IRLANDA > VIAJE A LOS ALBORES DE LA INDEPENDENCIA
Un recorrido para conmemorar los acontecimientos que llevaron a la separación irlandesa del Reino Unido. Las calles de hoy guardan la memoria del coraje de los habitantes de ayer, cuando después de siete siglos de dominio británico la población dublinesa se levantó en armas y le dio a la historia un giro definitivo.
› Por Sergio Kiernan
Para entender la gentileza de Dublín hay que pensar en un otoño florentino con pocos turistas, con la gente del lugar relajada y haciendo su vida, o en alguna de esas ciudades medianas de Nueva Inglaterra que dan al mar, donde la comida es excelente y todos tienen tiempo para conversar. Será la capital de Irlanda, será la mayor ciudad de la isla y tendrá sus sofisticaciones urbanas, pero ni Dublín ni los dublineses andan con ganas de padecer los nervios de la gran ciudad. Por algo es un lugar donde ni los embotellamientos rompen el silencio y uno se encuentra feliz y cansado después de un día de caminata sin agresiones.
Dublín tiene un milenio de vida y cuatro siglos largos de ciudad importante, y acaba de festejar el primer centenario de la rebelión armada que disparó la guerra de independencia y el nacimiento de la actual república. Con lo que es hora de agregarle a los pubs, los bellos parques, la notable Galería Nacional de Arte y los tantos museos una recorrida política de la ciudad donde prácticamente se inventó eso de la guerrilla urbana.
EN 1916 La rebelión armada de la semana de Pascua de 1916 fue el producto de siete siglos de dominio británico y de un momento político crucial en la historia del país. La historia de la ocupación de Irlanda es una de brutalidad notable, con persecuciones indecibles -prohibición absoluta de ser católico y pena de muerte a todo cura, prisión al que hablara en público en la lengua original, decreto de cierre de toda escuela para aumentar el analfabetismo, censura absoluta a todo libro o publicación antibritánica- que crearon la inmensa diáspora de los irlandeses, la mayor en proporción del mundo: once descendientes desperdigados por el mundo por cada persona en la isla. Cada vez que el país amagaba levantar cabeza, recibía otro golpe en un proceso que se aceleraba. Si Irlanda tenía un buen siglo XVIII, con la economía creciendo, una incipiente industrialización y una cultura que derramaba nombres como Swift y Goldsmith, le sacaban su parlamento y la rebajaban a provincia con virrey. Si los patriotas se alzaban en armas, como en 1798 y con un protestante al mando, de inmediato la represión liquidaba a alzados, moderados, dudosos e indiferentes, como para aterrar a todos.
Para el siglo XIX, la isla de Erin era una estancia llena de peones miserables, gentes que mantenían una familia alquilando media hectárea a sus señores nobles, con una pequeña clase media insegura. A mediados de siglo, la peste de la papa acababa con el cultivo esencial de un país que se alimentaba de té y papa hervida, y la Gran Hambruna mataba o expulsaba al exilio a casi la mitad de la población. De hecho, la Irlanda de hoy ni se acerca a la población que tenía en 1850.
Remontar ese pozo tomó medio siglo, en los que la política se modernizó y creó figuras como Parnell, levantó prohibiciones y hasta logró, de la mano de John Redmond, comenzar a solucionar pacíficamente el problema de la tenencia de la tierra. De golpe aparecía en el horizonte la posibilidad de volver a tener parlamento propio, de ser autónomos y renacer como nación, de prosperar. Fueron los unionistas, los duros partidarios de que todo siguiera como antes, los que torpedearon esta posibilidad y dejaron fuera de juego toda posibilidad real de una salida en paz.
Con lo que el nacionalismo de la acción directa termina ganando la iniciativa. Estos grupos eran una minoría pero una muy decidida. Irlanda había renacido culturalmente, su lengua ganaba adeptos y estaba de moda, se hacia teatro originalísimo y se escribían libros notables, se miraba a París y las vanguardias y se hablaba con toda normalidad de anomalías como el voto femenino y el socialismo. Las sociedades culturales contenían grupos que abiertamente se entrenaban con las armas, en respuesta al discurso y la practica de los unionistas de Ulster. Y en medio de todo esto, en agosto de 1914, arrancó la Primera Guerra Mundial y todo quedó congelado. En apariencia.
