Dom 20.03.2016
turismo

BIRMANIA ASIA FRENTE A LA TRANSFORMACIóN

El sudeste original

Abierto al turismo sólo en los últimos años, el país ofrece una de las experiencias más auténticas que se puedan lograr en la vasta región asiática. En pleno proceso de evolución política, visita a Rangún, las playas de Ngapali y los templos del Pagoda Shwedagon.

› Por Daniel Wizenberg

La noche parece un premio por haber soportado el húmedo calor del día y entonces todos salen en Rangún, la capital de Birmania. O Myanmar, porque la dictadura que gobernó largamente cambió el nombre nacional por razones históricas y desencadenó un debate que está todavía lejos de terminar. Estamos en en el sudeste de Asia, entre la India, Bangladesh, China, Laos y Tailandia. Entre la gran meseta del Tíbet y la península malaya.

En casi todas las mesas en los bares céntricos hay sentada gente sin apellido. Es lo más frecuente: los miembros de una misma familia pueden tener nombres completamente diferentes y la cantidad de palabras en cada uno puede variar mucho. En una de las mesas de un bar que tampoco tiene nombre se sienta Aung Samooo y está solo. “Aung” por su tío, y “Samoo” por la combinación de un cálculo astrológico del día que nació, de acuerdo con el calendario anual lunar birmano.

Apenas supera los 30 años. De ojos achinados y tez hindú, descansa luego de cerrar el local donde vende accesorios para celulares. Les ofrece a un grupo de turistas que buscan cenar, y no encuentran dónde, que se sienten con él y les convida su nga htamin, un arroz picante con pescado junto a un vaso de cerveza. Aung Samoo quiere aprovechar para practicar inglés, un idioma que su generación no pudo estudiar durante los tiempos más duros de una dictadura cuyos militares siguen teniendo –pese a la designación días atrás del primer presidente civil en más de 50 años– una influencia considerable.

El primer nombre de Aung Samoo es igual al de la mujer más importante de la historia del país, la “Gandhi del siglo XXI” y premio Nobel de la Paz Aung Sang Suu Kyi, líder de la Liga Nacional Democrática que –a pesar de haber estado presa más de diez años- nunca permitió que sus militantes dispararan un solo tiro. Hace algunas semanas, después de lograr la vuelta de las urnas, ganó las elecciones parlamentarias con el 85 por ciento de los votos. Aung Samoo se emociona hasta las lágrimas. Llegó a estar prohibido mencionar en público el nombre Suu Kyi.

Sin embargo el clima se rompe de un momento a otro: Aung Samoo escupe repentinamente en el piso algo rojo, sus dientes quedan coloreados, parece sangre. Es producto del betel, parecido a la hoja de coca pero con un líquido colorado en el interior. La primera vez impresiona, después se hace costumbre. Lo mismo sucede con la falta de infraestructura, el caos de tránsito, el ruido de la capital o la desorganización de las empresas de transporte. Birmania es así, no tiene máscaras y la hospitalidad y la espontaneidad de miles de hombres y mujeres como Aung Samoo hacen de este país una de las experiencias más genuinas del sudeste asiático.

POLLERA CUADRILLE Aung Samoo viste una camisa blanca perfectamente planchada, imitación de marca europea, y una pollera cuadrillé Son muy pocos los hombres que no usan pollera. Se la anudan a la cintura, como se suele anudar el toallón para salir de la ducha, y el diseño cuadrillé que en Occidente tranquilamente podría ser de un mantel es el mismo en todas las faldas, defendidas por Aung en virtud su utilidad: “No hay manera más fresca de atravesar el verano” (que dura todo el año).

El importante ejecutivo va a trabajar a su empresa con una camisa blanca perfectamente planchada, corbata y pollera. El botones del hotel 5 estrellas baja las maletas de un contingente norteamericano con su elegante saco de cuello Mao, pollera y ojotas. Porque así como nadie usa pantalones, tampoco es habitual usar zapatos.

A las 5.35, en todo el país se despliegan ejércitos de monjes budistas desfilando por las calles para recolectar dinero. Adelante los jefes, los más ancianos, que no siguen un orden en particular. De ahí para atrás están ordenados por altura. La interminable línea tiene en la cola a niños pequeños que difícilmente superen los seis años de edad. Visten túnicas naranja, bordó y rosa según la congregación a la que pertenecen. Hay que donar, porque el karma acecha.

