Domingo, 8 de mayo de 2016 | Hoy
BUENOS AIRES > ARTE EN EL MAT DE TIGRE
Una muestra de la fotógrafa Grete Stern y sus visitas al Delta, complementada con artistas cuya inspiración va del agua a la vegetación. Una selección del pintor Héctor Giuffré nacida del imaginario nacional y popular, junto a las obras de Berni, Castagnino y Soldi en un edificio que es una obra de arte en sí mismo.
Por Julián Varsavsky
Recorrer el Museo de Arte Tigre (MAT) es en sí atravesar una obra artística de arquitectura que, en teoría, es sólo el “marco” para el trabajo de otros artistas. También es una travesía hacia la Belle Epoque argentina de fines del siglo XIX, cuando Buenos Aires era la Dubai del momento, esa urbe moderna con islas de fastuosidad que se erigía en medio de la planicie pampeana, resultado de repentinas fortunas y notable ostentación.
Uno no llega al MAT y entra: se detiene primero ante la opulencia aplastante, los aires de refinada grandeza, la corporización estética de una oligarquía que se había devorado de una dentellada a la Pampa Húmeda y la Patagonia completas, identificada con los ideales de progreso y civilización de la modernidad europea. Aquellas familias creían estar refundando la Argentina. Y a diferencia de los barones del caucho en Manaos, no emigraron a dilapidar sus fortunas en el continente de sus sueños –salvo en vacaciones– sino que erigieron una escenografía completa para vivir en Buenos Aires como en París y no perder así el contacto con la vida de campo, que también era parte esencial de su cultura.
Los años dorados de Tigre –con el actual MAT como edificio emblema– son resultado de aquella Argentina glamorosa “granero del mundo”. Hacia 1830 los porteños de clase alta descubrían las bondades de ese mundo que fluye verde y color limo en el delta del Paraná, donde construyeron sus casas de veraneo con el estilo europeo del casco de sus estancias. Fue un crecimiento lento hasta que, en 1865, llegó el primer tren desde Retiro al sereno paraje del “Pago de las conchas”.
Rápidamente lo más granado de la oligarquía agroganadera tuvo aquí su gran quinta –la mayoría hoy en pie– y surgieron los coquetos edificios de los clubes de remo. Algunas de esas construcciones están sumidas en una majestuosa decadencia, unas pocas se demolieron y otras fueron restauradas a nuevo, como el edificio del MAT en 2006.
Al principio los gustos se inclinaron por las villa italianas –hay varios palacetes venecianos en Tigre– pero de inmediato se impuso un pintoresquismo anglofrancés con obras completas traídas en barco, pieza por pieza incluyendo los planos, para ser dirigidas desde el otro lado del océano por arquitectos que jamás las verían con sus ojos: sólo los ladrillos se hacían aquí.
GLAMOROSO CLUB SOCIAL En 1890 se inauguró al final del Paseo Victorica el legendario Tigre Hotel, que se quemó en los años ‘30 y fue demolido. Justo al lado se construyó el Tigre Club (actual MAT) pensado como un galante club social que estimulara el entretenimiento, la práctica del tenis y las regatas. Sus financistas fueron el banquero y terrateniente Ernesto Tornquist y Emilio Mitre, hermano del ex presidente Bartolomé Mitre.
El diseño del Tigre Club se le encargó a una dupla argentino–francesa: Louis Dubois y Paul Pater, los mismos de la actual Embajada de Francia. La fastuosa fiesta inaugural fue en 1912.
El ecléctico edificio tiene dos plantas partiendo del academicismo francés de la Escuela de Bellas Artes de París. Su fachada es simétrica con techo de mansarda, una lucarna y cúpulas rematadas en aguja. En los exteriores abundan columnas dóricas simples, semicolumnas, pilastras, arquerías y ornamentos de palmetas, guirnaldas de flores, hojas de laurel –emblema de la gloria en aquel sistema de signos– y encinas que simbolizan la idea del poder y la fuerza.
En cada uno de los dos pisos hay una sala central; en la de abajo están las exposiciones temporarias. Junto a la escultura de una mujer de bronce burilado de las Fonderies du Val d’Osne de París, nace una gran escalera de mármol que desemboca al final de un pasillo en el ballroom. Su techo oval está decorado con un marouflage –una pintura en tela pegada al cielorraso– de sensuales ninfas tocando instrumentos musicales, obra de Julio Vila-Prades. En el centro de la bóveda cuelga una monumental araña de bronce de 1500 kilos con caireles de cristal. Sobre el parquet de roble de Eslavonia, que brilla como en su época de oro en los ’50, se bailaba al ritmo de las orquestas de Juan D’Arienzo, Osvaldo Pugliese, Aníbal Troilo, La Jazz Casino y Oscar Alemán.