En rigor, Londres quería congelar en particular la autonomía irlandesa, dejarla para un “después” indefinido. Los nacionalistas terminaron creando un quiebre feroz de este supuesto impasse: el lunes de Pascua de 1916, comandos de uniforme o de civil, mejor o peor armados, comenzaron a tomar edificios estratégicos o simbólicos de la ciudad. Los ingleses no se la esperaban y reaccionaron lentos, pero retomaron la ciudad como si fuera una alemana, con bombardeos, fusilamientos, y hasta un buque de guerra anclado en el río Liffey, que cruza Dublín, demoliendo el Centro de cañonazos. Hubo centenares de muertos y a todo el mundo le quedó en claro cómo veía Londres a su colonia. Los que se rindieron fueron a prisión y el comandante británico fusiló a dieciséis líderes “para dar el ejemplo”.
Dos años después, Irlanda entera votaba a los nacionalistas. Cuatro años después, había ganado la guerra de independencia y había perdido el Ulster.
EL CENTENARIO En una frase casi cubana, Dublín ofrece varios tours “rebeldes”, que recorren los escenarios de los combates de 1916. La cosa arranca en pleno centro de la ciudad, en la avenida O’Connell, donde se alza un hermoso edificio neoclásico de piedra, el Correo Central. Más conocido como el GPO -General Post Office- el palacio fue el cuartel general de la rebelión y el lugar donde Padraigh Pearse, maestro, poeta y primer presidente de la República clandestina, leyó la proclama de independencia. El lugar sigue siendo el correo central del país, se pueden comprar estampillas y mandar encomiendas, pero también ver una exhibición multimedia de conmovedora belleza y asombro tecnológico sobre esa semana en que en cada ventana había un patriota tirando y el edificio fue bombardeado y quemado.
Es importante mirar el tope del correo, porque es una suerte de resumen de la historia del país. Al centro, justo arriba del pedimento del gran portal, está la noble estatua de Hibernia, la Irlanda de los clásicos, mostrada como una dama griega con yelmo, lanza dorada y una gran arpa, símbolo inmemorial de la nación. Atrás de la dama vuela la bandera nacional, la tricolor que alzaron los patriotas cuando era un signo de subversión en 1916. Y a ambos lados se ven otras banderas, más misteriosas: una es verde y tiene, en naranja y blanco, las palabras “Irish Republic”; la otra es también verde y muestra la constelación del arado, con grandes estrellas aplicadas sobre un arado marrón que en lugar de una hoja tiene una espada. La primera fue pintada a mano sobre una colcha por la condesa Markievicz, una de las líderes rebeldes. La otra es la enseña de los sindicatos armados, el Ejército Ciudadano Irlandés fundado por el gran James Connolly en 1913, cuando una huelga terminó con muertos y los sindicalistas juraron que nunca más se iban a dejar matar así.
Que una institución oficial de la república mantenga flameando estas banderas revolucionarias dice mucho sobre el substrato profundo de la política irlandesa. De hecho, a unos quince minutos caminando hacia el oeste -y Dublín es una ciudad bellamente caminable- en el Museo Nacional de Irlanda en los Cuarteles Collins, se exhiben los originales de estas banderas, reliquias fundantes del país moderno. Quien se apure en llegar por ahí podrá ver la muestra “Proclamando la República”, que exhibe las enseñas y una cantidad inusitada de armas y uniformes del evento, junto a objetos personales de los líderes, y que es un ejemplo de didáctica que explica sin aburrir. De paso, estos cuarteles de la calle Benburth son una hermosa pieza diseñada por Thomas Burgh en el año 1700 y alojan un museo de diseño y vida cotidiana simplemente envidiable.