Un templo birmano, lugar de adoración sagrada para unos y de profano descanso para otros.
Imagen: Daniel Wizenberg

La mayoría de los monasterios budistas están en el barrio del Shwedagon Pagoda, el templo principal. Al atardecer, los pequeños futuros monjes suelen jugar al fútbol en el patio de los monasterios, pero para hacer un pique o enganchar hacia adentro y pegarle al arco (cuyos palos son dos pares de ojotas) tienen que lidiar con el largo de sus túnicas. El predio tiene varias hectáreas y su cúpula central es de 100 metros de altura; ostenta además 4531 diamantes que se ven desde cualquier punto de Rangún. Para entrar, nada de bermudas ni minifaldas, pollera o pantalón largo; también está prohibido caminar con calzado (una tradición que exige gran parte de los hoteles del país). La tres escaleras mecánicas hay que subirlas descalzo. Algunas de las señoras paquetas que forman parte de las decenas de contingentes europeos que llegan en pos del hacer turismo histórico se enojan: “El templo podría empezar arriba y no correr el riesgo de electrocutarnos ¿no?”. No, es sagrado desde la vereda aunque en los entrepisos haya puestos de merchandising.

A la salida los turistas suelen aprovecharse del poco entrenamiento comercial de los locales. Son habituales situaciones en las que el taxista dice que el viaje de los templos al centro cuesta 1000 kyat, pero el turista replica que vale cien y gana sin más. Cien kyat equivalen a 50 centavos de dólar, por un viaje de 30 minutos. Este tipo de inconvenientes probablemente viene de la época de Than Shwe, un dictador supersticioso que emitió billetes sólo divisibles por 9 (el número de la suerte según su Consejo de Astrólogos) y la población -lejos de entrenarse en los números- enloqueció dando los vueltos y se gestó un trauma cultural.

LA PLAYA Unas seis horas en un bus sin pretensiones de lujo separan a Rangún de Ngapali, en el sur. Allí el viento es siempre delicado, tanto como Aye Myat Thar, que vive en el pueblo más concurrido del golfo de Bengala. El lugar huele a aserrín, a madera recién cortada. Los bosques cercanos están en permanente deforestación. Antes de abrirse al mundo el 45 por ciento del territorio de Myanmar eran bosques autóctonos, pero esa cantidad empezó a disminuir aceleradamente en los últimos tres años.

Amanece y la playa es puro desembarco. Son los pescadores que pasaron la noche faenando mar adentro. Aye Myat Thar tiene la cara maquillada con thanaka, una crema tradicional que hace las veces de bronceador y maquillaje, se extrae de la corteza de un árbol (Linoria acidissima), se reduce a polvo y se disuelve en agua.

Cuando los pescadores llegan, las mujeres ya tienen las cremas en la cara. Aye Myat Thar, como casi todas en el pueblo, tira un plástico sobre la arena y se pone a limpiar la pesca del día; luego pone las presas en un cesto pequeño que carga sobre la cabeza hasta el mercado local. Cuando cae la tarde vuelven todos a la playa: es la hora en la que decenas de familias reposan en la arena y cenan. No hablan inglés pero se hacen entender para poder contar que más o menos así fue también la vida de sus padres y sus abuelos.

UN MILLAR de templos Parece abandonada, y sin embargo es una maravilla habitada por cientos de monjes que van diariamente a meditar. Inquieta llegar a Bagán, la ciudad de los mil edificios sagrados: las mil pagodas. “Bien temprano o bien tarde se pueden recorrer sin morir insolado en el intento”, dice Min Nwe, agregando que “lo mejor es hacerlo en bicicleta o, más aún, en un carruaje, el medio de transporte más habitual del poblado”. Min Nwe se dedica –precisamente– a alquilar bicicletas y carruajes.

Al amanecer y al anochecer los templos tienen colores distintos; el ladrillo original reacciona frente a la luz. Algo similar sucede con el reflejo de la Gran Roca Dorada de Kyaiktiyo, un pequeña localidad a unas cuatro horas y media horas en autobús desde Rangún.

Min Nwe cuenta que cerca de la Gran Roca Dorada “los hombres y las mujeres se perforan grandes agujeros en las orejas y se ponen un tapón de madera”. Se refiere a los ann, una de las 135 etnias del país que, a pesar del turismo, no cambió su forma de ser. Un símbolo de lo mismo que ocurre en Myanmar.

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