ver el
Museo de Mitos y Leyendas Casa Duende, que refleja las muchas creencias de los
pueblos ancestrales (y no tanto) sobre dioses y seres protectores en la región.
En febrero, Tafí del Valle y El Mollar –una localidad cercana al
Embalse La Angostura, preferida de los turistas más jóvenes y
punto de partida de cabalgatas, trekkings y otros paseos por la zona–
son centro de dos fiestas que reúnen a numerosos
turistas ávidos de probar las especialidades locales: del 19 al 23, se
organiza la Fiesta Nacional del Queso (hay un pre-festival el fin de semana
inmediatamente anterior) en Tafí, y el 7 la Fiesta de la Verdura en El
Mollar, una cita heredada del rito mediante el cual los indígenas agradecían
a la tierra cada año los frutos de la cosecha.
RUMBO A LAS RUINAS DE QUILMES Todo Tucumán
es una tentación dulce, como corresponde en la provincia de la caña
de azúcar. Pero lo es sobre todo en las afueras de Tafí del Valle,
donde el barrio La Quebradita es famoso por sus especialidades artesanales,
cuyas fábricas pueden visitarse para conocer el proceso de elaboración
de los alfajores de dulce de leche, los ñuñorquitos y los gaznates.
De allí a la zona de Los Cardones, donde no es difícil imaginar
que abundan estos gigantescos cactus típicos de la prepuna, hay unos
40 kilómetros de camino de cornisa. En un clima semiárido, de
climas extremos y raras lluvias, los ríos brotan y se cortan, vuelven
a surgir más lejos entre quebradas y valles, y el paisaje ya toma esos
colores ocres, verdosos, rojizos, que se asocian en el imaginario colectivo
con las inmensidades puneñas. De la diafanidad del cielo da fe el Observatorio
Astronómico de Ampimpa, fundado en los años ‘80 para observar
y estudiar el cometa Halley. El Observatorio es un centro de investigación
y campamento situado en una zona que se ufana de contar con 230 noches despejadas
al año: es el sitio ideal para avistar manchas solares y aprender a distinguir
las constelaciones. Unos kilómetros más adelante, por la RP 307,
se levanta Amaichá del Valle, a 2000 metros sobre el nivel del mar y
a las puertas de las sierras de Quilmes. Una vez más, ¿cómo
no tentarse? Esta vez, el llamado gastronómico toma la forma de empanadas,
locro, pan con chicharrones y un vino patero que es conocido en toda la región.
En Amaichá del Valle se visita el Centro Cultural Pachamama, conocido
también como la “Casa de Piedra”, una construcción
que es a la vez obra de arte, museo, centro cultural y homenaje a los antiguos
dioses calchaquíes: la Pachamama –cuya fiesta es el 1º de
marzo–, Inti, el dios Sol, y Quilla, la diosa Luna. El centro fue inaugurado
hace siete años y logra transmitir en su cuidada arquitectura los misterios
de la cosmogonía indígena. Aquí y allá es el paisaje
de los chamanes, los guerreros, los animales sagrados y los símbolos,
el que recupera todo su sentido en este lugar, arraigado en la tierra que les
dio vida y hoy les sigue dando significado. Ese mismo significado se percibe
y se siente con fuerza en el último punto del recorrido: las Ruinas de
Quilmes, levantadas por ese pueblo que terminó tristemente sus días
exiliado en las cercanías de Buenos Aires, pero que fue capaz de levantar
en el cerro Alto del Rey una ciudadela aterrazada custodiada por fortalezas
capaces de resistir durante largo tiempo al asedio español. Hoy se aprecian
todavía las bases de las viviendas, que eran subterráneas, aisladas
mediante gruesas paredes de piedra y techos de paja, además de algunos
morteros, y en general toda la disposición de la ciudadela. En la entrada,
un museo antropológico conserva piezas importantes halladas en la zona
y puede visitarse durante todo el año.
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