Dom 27.03.2016
turismo

CHILE PLAYAS Y NATURALEZA DEL NORTE

Serenamente trasandina

Sobre la costa del Pacífico, donde el norte chileno limita con el desierto, La Serena y Coquimbo son el punto de partida para visitar una región que ofrece riqueza natural, avistajes de fauna, paseos históricos y un recorrido gastronómico imperdible por los sabores del mar. Más allá de las playas que atraen durante el verano, hay motivos para visitarla durante todo el año.

› Por Graciela Cutuli

La etiqueta de la botella nos despierta curiosidad apenas nos sentamos a la mesa del restaurante El Pequeño, en el balneario de Guanaqueros, unos 45 kilómetros al sur de La Serena. Desde los ventanales vemos a los pescadores del pueblo aún sobre la playa, recogiendo las redes, mientras algunos transeúntes tardíos se demoran sacando fotos del vaivén de las olas. La etiqueta, que dice «cerveza artesanal Atrapaniebla», resulta no ser metafórica: nos lo explica Cristóbal, guía y alma mater de un viaje por el norte de Chile que nos trae a una región sacudida hace seis meses por un fuerte temblor y un tsunami. Tongoy, a un par de kilómetros de aquí, estuvo entre los lugares más afectados, lo mismo que Coquimbo, ciudad vecina de La Serena. Pero si esperábamos toparnos con señales de destrucción, estamos muy equivocados: aquí, como en La Serena misma, cuesta encontrar alguna pista de lo ocurrido. Los rastros son visibles sólo para los residentes que pueden comparar con algún estado anterior: para nosotros, recién llegados, el panorama es de una prolijidad impecable y a la hora en que se pone el sol el mar despliega toda su belleza y aparente inocencia.

«Esta cerveza -explica Cristóbal mientras el mozo ocupa la mesa entera con una impresionante entrada de empanadas de calamar, locos, ceviche de chocha y jaibas- se hace con agua de la camanchaca, esa capa de niebla que vieron desde el avión y que cubre las orillas del Pacífico. Se instala una malla que retiene la niebla en lo alto de la Cordillera de la Costa, el agua empieza entonces a bajar por una canaleta y así captan unos 50 litros diarios, con los que se hacen estas botellas». No será esta ni la primera ni la última sorpresa de un recorrido que nos hace descubrir un destino muy visitado localmente y desde los países limítrofes. De hecho es uno de los principales de Chile. Más allá de las playas de La Serena -viejas conocidas de los turistas argentinos, sobre todo los que cruzan desde San Juan aprovechando el paso de Agua Negra- estamos disfrutando la riqueza de los pueblos costeros con sus casas de pescadores y cultivos de ostiones; la historia que encierra la ciudad donde enseñó Gabriela Mistral; los sabores del mar y de la tierra que se traducen en los vinos y frutos del cercano valle del Elqui. Reducir La Serena a las playas es perderse lo mejor.

Encuentro a lo largo de la ruta que une La Serena con la Reserva Natural Pingüino de Humboldt: son frecuentes los guanacos y los zorros.
Imagen: Graciela Cutuli

UNA BAHIA, DOS CIUDADES «La elevación del borde costero a lo largo de miles de años generó una zona muy atractiva para los conquistadores. El propio Pedro de Valvidia sintió el impacto de la región, que se enorgullece de haber sido el último bastión de los diaguitas incas. Desde aquí, la bahía donde se tocan Coquimbo y La Serena, partió el proyecto de unir el Pacífico y el Atlántico hacia la mítica Ciudad de los Césares», evoca Cristóbal mientras, parados en el balcón panorámico de la Universidad serenense, vemos los techos rojos de las casas, el estadio mundialista y, a lo lejos, algunas de las islas guaneras. Poco después hacemos un alto en el Museo Arqueológico, que conserva objetos de la cultura molle (los primeros en hacer figuras artísticas y representaciones chamánicas en las rocas de la región) y una colección fotográfica de arte rupestre, así como cerámicas negras, primitivas balsas en piel de lobo marino y -curiosamente- un moai. Es que de La Serena partió en 1951 el primer vuelo a la Isla de Pascua, y en reconocimiento los isleños enviaron la monumental y misteriosa cabeza de piedra.

Pieza a pieza, se va armando un rompecabezas histórico y urbano que sigue en la calle Prat, con sus casas neocoloniales, y el mercado repleto de puestos de artesanías, piedras, tejidos y flores. Popular y animado, el lugar resulta ser imperdible: aquí descubrimos las papayas confitadas, el néctar de papaya, la mermelada de papaya… el fruto está por doquier, con su brillante piel amarilla transformada en todos los dulces posibles. Hay por ahí también ponchos de alpaca y vicuña, anillos de cobre y lapislázuli que unen dos emblemas del país, y la otra piedra nacional chilena: la veteada cumbarbalita.

