Dom 14.08.2016
turismo

SALTA > PACHAMAMA Y VIAJE A LAS NUBES

El tren del cielo

San Antonio de los Cobres, corazón de una Puna que hasta fin de mes celebra a la Madre Tierra, vuelve a ver el paso del famoso ferrocarril de altura, que ahora parte desde aquí para llegar hasta el cercano Viaducto de la Polvorilla. Un trayecto abreviado que se completa en ómnibus y permite parar en Santa Rosa de Tastil.

› Por Graciela Cutuli

Fotos de Graciela Cutuli

Nacido y criado en San Antonio de los Cobres, allí donde Salta casi toca el taco de la bota jujeña, Gabriel Martínez sabe bien de qué habla cuando frente a su grupo de viajeros –argentinos y visitantes de países lejanos que han llegado atraídos por la fama de los paisajes salteños y el desafío de altura que implica el Tren a las Nubes– se planta y asegura: “No nos gusta que digan somos pobres. Porque nosotros somos ricos. No nos falta nada, somos el pueblo más sano del país”. Una riqueza hecha de gente que parece fusionada con el paisaje que la rodea, árido en la superficie pero valioso en su interior. No es en vano el nombre de San Antonio de los Cobres, ni los restos de la Mina Concordia que aún se ve en el camino hacia el Viaducto La Polvorilla.

Esa riqueza puneña, hija también del agradecimiento de su pueblo a la Madre Tierra, se vivencia sobre todo en agosto. En el mes de la Pachamama. En el mes de las ceremonias, que –sean públicas o privadas, abiertas a los turistas o sólo para la comunidad, celosamente resguardadas en la intimidad de los hogares– remiten a viejos ritos incaicos asociados a la siembra.

El Tren a las Nubes, detenido en la estación de San Antonio de los Cobres, desde donde parte hacia el viaducto La Polvorilla.

LA PARTIDA Son las siete de la mañana y el ómnibus que ahora realiza gran parte del trayecto que antes hacía el Tren a las Nubes –desde la capital provincial hasta San Antonio, donde se abordan los vagones hasta el Viaducto La Polvorilla para hacer un trayecto que dura entre ida, vuelta y parada fotográfica unas dos horas y media– está a punto de partir. Gabriel, guía del nuevo itinerario, será el encargado de descifrar el paisaje, entre yungas y cardones, pero también de revelar los secretos de la celebración local que se extiende hasta fin de mes y tuvo su eje central el sábado 6 de agosto, en San Antonio de los Cobres. “La fiesta viene de las culturas incaicas, de hecho los collas son los descendientes de los pobladores del Collasuyu, una de las cuatro regiones o ‘suyos’ del imperio de los incas, extendido por el actual norte argentino”. A la Pachamama se le agradece, se le permiso para la apertura de los terrenos –porque la siembra va de fines de agosto a fines de septiembre– y también protección. El hilo yoki, una hebra de lana bicolor que al final del día todos llevaremos puesta en la muñeca izquierda, es eso precisamente; un amuleto sagrado que brinda protección durante este mes. “Para que no te pase nada –subraya Gabriel–, por eso se dice que pasás agosto, y pasás el año”.

No pasará mucho tiempo antes de la primera parada, en Campo Quijano. En la plaza del pueblo aún es de noche cuando bajamos a ver una vieja locomotora a vapor, alemana, que llegó a Salta en 1927 pero no llegó a ser usada por no tener la potencia suficiente. A un lado, un monolito recuerda que aquí descansa Richard Fontaine Maury, el ingeniero estadounidense que diseñó el Ramal C-14 del ferrocarril General Belgrano. Es decir, el Tren a las Nubes.

El viaje sigue. Empieza a clarear, pero el día aún está brumoso cuando cruzamos el Viaducto del Toro, inaugurado en 1925, y en la parada fotográfica las cámaras buscan captar todos los matices de los cerros coloridos, entre cardones y formaciones rocosas. Un poco más adelante, al final de una ruta recta y desierta que se pierde en el horizonte, vigila el Nevado del Acay, un gigante que supera los 5700 metros y es un clásico desafío para montañistas.

