Domingo, 14 de febrero de 2016 | Hoy
CURAZAO > LOS COLORES DEL CARIBE
Territorio autónomo de los Países Bajos, famosa por su hilera de casas antiguas pintadas en los más diversos tonos, y destino habitual de cruceros que recorren los cálidos mares sudamericanos, esta isla ofrece algo más que sus conocidas playas de gran belleza. Crónica de una visita breve pero intensa que no soslaya un pasado trágico.
Por Graciela Cutuli
Fotos de Graciela Cutuli
Dicen que lo bueno, si breve, dos veces bueno. Cuando el crucero que nos está llevando por las aguas del Caribe sur –el Monarch de Pullmantur que recorre esa ruta partiendo de Cartagena– entra en el puerto de Curazao, sabemos que tenemos sólo un puñado de horas para recorrer esta ciudad cuyo nombre nos recuerda que estamos en el corazón neerlandés de uno de los más bellos mares del mundo. Que en el Caribe se hablen de isla en isla el inglés, el español, el francés, el holandés y las distintas variantes locales del créole es el resultado de una historia de conquistas, pirataje y colonialismo que, en el caso de la isla que estamos por visitar, desembocó en un estatuto particular. Descubierta por el español Alonso de Ojeda en 1499, junto con Bonaire y Aruba, en el siglo XVII pasó al dominio de los Países Bajos. A mediados del siglo XX dejó de ser mera colonia para adquirir mayor autonomía dentro del reino neerlandés. Pero hace una década empezó un nuevo cambio: Aruba se separó de las Antillas Holandesas y sucesivamente Curazao y St. Maarten también adoptaron un estatuto aparte (aunque siempre vinculado al reino de los Países Bajos), en tanto otras se convirtieron en municipios especiales del mismo reino. Los isleños se muestran orgullosos de su autonomía, aunque para un recién llegado no es tan fácil de entender, considerando que al fin y al cabo los habitantes siguen siendo ciudadanos de los Países Bajos y reconociendo al rey. Willemstad, por su parte, sigue siendo la capital local, como antes lo era de todo el conjunto de las Antillas Holandesas.
UNA ISLA CON CORAZÓN «Los españoles –dice Ivonne, la guía que encabeza nuestro paseo– vinieron a buscar un oro que no encontraron. Y a la isla recién descubierta le pusieron dos nombres: Isla de los Gigantes, por la estatura de los indígenas que la habitaban; e Indias Inútiles, por la ausencia del metal precioso». ¿Y Curazao? Hay varias versiones. Algunos hacen derivar el topónimo de coração (corazón en portugués), porque el territorio ocupaba un lugar central en el comercio; otros lo atribuyen al portugués Ilha da Curação (isla de la curación), porque allí varios marineros enfermos recuperaron la salud.
La isla tiene muchas playas hermosas, que se suceden sobre todo a lo largo de la costa sudoeste, la más protegida de los vientos. Los días de sol, el mar se transforma en una gran franja turquesa con algunos manchones de color azul más profundo: es una invitación a sumergirse, al dolce far niente, a disfrutar ese lado insoslayablemente caribeño que atrae a numerosos turistas de Europa y Norteamérica en busca de clima cálido y fondos marinos ideales para bucear. Pero Curazao es bastante más que playas, porque la historia misma la ubicó en una encrucijada que forjó una cultura propia interesante de conocer: y el viajero atento puede encontrarse con ese corazón local aunque sea en una visita de pocas horas.
Willemstad -«la Amsterdam del trópico»- tiene por lo menos dos iconos inconfundibles. Uno es el puente Reina Emma, recientemente renovado, apodado «la reina danzante» porque se abre al menos 30 veces al día para dejar pasar el tráfico marítimo. Conecta las zonas históricas de Otrobanda y Punda y es el punto de acceso habitual a la capital, el que proporciona la primera mirada sobre el centro histórico: si por alguna razón no está accesible, la bahía se atravesará en pocos minutos en lanchas transbordadoras. El otro es el conjunto de coloridos edificios que en 1997 la Unesco incluyó dentro del Patrimonio Mundial: es uno de los únicos seis sitios elegido en todo el Caribe.
Por aquí nos lleva Ivonne, como a un grupo de escolares curiosos, señalando los puntos de interés. La pregunta es inevitable: ¿por qué cada casa es de distinto color? Se cuenta que antiguamente eran blancas, pero un gobernador holandés solía quejarse del dolor de cabeza que le provocaba el reflejo del sol sobre las cándidas superficies: fue así que ordenó pintarlas de colores diferentes, en principio amarillo y rojo además del blanco, para luego ampliar la paleta también a otras tonalidades. Que el gobernador fuera también, como se sabría más tarde, dueño de una fábrica de pinturas, no deja de añadirle picardía a la anécdota.