La calle Prat concentra la vida social y política, los cafés y restaurantes. Las fachadas neocoloniales no tienen cualquier color: son blancas rojas, las mismas tonalidades que aparecen en las cerámicas diaguitas. Seguimos por la calle Balmaceda, y nos encontramos tomando el antiguo Camino Real que desemboca en la Plaza de Armas. Cuando llegamos frente al mar, sobresale sobre la orilla la silueta del Faro de la Serena, símbolo de la ciudad, que marca uno de los extremos de la antigua caleta nativa de pescadores indígenas, ahora convertida en avenida costera donde se suceden los restaurantes especializados en frutos de mar. El Faro, una silueta familiar que desde mediados del siglo XX –cuando se construyó como parte del relanzamiento urbano y la descentralización chilena- se erige como icono y meta de toda visita, está en vías de restauración: pero mientras tanto, como siempre, sigue ofreciendo una espléndida vista sobre el Pacífico y la ciudad colonial que se extiende detrás. Hacia el otro lado, es la silueta de Coquimbo –cuyas casas parecen superponerse sobre las colinas al modo de Valparaíso- la que se recorta nítida en el horizonte.

Marea Alta, un idílico conjunto de restaurante, cabañas y casa-barco en Punta de Choros.
Imagen: Graciela Cutuli

Se cuenta que en tiempos antiguos los piratas solían enterrar sus tesoros en las playas de Coquimbo. Como Guanaqueros, que fue el único asentamiento de la costa regional donde se seguía viviendo con guanacos; la célebre La Herradura, o Totoralillo, uno de los mejores lugares de la práctica de surf. Recuerdos de aquellas épocas reviven en una visita al Fuerte Lambert, una fortificación levantada frente a Punta Pelícanos que en realidad data de fines del siglo XIX y nació para proteger la costa de posibles ataques de Perú en los años de la guerra del Pacífico. Cañones y murallas dan paso a una vista despejada sobre la bahía, esta vez con La Serena enfrente, y el islote de aves legendarias que el cristianismo asoció con el sacrificio de Cristo.

Un barco híbrido entre pirata y vikingo se cruza con una embarcación de pesca artesanal, sobre un mar calmo donde apenas despuntan unos picos de espuma. Quién sabe si algún día, como ocurrió en el pasado, aquellos tesoros de las leyendas volverán a asomar entre las arenas revueltas por el mar… El día está radiante aquí sobre la playa y también sobre la Cruz del Tercer Milenio, adonde llegamos después de subir por el Barrio Alto de la ciudad. Paso a paso, las callecitas y las casas –que parecen ubicarse no donde quieren, sino donde pueden- revelan el bohemio espíritu coquimbano. La coronación de la subida es espectacular: la cruz, levantada para conmemorar dos mil años de cristianismo –que no quita la presencia de la mezquita y centro cultural Mohammed VI a poca distancia- tiene una altura de 93 metros, que se elevan desde una plataforma a 157 metros sobre el mar. No sólo vemos desde aquí las ciudades vecinas de Coquimbo y La Serena; también se divisa el observatorio de Tololo, el más antiguo del hemisferio sur, un recordatorio de que estamos casi en la puerta de entrada el Valle de Elqui, el místico territorio de cielos transparentes donde expertos de todo el mundo investigan los misterios del universo bajo el tenue brillo de la Vía Láctea.

Por si nos faltara todavía, entre el restaurante de Guanaqueros y el mercado de La Serena, la confirmación de que esta región costera es un paraíso gastronómico, terminamos el día en Porota’s Restaurante, donde Anka Bakulic –miembro de la numerosa comunidad croata chilena- hace maravillas con los filetes de reineta, el ceviche y el salmón del Limarí. Situado sobre la Avenida del Mar, el restobar es un clásico que ahora, ya pasada la temporada veraniega de mayor concurrencia, se disfruta con auténtico placer sin prisas.

PUNTA DE CHOROS Temprano por la mañana, dejamos atrás la ciudad, el Faro y la playa donde algunos deportistas aficionados corren sobre la arena, o aprovechan los últimos días del verano, para poner rumbo a la Punta de Choros. Que sería el equivalente local de “Punta de Mejillones” (y donde se extraen sobre todo almejas o “machas”), a unos 115 kilómetros de La Serena, frente al grupo de islas que forman la Reserva Natural Pingüino de Humboldt y prácticamente en el límite entre las regiones de Coquimbo y Atacama. Es decir, la frontera entre el Chile verde y el desierto.