DESAYUNO CAMPESTRE La siguiente parada es en El Alfarcito, pequeño paraje junto a la ruta donde la Fundación Alfarcito administra un centro operativo con 25 comunidades locales y un Colegio Albergue de Montaña, con orientación en turismo. Aunque sea por hoy, los chicos dejan atrás su timidez y se animan a hablar en público: es el día de la fiesta patronal y hay que celebrarlo. Mientras esperan la procesión, con una desenvoltura conmovedora hablan de su vida cotidiana, de sus viajes para ir y volver de sus casas, de la obra que legó el padre Chifri, el artífice de todo lo que vemos. Y gracias a quien hoy, por convenio con el Tren a las Nubes, están preparados para ofrecer a los turistas el “desayuno campestre” que recibe cada pasajero en su paso por el lugar: al aire libre, infusiones calientes y una bolsita con pan casero, un alfajor y una empanadita de cayote, endulzada con yema y azúcar. Tentados por los sabores salteños, varios quieren hacerlos probar en sus casas: y además de dulces, se llevarán las bolsitas de papines andinos que se ofrecen en la pequeña feria montada para la ocasión.

Pronto hay que partir nuevamente: el bus debe llegar puntual para el mediodía, cuando el Tren a las Nubes sale de San Antonio de los Cobres. En el último tramo, cuando sus pasajeros ya están bien despiertos, Gabriel se encarga de recordar las leyendas de esta región donde reina el majestuoso –pero amenazado– yaguareté. Sobre todo el misterioso mito del ucumar, una presencia muy arraigada en estos valles desolados: “Está asociada al oso de anteojos y tiene su origen en la historia de un hombre que supo que su mujer le era infiel. Fue así que se dejó crecer las uñas y se limó los colmillos, preparándose para la venganza. El día que los encontró juntos, los mató a ambos y luego se fue a las yungas donde, para ocultar su dolor, se puso anteojos. Hombre oso, mitad humano y mitad animal, el ucumar anda junto a los ríos y en el fondo de las quebradas, pero sólo de vez en cuando deja avistar sus huellas”.

Antes de darnos cuenta, ya se avistan las primeras casas de San Antonio. Ahora sí, el sol brilla. Sobre la ladera de la montaña está escrito en grandes caracteres el nombre del pueblo: y en las vías, junto a la estación, los vagones azules del Tren a las Nubes esperan a sus pasajeros, que con paso lento –al fin y al cabo estamos a 3800 metros de altura, en uno de los pueblos más altos de la Argentina– van abordando la formación. Los celulares no descansan, y descansarán menos todavía cuando, en unos 50 minutos de recorrido, el tren se vaya aproximando lentamente al Viaducto La Polvorilla. Sólo hará una parada –donde no se puede bajar– a la altura de la abandonada Mina Concordia, para colocar la locomotora detrás y empujar la formación en su tramo final. Que es, sin duda, el más emocionante de este trayecto temporalmente abreviado: una estructura gigantesca de vigas de acero, literalmente en el medio de la nada, que se arraigan en el suelo a lo largo de 223 metros y se elevan 63 metros hacia el cielo. A nada menos que 4200 metros sobre el nivel del mar: una hazaña de ingeniería, orgullosamente en pie, que costó tres vidas y se completó en 1932.

Junto al viaducto, un coro de chicos recibe a los visitantes interpretando Aurora y canciones andinas con sus instrumentos tradicionales. Así, se eleva sobre las montañas silenciosas el sonido dulce y melancólico de los instrumentos de viento, acompañados de las voces infantiles. No lo saben –se muestran concentrados en cada nota y algunos tocan con los ojos bien cerrados– pero emocionan. A pocos metros, muchas mujeres venden tejidos y recuerdos, mientras un par de chiquitos piden propina para posar con sus bebés de llama u oveja. Es una animación temporal: cuando los turistas vuelvan a subir al tren, los pobladores juntarán sus cosas y emprenderán el regreso a casa. El silencio volverá a adueñarse de este paisaje inmenso y desnudo hasta la llegada del próximo tren, de nuevos visitantes con nuevos asombros. Aunque hoy es un día distinto. Hoy se celebra a la Madre Tierra y en San Antonio todo es fiesta

El ritual de alimentar la tierra, en la ceremonia de agradecimiento por los frutos recibidos.