El Tigre Club se desvió un poco de sus nobles estatutos fundacionales al instalarse en la planta baja en 1927 la primera ruleta de Buenos Aires, al estilo de los grandes casinos europeos. La iniciativa fue un éxito combinada con los bailes. Hasta que en 1933 una intempestiva ley clausuró la ruleta para erradicar los juegos de azar en las cercanías de la puritana ciudad de Buenos Aires, que se mudaron a Mar del Plata y con ellos también sus encumbrados jugadores, quienes reemplazaron el río por el mar y sus playas. Con el cierre del casino, el Tigre Club pasó del esplendor al abandono casi sin transición.
Hoy en la planta baja del MAT hay una muestra temporaria de la gran fotógrafa alemana Grete Stern, formada en la escuela Bauhaus, que se extenderá hasta mediados de junio. Son fotos inéditas de sus trabajos en Tigre en los ’50 y ’60, cuando iba a descansar a la casa de una amiga. Algunos encuadres están a mitad de camino entre la abstracción y el figurativismo, como algunos planos de ramas y troncos reflejados en el agua. En la sala siguiente hay obras de artistas contemporáneos que se inspiran en motivos de la naturaleza. Y la exposición principal está dedicada al pintor argentino, radicado en Chicago, Héctor Giuffré. Es una selección de su obra de los ’70 inspirada en los mitos del imaginario de lo “nacional y popular”. Para ello elige personajes de la época como José Ignacio Rucci –peinándose frente al espejo en el momento previo a su asesinato– y el abogado de las víctimas de la Masacre de Trelew. La colección permanente del primer piso se centra en pintores argentinos de los siglos XIX y XX, donde sobresalen cuadros de Berni, Castagnino, Fader, Soldi y Quinquela Martín.
UN JUEGO PLEBEYO Un buen plan de fin de semana es quedarse en la parte continental de Tigre, del otro lado del río frente a la estación fluvial, que es también una isla. A unas cuadras, en la esquina de Esmeralda y Liniers, está una de las casas coloniales más viejas de todo Buenos Aires: la aduana construida alrededor del 1800, una sencilla casa de techo cañizo con tejas musleras, muros de 70 centímetros de espesor y una puerta doble esquinera con un pilar en el centro que es una rareza.
Pero el eje de todo esto es disfrutar con tiempo el Museo de Arte Tigre. Primero sus exposiciones, con una buena guiada, para después salir a caminar por su larga terraza de piso de mármol griego sin vetas que llega hasta la orilla, entre luminarias de cinco esferas modelo Costal Azul. Desde allí arriba se observa el trajinar del río Luján –de modestos botecitos a remo de los isleños a soberbios yates de dos pisos o la lancha almacén– y esos atardeceres lánguidos de Tigre con el globo naranja hundiéndose entre la vegetación.
Cuando el museo cierra, los jardines quedan abiertos una hora más y la tarde cultural continúa al aire libre, “saboreando” los fastos arquitectónicos del MAT que brilla en la noche a la luz de los reflectores. Una pasarela con columnata blanca en galería se extiende desde el edificio como una protuberancia hasta el río, en cuyo galante embarcadero aparecían las damas de alcurnia con grandes sombreros y también cierta clase media porteña.
Hoy cualquiera camina por el parque con glorietas y jardines limitado por una gran reja negra de hierro forjado, una suerte de muralla que protege a este edificio con torres que le dan un aire de castillo encantado. El juego sigue cuando uno se sienta en los bancos de este micro Versailles tigrense, para después ir a cenar frente al río viendo pasar los camalotes que por estos día flotan en procesión.
Para completar el plan lo ideal sería dormir también en alguna de esas casonas recicladas del Paseo Victorica que brillan con renovado glamour y reciben huéspedes, sumergiéndose de lleno en un viaje lúdico a los tiempos del Tigre galante, ya sin mujeres voluminosas por los miriñaques ni hombres de galera, nuevos ricos y bon vivants como aquellos porteños que se hicieron famosos en el Maxim’s de París tirando manteca el techo: después le pagaban por triplicado el vestido manchado a las damas.
Esos personajes ya no existen y sus equivalentes han tomado otros rumbos. Y casi ninguno de esos palacetes, viejos armatostes insolventables, pertenece a sus dueños originales, quienes al no poder mantenerlos los vendieron con diferentes fines: la casona de los Bullrich, por ejemplo, pertenece a un sindicato docente y es un hotel. Así que nuestro inocente juego plebeyo y afrancesado combina hoy arte, naturaleza, sublime arquitectura y buena comida, entre los fantasmas muy presentes de la Belle Epoque.
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