Dom 12.06.2016
turismo

DIARIO DE VIAJE > BAñOS DE MAR Y VIDA SOCIAL ENTRE 1887 Y 1923

Veraneos marplatenses

Memoria de una escritora argentina sobre los tiempos en que las clases privilegiadas elegían Mar del Plata para contemplar el mar... y contemplarse. Un balneario que a fines del siglo XIX –cuando el Grand Hotel se erguía solitario sobre los médanos– da un giro de 180 grados y entra en el siglo XX con un cambio radical en la vida de la playa.

› Por Elvira Aldao *

En un día de cielo gris pálido -de ese verano de 1923- los tonos grisacéos del mar eran de una exquisita suavidad y cielo y mar confundíanse en una armonía desvanecente. El aire era calmo. El mar, con serenidad de lago, arrojaba sus olas mansas sobre los innumerables bañistas que, vistos en conjunto, se reducían a grandes puntos negros. En el fondo desvaído de los grises matizados, en gradaciones apenas perceptibles, destacábase el mundo bullente de la playa Bristol, esparcido en las aguas, las arenas y la rambla -en sus dos formas: bajo techo y bajo cielo-. En las diarias reverberaciones del sol, el cuadro se anima de potente vida pero en su luz radiante se funden los detalles, que percíbense nítidos en el nublado plácido de ese día sereno: los bañistas de ambos sexos nadan con brazadas amplias o esperan ansiosos la caricia de la ola. Se reúnen en parejas o en grupos y entre charlas y risas salen del mar y se tienden en la arena -envueltos a medias en mantos romanos- continuando las charlas, sin que los queme el sol calcinante de todos los días. Y si el mar ruge y la ola es fuerte, castigando a los bañistas y envolviéndolos en ella, el cuadro adquiere mayor animación y movimiento. Los bañistas, amparándose de las cuerdas protectoras, forman largas sartas que serpentean en la amenazante inquietud de las olas, cuyas aguas, al parecer sumergirlas, las remontan en la blandura de sus lomos. Los bañeros se hacen indispensables para socorrer a las mujeres, pero no pueden siempre evitar el tumbo de sus protegidas –que chillan al caer envueltas en la pujanza de la ola y ríen al ver disiparse su poder rugiente en puras espumas–. El baño en días de mar gruesa es un pugilato con la onda amarga. Con mayor razón, al darle término, los luchadores se arrojan en el lecho de arena y reciben con fruición los rayos del sol: bajo sus flechazos las charlas se animan.

Estas camaraderías –con los consiguientes flirts– en traje de baño, destilando agua salitrosa, son hoy moneda corriente: la moral es convencional, se adapta a los nuevos tiempos. Otro aspecto del baño de mar se desenvuelve en la gran pileta, de clientela elegante y siempre circuida de espectadores. Estando contigua a uno de los extremos de la rambla facilita el acceso a los paseantes, que no dejan de aprovechar la ventaja para admirar a las bellas bañistas en sus aprendizajes de natación y a los que hacen gimnasia a base de saltos mortales y de profundas zambullidas.

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(...) De todo hay en la rambla: desde las últimas novedades de las modas parisinas, preciosas joyas y todas las fantasías deseables, hasta la pequeña baratija. Lujosas bombonerías ofrendan sus exquisitos bombones y se exponen las más bellas flores y las frutas más jugosas. En las confiterías -que desbordan sus mesitas sobre la rambla, los aperitivos se acompañan con todo género de sandwiches o con empanaditas calientes. Los más parcos se contentan con doradas y enroscadas papas fritas y con verdes y amargas aceitunas.

Las grandes empresas periodísticas de la Capital tienen también ahí sus elegantes instalaciones, puntos de reunión de su personal y de sus lectores. En las mañanas y en las tardes se agrupan éstos en las puertas para leer los telegramas, adheridos en sus cristales, con noticias de última hora de todas las partes del mundo. Hoy por hoy la ocupación del Ruhr por la Bélgica y la Francia es lo que más interesa de las noticias internacionales: la inmensa mayoría la encuentra justificada. Y en los extremos de la rambla, abren de par en par sus entradas dos clubs aristocráticos, el más amplio para damas y caballeros, y solo para estos últimos el más reducido. Éste, en su salón del frente, abierto en gran arcada sobre alto nivel y separado de la rambla por balconada de hierro, acoge a sus socios –donde exhíbense como en palco avant-scène– y recostados en cómodos sillones, se solazan con el doble espectáculo de la gente que pasa y del mar infinito o abandonan la actitud contemplativa para conversar largamente, conversaciones graves, al parecer; o dirígense mutuamente preguntas y respuestas rápidas, cual dardos que no hieren por la animación que provocan. Este club recuerda a los clubs sevillanos, diseminados y expuestos al público en la típica calle de las Sierpes y en otros puntos centrales de la morisca Sevilla.