EL RITO Cuando el Tren a las Nubes vuelve a entrar en la estación, el pueblo ya está allí reunido. En el centro están Miguel Siares, Teófila Urbano y Simeón Choque, líderes y referentes de la comunidad, que encabezan la ceremonia: primero se quita la tapa del pozo donde se hicieron las ofrendas del año pasado, para que el cacique interprete cómo será el futuro (según por ejemplo cómo están la tierra y las hojas allí colocadas) y decida qué se habrá de sembrar este año, cómo se prevé la cosecha, la salud, el trabajo. Algunas palabras que se pierden en el conjunto no se entienden: no son castellano sino en runa simi, “el habla del hombre”, el idioma originario que erróneamente los primeros españoles llamaron “quichua”... Una expresión –explica Gabriel– que en realidad significa “váyanse”, el pedido en vano con que fueron recibidos los conquistadores por los pobladores del Noroeste. Otras palabras –la más reconocible es qusiya, qusiya (alegría)– van apareciendo, junto con las reglas de la convivencia que identifican a este pueblo: no robes, no mientas, no seas perezoso. Una suerte de tres mandamientos, los esenciales, que no pueden faltar en el agasajo a la Madre Tierra.

Luego “se le da de comer” a la Pachamama, los mejores frutos y comidas especiales. Chicha, cigarrillos y hojas de coca son infaltables. Todo envuelto en el humo de los sahumerios, que se eleva por encima de los participantes e impregna el aire y las ropas. Teófila rescata especialmente la apertura de esta fiesta al público pero sobre todo su recuperación de parte del propio pueblo colla: antes –cuenta– se hacía en las casas, casi en secreto, como si no fuera de la más íntima pertenencia a sus tradiciones. Ahora en cambio hay orgullo. Y ese orgullo no los hace renegar de las nuevas creencias que también fueron adoptando: por su historia, forzosamente, esta es tierra de sincretismo. Entonces, la capilla tiene su lugar y la Pachamama también.

Al final del rito en San Antonio, llega un colorido baile al que se sumará todo el pueblo.

DESPEDIRSE DE LA PUNA A las cuatro y media de la tarde hay que emprender el regreso, aunque en San Antonio de los Cobres la fiesta está lejos de terminar: a la Madre Tierra se la celebra sin horarios. Pero el tiempo es tirano cuando los caminos son largos y tienen como única compañía las largas sombras de las montañas. Pronto empezamos a desandar la ruta de ida, pero antes de regresar a Salta falta todavía una parada en Santa Rosa de Tastil, una antigua población preincaica que quedaba fuera del alcance cuando el regreso se hacía en tren (aunque existía la alternativa de regresar en 4x4 y hacer un alto en el poblado y sus ruinas). Sobre la Quebrada del Toro, a 3100 metros de altura, tiene sólo un puñado de habitantes –la mayoría viven dispersos en los valles, donde cuidan sus cultivos y sus animales– pero un largo linaje. Todo luce tranquilo –será diferente el 31 de agosto, cuando sea la fiesta patronal dedicada a Santa Rosa– pero aún estamos a tiempo de visitar el museo de sitio. Aunque pequeño, brinda un panorama completo del origen del pueblo, la riqueza de su arte rupestre, su papel en el Qapaq Ñan (la amplia red de caminos de la civilización incaica en los Andes sudamericanos) y los cambios que sufrió en tiempos de la conquista de parte de los incas. Las vitrinas exhiben algunos objetos valiosos de la cultura Tastil, entre ellos los tejidos de llama y alpaca, cuya complejidad revela el papel social y político de sus portadores, instrumentos de cerámica colorida, herramientas hechas en piedra y accesorios de la vida diaria o ritual. Así es todo un pueblo el que cobra vida a partir de apenas unos objetos, y los habitantes de hoy se insertan en una larga línea de pobladores de estas tierras que también cambia la mirada de muchos visitantes sobre ellos y su relación con la tierra. La Madre Tierra, la Pachamama que todo lo da y a quien todo, todos, le pertenecen.

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