Camino a este cuartel-museo se pasa por una calle llamada Parnell Square, cargada de historia. En diversas direcciones de la Parnell se fundaron varias de las sociedades nacionalistas del siglo XIX y como para mantener la tradición ahí sigue el local y sede del Sinn Fein, el frente político de esa organización también creada en 1916 llamada el IRA. Lo de local es literal, porque en la linda casa del siglo XVIII hay una librería y se venden algunas de las remeras más interesantes jamás vistas, al menos para los que les gustan los souvenirs políticos.
De vuelta al centro, es hora de cruzar al lado sur, que al revés que en Buenos Aires es el más paquete de Dublín. Desde el GPO se puede tomar la calle Abbey, de modo de pasar por el Teatro del mismo nombre, que fue uno de los frentes culturales del Renacimiento Irlandés y que proveyó varios combatientes en la rebelión. El teatro sigue siendo una institución artística de primer orden y este año repuso El Arado y la Estrella, la notable obra de Sean O’Casey sobre la rebelión y la guerra de independencia. Donde termina Abbey se dobla a la derecha y se llega, bordeando un puente ferroviario, al centro del sindicalismo irlandés. Justo frente al río hay un feo edificio de ocho pisos, modernista de los sesenta, que es la CGT del país, la IGWU. Tanto hormigón reemplaza el edificio original, el Liberty Hall, centro sindical y comando del Ejército Ciudadano, y está hoy envuelto con unas gigantografías mostrando escenas de la rebelión. Justo enfrente, bajo el puente ferroviario, está la estatua de Connolly, el líder fusilado: el día del Centenario, los sindicatos le rindieron homenaje con una guardia de honor que portaba fusiles y vestía los uniformes de los Voluntarios de 1916.
Tres cuadras pasando el río Liffey uno se topa con la vieja y hermosa universidad de Trinity College, dueña de una de las bibliotecas más hermosas del mundo –el Long Room, abierto al público– y hace un siglo un bastión del unionismo protestante. El campus casi fue tomado por los rebeldes, pero los estudiantes lo defendieron a los tiros y lo transformaron después en una base de operaciones para la infantería inglesa. Bajando por la muy paqueta peatonal de Grafton Street se llega enseguida a un parque de singular belleza, Stephen Green, que también fue escenario de combates. Es notable estar en este parque tan bonito, con sus patos malcriados en el lago y sus arboledas, y pensar que en cada entrada de cada esquina hubo una trinchera con hombres y mujeres armados. Los rebeldes no contaban con muchos militares de experiencia y por eso crearon esta posición insostenible, un parque rodeado de edificios altos. Los ingleses simplemente se instalaron en las ventanas y practicaron tiro al blanco contra el enemigo. Desde la terraza del muy hermoso hotel Shelbourne abrieron fuego con una ametralladora pesada, una de las pocas que tenían en la ciudad (de paso, el hotel tiene uno de los bares notables de este planeta, el Oyster Bar). Para no ser exterminados, los rebeldes del parque cruzaron la calle y tomaron otro edificio de belleza notable, el Royal College of Surgeons, en el que resistieron hasta que llegó la orden de rendirse. La fachada de piedra todavía muestra marcas de balazos y una placa recuerda los eventos de 1916. Hay que destacar que el Colegio fue la base con más mujeres en armas de toda la rebelión.
Para entender Dublín conviene, como no necesariamente conviene en otras ciudades, tomarse uno de los buses turísticos que recorren la ciudad y que pueden usarse todo el día, subiendo y bajando. El transporte público de esta ciudad es muy bueno –los colectivos tienen wifi y son un milagro de comodidad– pero también es muy caro, con lo que el bus turístico resulta conveniente. Una vez orientados, basta caminar con un mapa. Para el que quiera ver otros escenarios de combates y lugares de relevancia política –el puente de la calle Mount, la fábrica de bizcochos Boland– basta ir a O’Connell Street, donde se concentran los ómnibus turísticos que ofrecen todo tipo de recorridos. Si uno ve algún joven vestido de miliciano, junto a una van pintada de camouflage, significa que ése es el tour de los rebeldes.
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