La rambla, a pesar de considerarse construcción pesada, es monumental y es original -no tiene comparación con las similares de las playas europeas-. Su alta construcción la separa de la tierra para aislarla frente al mar. Solamente por las columnatas de sus dos principales entradas -que las escoltan los altos pabellones- y por el arco esbelto de su entrada central divísanse, por un lado, algunos de los grandes chalets del Bulevar Marítimo, y por el otro, el espaciado edificio del Grand Hotel Bristol, ubicado tras la plaza en cuyo centro se eleva la estatua de Peralta Ramos, entre céspedes y arborescencias. Peralta Ramos comparte con Luro el honor de la fundación de Mar del Plata. También se vislumbran –cual bellos paisajes enmarcados por las cocolumnas– la arboleda de la Plaza Colón y un buen retazo de las platabandas floridas del paseo General Paz. Pero desde el centro de la rambla domínase únicamente la ondulada Loma, en la cual se han trepado magníficas villas particulares, apiñadas en pintoresca policromía. La aguda flecha gótica del templo Stella Maris, perfilada en las claridades del ambiente, parece proteger al barrio aristocrático.

Y en el descenso de la Loma, encajado en el mar, cerrando la playa inmensa, álzase sobre un amontonamiento de enormes piedras, el Torreón –modesto restaurant con pretensiones de castillo medioeval– y a pesar de sus reducidas proporciones consigue destacarse con cierto carácter antiguo, por la proximidad del murallón de la Explanada, que realmente parece la muralla de un foso de castillo, faltándole sólo la consagración de la pátina del tiempo. Cuando el mar embravece y estallan sus olas en las rocas que sostienen al Torreón, saltan a enorme altura, abriéndose en un amplísimo torbellino espumoso y cuando el sol brilla caen sobre las piedras en lluvia de cristales desmenuzados. (...)

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En la concurrencia veraniega se ha producido la evolución consiguiente al desenvolvimiento extraordinario de esta playa. El grupo reducido del año de su iniciación se ha convertido en muchedumbre. ¡Qué lejos se está de aquel verano de 1887! -cuando un pequeño grupo de familias distinguidas se albergaban en un ángulo del hoy Grand Hotel, o gran cuartel, por sus chatas dimensiones, que estaba entonces en la primera parte de su edificación-. El campo abierto, verde y ondulado lo rodeaba y a su frente -donde a fines del mismo año apareció emplazado el Bristol Hotel-, los señores se entretenían muchas tardes en remontar barriletes; y en las noches de luna sobre las arenas plateadas por su luz pálida, la diversión se hacía en común: las damas y los caballeros jugaban al gallo ciego formando una inmensa ronda catonga –como decían los niños de antaño–. Y por lo mismo que era juego de niños, los grandes se divertían cual si hubieran vuelto a los años infantiles. Las voces y las risas resonaban cristalinas en la inmensidad del espacio negro azulado y se extinguían en el cadencioso rumor del mar. Y a los soñadores, aquellas rondas veloces en la vasta soledad circundante, al borde de las olas bruñidas por la luna, flotando al viento las ropas y el cabello de las mujeres y de los hombres, parecíanles rituales de extinguidos paganismos.

También parecían ritos litúrgicos las vueltas que se daban en noches oscuras, alrededor de la manzana del hotel, circuida por un tapial. Después de comer, todo el grupo veraneante salía en procesión, de dos en dos, por la angosta acera de piedra tosca frente al edificio, y en lo demás, a suelo limpio, bordeado de un ladrillo de canto. La procesión marchaba lenta, sin más luz que la que proyectaban la puerta y las ventanas del hotel. En obscuridad completa se recorría la mayor parte del trayecto. La campaña ilimitada era una sola mancha negra y densa; los ojos se hundían en ella sin penetrarla, cual si se hubiera apagado la luz en sus retinas. Y el profundo silencio de su letargo nocturno se ahogaba en el golpear potente de las olas del mar. Si la tierra desaparecía en tenebrosidades, el cielo infinito, con el privilegio de sus estrellas, esmaltaba de fulgores el cóncavo de su bóveda. Las tinieblas, estrechándolo todo, y el hondo silencio del campo, sólo interrumpido por el acompasado rugir del océano, sobrecogían a los procesionantes: su andar era lento y cual si musitaran oraciones de extraña liturgia, hablaban en voz baja las parejas entre sí. En cambio se charlaba a toda voz y se reía expansivamente cuando el frío, el viento o la lluvia obligaban a los huéspedes del hotel a agruparse en el salón –si es que podía llamarse salón el cuarto de escasas dimensiones, con sus paredes encaladas y una fila de modestas sillas en su contorno–. Todo su lujo era el piano, arrinconado en un ángulo, del lado de la ventana que daba al mar –cuyos postigos se cerraban para que no penetraran las obscuridades del espacio–. El piano atraía, no porque alguien lo pulsara con maestría, sino porque acompañaba armoniosamente la voz maravillosa de una de las muchachas del grupo, que deleitaba a los oyentes, cantando, con sensibilidad exquisita, los trozos musicales en boga en esa época. Época lejana, temporada tranquila; a nadie se le ocurrió dar una vuelta de baile. En ese año tampoco había preocupaciones de toilettes: todo el grupo adoptó la más sencilla indumentaria. En los días frescos las damas usaban el cómodo tailleur –estilo recién implantado– y en los días calurosos les bastaba una simple matinée, de seda o batista, de colores claros con ambos trajes –uno de calle y otro de casa– se llevaban grandes capelinas de paja de Italia, con largos velos blancos para resguardarse de los ardores del sol; entonces no era moda quemarse.

* Veraneos marplatenses: de 1887 a 1923 / Elvira Aldao de Díaz; Colección Las Antiguas. Primeras escritoras argentinas. Buena Vista Editores, Córdoba, 2013. www.editorialbuenavista.com.ar.

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