Hoy en estos edificios -un orgullo local, porque como subraya Ivonne «en Aruba los que hay en estilo barroco y neoclásico son sólo réplicas»- funcionan sobre todo restaurantes y comercios. Característicos por los balcones, las molduras y la ondulación de las terminaciones, para verlos relucientes como aparecen hoy requieren un mantenimiento constante que borre las huellas del clima. Las fachadas se pintan cada seis meses, y el trabajo corre por cuenta de la Comisión de Monumentos de la isla. Caminando por aquí se puede hacer un alto en un bar para probar otra especialidad local muy colorida: el famoso licor curazao, el «licor pitufo» de intenso tono azul, que según se cuenta deriva del aceite de naranjas con un colorante que lo hace curiosamente atractivo. La destilería se puede visitar en el interior de la isla, con degustaciones incluidas.
LA CASA DEL PASADO Se viene a Curazao generalmente en busca de playa y sol, pero quienes visitan el museo Kura Holanda descubren el pasado de la isla y vuelven a sus casas habiendo aprendido otra dimensión. Lo que hoy es un paraíso del eterno verano -la isla vive más del turismo que de las refinerías del petróleo de la vecina Venezuela, durante mucho tiempo su principal fuente de ingresos- fue alguna vez un importante centro de comercio de esclavos establecido por los holandeses. Aunque no sea la primera vez que se asiste a las historias del horror que significó aquel tráfico de seres humanos, verlo concretado en los objetos e imágenes del museo estremece: las trampas que se ubicaban en tierra para dejarlos atrapados y que no pudieran escapar; los sellos de hierro con que se los marcaba; la campana con que se los llamaba para tareas que podían incluir azotar a un compañero hasta la muerte; las naves donde viajaban engrillados desde su tierra natal hasta su nuevo destino y donde tenían «menos espacio que un difunto en su cajón».
Las últimas salas del museo están dedicadas a la lucha por los derechos civiles de los negros en el siglo XX y a las culturas africanas de donde procedían. Florentina, que es guía de Kura Holanda y orgullosa descendiente de aquellos esclavos que poblaron Curazao, se despide gráficamente: «No somos café, no somos leche, somos café con leche». Mestizaje puro, como lo es el papiamento, la lengua local, donde se reconocen el holandés, el inglés, el francés y el español.
Entre octubre y abril, Curazao está en plena temporada de cruceros, que acerca a unas 150.000 personas hasta la costa de la isla. Además de Kura Holanda y el barrio histórico, se visita habitualmente el mercado flotante, a cargo de venezolanos que tienen permiso para trabajar por dos meses vendiendo frutas y verduras: la mercadería fresca se trae cada dos días en embarcaciones un poco más grandes que las que transportan a los comerciantes y que requieren unas 14 horas de viaje. Este mercado es ideal para probar los platos típicos: sopa de iguana, de cactus, de cabra y de pescado. Willemstad también tiene un barrio judío y el área comercial de Saliña, ubicado en el área donde antiguamente se extraía sal y que en los años 60 empezó a ser construido como centro comercial.
Pero nuestra visita no termina aquí sino en otro lugar particular: es el Dinah’s Botanic & Historic Garden, propiedad de Dinah Veeris, una isleña de pura cepa que se formó en plantas medicinales en Estados Unidos, Cuba y Venezuela. «Mi mamá sabía tanto que me cambió la vida. Empecé a hacer investigaciones con personas mayores de Aruba, Curazao y Bonaire, y empecé poco a poco a escribir las propiedades de las planta medicinales», cuenta durante la visita, que recorre jardines repletos de vegetales nativos amorosamente cuidados. El lugar es un canto al poder senador de la naturaleza, lleno de ritos impensados como el que impulsa a Dinah a acunar a las plantas en peligro de muerte. Si alguna de ellas corre riesgos, su dueña la pondrá en una hamaca y la acunará, invocando su supervivencia al dios que rige los destinos naturales con las palabras «te saludo planta, mi amiga».
Con el recuerdo de su poderosa personalidad, nos despedimos de Curazao y volvemos al Monarch que nos espera a pocos metros del puente Reina Emma. Bonaire será el próximo puerto, la próxima historia en el corazón del Caribe.
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