Domingo, 10 de abril de 2016 | Hoy
RIO NEGRO > TRAVESíA DE LA MESETA DE SOMUNCURá
Los 600 kilómetros que separan el mar de la cordillera, en el corazón rionegrino, conforman un llano elevado único en el mundo, un área protegida y virgen donde es posible descubrir que el horizonte es nuestro, ver la naturaleza más intacta y despojarse de todo lo superfluo para llegar a la esencia del ser humano en un paisaje sin obstáculos.
Por Sonia Renison
La imagen aérea de una mano abierta es una síntesis del croquis de la meseta de Somuncurá. Los dedos son el llano, y en el espacio que queda entre ellos se resguardan valles pequeños, bajos, cañadones, arroyos, vegas, lagunas y hasta cerros y volcanes que alcanzan los 1900 msnm.
Un millón seiscientas mil hectáreas toman esa forma, se levantan hasta unos 600 metros de altura y abarcan el 1,8 por ciento del territorio rionegrino, compartiendo una partecita al sur con suelo chubutense. La amplitud térmica y el cielo enorme, junto con la estepa, tejen historias tehuelches, mapuches y de los pioneros que llegaron desde la época del General Julio Argentino Roca en su última embestida contra el indio hasta la llegada del ferrocarril en 1910. La Línea Sur rionegrina estrena asfalto y corre al pie de la meseta, mientras una veintena de pueblos se distribuyen ordenados abajo y arriba, a un lado y al otro de lo que es la traza rutera. Auto, camioneta o tren son formas de recorrerla aunque es la travesía diseñada por expertos locales la que invita a conocer sus entrañas y subyuga al visitante.
El inicio del viaje, junto al océano que baña la costa rionegrina, insinúa la inmensidad que se impregna en el alma. Lo agreste de los acantilados -tanto en el balneario El Cóndor, la playa por excelencia de Viedma, como en Las Grutas- son un destino en sí mismo. La idea de unir el mar con la cordillera en una travesía moderna por el corazón de Río Negro significa desandar la huella que desde hace miles de años marcaron los tehuelches. Testimonios de sus pasos están plasmados en aleros de roca de las montañas, donde las pinturas rupestres relatan aquella historia. Y más atrás en la evolución se llega a través de los rastros que dejaron bosques petrificados y que se pueden visitar en Valcheta.
LA MESA DE LA PATAGONIA La meseta es única y muchos la ilustran como si fuera una mesa sobre la estepa patagónica. De estas características hay otro sitio en el mundo: es una prima hermana en México, la meseta de Tenochtitlán, donde se levanta Ciudad de México. Pero si se calcula que este llano alberga a unas 4000 personas cada kilómetro cuadrado, en nuestra criolla Somuncurá los expertos señalan una densidad demográfica de un poblador cada cinco kilómetros cuadrados. La nada o el todo. Como quieran tomarlo.
Es en el inicio del recorrido donde el mar y el pueblo costero devuelven imágenes de una película. El cielo se inunda de estrellas. Y el viaje, convertido en travesía, comienza por la mañana cuando el sol pega en los acantilados donde habita la colonia de loros barranqueros más grande del mundo. El guía experto en aves es el biólogo Mauricio Failla, que conduce grupos caminando por la costa mientras les relata cada detalle de la vida de estos pájaros y, además, las perlas de la historia del lugar. Los recovecos y los huecos donde se esconden los rastros de cada especie viviente millares de años atrás. Gliptodonte, diente de sable, antecesores del guanaco o del ñandú son parte del universo para descubrir durante una caminata antes de trepar al vehículo que se sumergirá en el desierto, hacia el corazón del continente. La meseta -cuenta Mauricio, que además se especializa en el avistaje costero de toninas y franciscanas- es un lugar tan especial que hasta tiene sus propias plantas y animales endémicos. Desde peces, como la mojarrita desnuda, hasta reptiles y anfibios de colores y formas increíbles (la ranita, el sapo de Somuncurá y varias especies de lagartijas). Sin olvidar plantas silvestres únicas en el mundo, entre ellas las margaritas enanas de Somuncurá.
Los mejor es organizar las travesías en grupo, como en esta propuesta que comienza en la estación de servicio del acceso a San Antonio Oeste, sobre RN 3. Allí, en las camionetas 4x4 se verifica que nada falte y se lleva para los viajeros una bolsita primorosa de arpillera que contiene vituallas de viaje. Tampoco hay que olvidar el combustible y otros menesteres previstos para un batallón.
Desde la partida, es el horizonte el que marca el destino: hasta que de pronto un oratorio del Gauchito Gil -vestigio rutero clásico- asoma al costado del camino como para hacer una parada antes de la inmensidad de la soledad. Los guías de aventura aprovechan el alto para recordar las alternativas de la travesía, revelar los puntos de interés por conocer y subrayar la importancia de esta área natural. La vista de 360 grados se recorre en un giro sobre los talones. Hay entusiasmo en el grupo y un cartel asoma y señala: Mina Gonzalito. Dicen que fueron campos que refieren al nombre del otrora dueño de las tierras donde se desarrolló la explotación de plomo. De no creer. En menos de dos horas, se pasa del mar al desierto en altura y, de pronto, a una ciudad abandonada de aquellas que se montaban en el siglo pasado cuando se diseñaba un pueblo para instalarse y desarrollar una producción. Escuela, centro de actividades, cancha de deportes, centro de salud, casas para casados, para solteros. Todo destruido por depredadores humanos y el tiempo. En fin, de todo. Algunos calculan que llegaron a vivir unas 3000 personas. Es la misma cantidad de gente que se mueve hoy en un vivac del Rally Dakar. El viento chifla entre las ventanas que se mantienen abiertas a la nada. Y la travesía se transforma en un servicio de alta gama. Los guías sorprenden detrás de las camionetas con dos mesas armadas con mantel y carnes de todo tipo, panes caseros y ensaladas. Un manjar para las siete horas de travesía que a esta altura acumulan ripio, cielo y horizonte.