Cristóbal cuenta que de aquí se extrae también la “piedra porotito”, o “piedra serena”, una suerte de canto rodado de tamaño pequeño y regular, cuyos colores pálidos son muy apreciados en la decoración. Es en estos relieves también donde la Cordillera de la Costa empieza a retener la humedad, y aparecen las pirámides naturales que eran como miradores sobre la bahía. Entre cactus, piedras y cactáceas como la copiapoa, andando hacia Punta de Choros nos topamos con las últimas comunidades de guanacos costeros y con algunos zorros que no pueden contener la curiosidad cuando se acercan los visitantes. Son parte visible de un ecosistema en riesgo, porque aquí se quiere instalar Dominga, la mina a cielo abierto más grande de Chile, muy resistida por la población. El motivo, aunque no lo vemos, es la presencia de altos niveles de hierro, que inciden en la biodiversidad. “Es como el imán del planeta –resume Cristóbal–, gracias a estos componentes las especies ajustan sus sistemas naturales de navegación”.

El Faro de la Serena, icono de la ciudad, se asoma a la amplia bahía desde donde se divisa la vecina Coquimbo.
Imagen: Graciela Cutuli

Antes de llegar a Punta de Choros, el pueblo de Choros (no hay que confundirlos por la similitud de nombres) es un buen alto –que también se puede hacer a la vuelta– para saborear el aceite de oliva que se produce localmente aprovechando las favorables condiciones del clima. Es una comunidad agrícola y pequeña, nacida sobre lo que fue el campamento de Pedro de Valdivia, donde se ven jotes, búhos, guanacos... y burros. Porque esta es la comuna chilena –valga el dato curioso– con mayor número de burros salvajes, que todos los años protagonizan su propio rodeo.

Un mural recuerda también que aquí se produjo, hace casi un siglo, el mayor desastre marítimo local: fue el naufragio del Itata, el “Titanic chileno”, que dejó 374 muertos y apenas 20 sobrevivientes, de los cuales la mitad llegó hasta Punta de Choros. Azules de frío y en medio de la noche, los habitantes de ese pueblo remoto no pudieron sino confundirlos con fantasmas.

Un poco más adelante, un puñado de casas junto al mar y un embarcadero nos dan la bienvenida a Punta de Choros, propiamente dicha. El día se puso más gris; se impone el clima del desierto costero nuboso y la fuerza del océano se hace sentir en el viento que sopla sobre los rucos, las casas de los pescadores nativos, levantadas en cactus y otros materiales naturales. Bajo el revoloteo de gaviotas y pelícanos, este será nuestro punto de partida para visitar la Reserva Natural Pingüino de Humboldt, formada por tres islas: Choros, Damas y Chañaral. La excursión habitual comienza con una navegación de 25 minutos hasta la isla de Choros, donde sólo quedan algunos vestigios de los changos que la poblaron hace 200 años: la lancha la rodea, a pocos metros de los numerosos cormoranes, petreles del Perú y otras aves marinas que una y otra vez se lanzan en picada sobre los grandes cardúmenes. De pronto, entre unos y otros, asoma el lomo oscuro de un delfín gris, que se ve frecuentemente aunque son más comunes los típicos delfines nariz de botella. Entre los numerosos cormoranes se distingue también la silueta del pequeño pingüino de Humboldt, muy parecido al de Magallanes.

Unos minutos más de navegación nos dejan en la isla Damas. Aquí sí se puede descender, sobre la playa La Poza, para transitar un sendero de 1,8 kilómetros de extensión hasta la Playa Tijeras, un espacio intangible donde anidan las aves y el Pacífico ofrece, vírgenes, los paisajes de costas recortadas e irregulares que son un verdadero santuario natural. Para quien quiera ver aves, es una fiesta.

Media hora más de navegación, esta vez de regreso, nos llevará hasta la costa nuevamente para descubrir otro de los tesoros coquimbanos: el restaurante Marea Alta, especializado en los mariscos y pescados que otorgan estas aguas generosas. Leonardo de la Barra es el fundador del lugar: «Después de vivir 30 años en Bélgica –cuenta– regresé a Chile con la idea de instalarme en el sur pero me enamoré de La Serena. Vi todo lo que había por hacer, y así empezamos rescatando un barco que había chocado contra las piedras y lo reconstruimos como hotel, con cuatro habitaciones y vista al mar desde la proa». La casa-barco es una joya íntegramente realizada en madera, el refugio ideal para una pareja de románticos y de amantes de la naturaleza que quieran sentirse como los primeros y únicos habitantes del lugar. Atrás está la ruta que se interna en el desierto y adelante sólo el Pacífico, desplegando toda su vida en tonos de azul, extensa y misteriosa como las aguas del océano.

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