PARAJES PATOGENICOS Son rastros de vidas lo que devuelve el paisaje. Porque después de la mina Gonzalito se llega entre paisajes únicos hasta un paraje: Arroyo Los Berros, donde viven unas 180 personas. Hay una escuela hogar y frente a la plaza la gente -con apoyo del INTA- trabaja en huertas familiares. Muchos de los habitantes se criaron en la mina y otros tallaron su vida junto al plomo. El descanso en el pueblo lleva a que en la noche un asado deje admirar las estrellas, algo que nunca hay que perderse cuando se viaja a través de la naturaleza y que siempre quedará en la retina.
Es otoño y hace frío en la oscuridad. Por la mañana, el cielo es el más turquesa jamás visto y nos despertará con su frescura. Dan ganas de quedarse a caminar por el pueblo, pero el viaje sigue y ahí nomás, en la salida, hay una capilla en ruinas que está en el borde mismo de la meseta que se muestra como apoyada sobre la tierra. El color, la textura y las costumbres cambian a medida que avanza la caravana. Hay un puesto centenario donde el palo a pique protege del viento, de los zorros y de los pumas a las ovejas y caballos. No hay nadie en casa. Pero las instalaciones son enormes. Los tamariscos son añejos y cubren todo un lado de la casa y los corrales con su estirpe frondosa, mientras la pulcritud de la casa atrapa. Uno quiere hablar con sus moradores. Puede que estén en campo abierto con el ganado. Mientras que aquí sólo el eco que retumba en un cañadón se ofrece como respuesta. Unos perros ahuyentan con bravura a los visitantes que, citadinos, trepan volando a las camionetas. Sigue la travesía por una huella que pareciera ir hacia la nada en medio del desierto, donde las matas vuelven acolchonada la superficie mirada de lejos. El ascenso en zigzag ni se nota hasta el final. Ocres, amarillos y rosados son los colores que tiñen el suelo. LU 20 transmite el programa Top, que pasa todos los mensajes de miles de kilómetros a la redonda. Horarios de atención médica, encargos, avisos, fiestas y algún comunicado de amor. El viaje se vuelve en cámara lenta cuando se avanza cada vez más adentro de la meseta.
Pasado el mediodía se llega a otro paraje: Campana Mahuida, donde sólo hay una casa preciosa en la que viven Juliana y su hijo Darío, quienes salen a saludar a los viajeros y prestan la sombra de un monte de árboles para el almuerzo. La risa es toda para ella cuando entrevista al recién llegado. El cerro Corona espera más lejos y allí, prometen, hay lagunas azules que son las presas preferidas cuando entre los visitantes hay fotógrafos. La cima en la meseta es ver el horizonte más enorme jamás alcanzado. Son coirones, tunas y matas la vegetación achaparrada que la puebla y asoma como penachos dispersos. La noche atrapa a la caravana rutera. La huella desaparece y serán siete horas de ripio cruzando puestos muy de vez en cuando hasta llegar hasta “abajo”, que es la Ruta 23 que corre al pie de Somuncurá.
La entrada al pueblo de Valcheta es triunfal, si se quiere. Romina Rial es la coordinadora del Museo Provincial que lleva el nombre de su madre, María Inés Kopp, y tiene todo bien pensado. El hotel en la calle principal ya sabe que llega la troupe. El día siguiente se transforma en una jornada agitada entre los huevos de dinosaurios petrificados y las pertenencias de los pioneros que llegaron con la Línea Sur del ferrocarril. Un día en Valcheta es una vida. El bosque petrificado conduce a un sitio de interpretación del planeta tierra, tiene su guía de sitio que sabe hasta los detalles de los últimos especialistas que se acercaron a estudiar el tema. La estación del tren tiene un siglo y está intacta. Dialogar con su jefe y el equipo de ferroviarios que mantiene el lugar y aguarda que pase el tren es un deleite para los viajeros. Entre todas las historias hay una que imprime mística a la región, que por su energía natural muchos eligen para conocer y sentir. Dicen que hace unos años se halló enterrada una piedra que en una de sus caras mostraba una cruz tallada, como una impronta. De forma redonda y pesada por su contextura, debía ser levantada con esfuerzo por dos personas. Cuestión que en una oportunidad llegaron dos personajes y precisaron que podría corresponderse con rastros que comprobarían que los “templarios” estuvieron por aquí, abonando la idea de que bajo la meseta habría una ciudad de aquella historia. La idea añadió mística a la región aunque la piedra jamás se volvió a ver.
Más adelante en el camino, avanzando por la ruta 23, se llega hasta Ramos Mexía. Allí el anfitrión es Javier Jiménez junto a su equipo. Pero es en las afueras donde está Tunquelén, una chacra dedicada al turismo rural en la que nos reciben sus dueños y anfitriones, Marcelo Veggia y Carla. Tienen cabañas para huéspedes y ofrecen desde cabalgatas hasta caminatas que recorren aleros con petroglifos, además de almuerzo con pastas caseras. Detrás de una arboleda, tienen viñedos. Y si se alza la vista, se ve perfecto el borde de la meseta misma por donde se trepa y se llega a la cima. Y ahí, en lo alto, el pequeño límite del vallecito y Somuncurá se puede recorrer con extremo cuidado por un senderito que deja ver los restos de un cementerio tehuelche, que llega con su misterio hasta la fibra más íntima del alma. El silencio gana la jugada. Una pirca señala el camino y el límite de la experiencia Somuncurá. Un remolino de sensaciones.
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