ESTADOS UNIDOS > CALLES, MUSEOS Y PLAZAS DE MANHATTAN EL CRISOL DEL MUNDO
Los caminos globales parecen confluir en esta ciudad donde reina el movimiento perpetuo y tienen cabida todas las tendencias y todos los estilos. Lo que no se puede dejar de ver, pero también lo que muchas veces no se ve, en la crónica de un viaje para vivir (un poco) como los neoyorquinos.
› Por Graciela Cutuli
Fotos de Graciela Cutuli
I want to be a part of it. Ya lo cantaba Frank Sinatra, y desde entonces no lo desmintió nadie. Más o menos todo el mundo quiere “ser parte de eso”, y –al menos por unos días– hoy es un sueño realizable. Hay dos factores clave: petróleo barato (y sí, el fenómeno de los pasajes a precios inexplicables durará tanto como el barril de crudo en menos de 50 dólares) y alojamientos accesibles gracias a las redes que hicieron explotar el boom de la “economía compartida”, con Airbnb a la cabeza. Doce horas de vuelo y se habrá pasado de una megalópolis –Buenos Aires, casi tres millones de habitantes– a Nueva York –¡casi ocho millones y medio!–. Lo suficiente como para que hasta el porteño más avezado se sienta algo intimidado ante la marea de gente, tránsito y movimiento que se extiende del Hudson al East River y del Lower Manhattan al Bronx.
PRIMEROS PASOS ¿Cómo llegar del aeropuerto a la ciudad? La opción del helicóptero –módicos 600 dólares– quedará para viajeros de bolsillos bien provistos que no quieran sumergirse en el bienvenido caos citadino. Examinamos alternativas, pero finalmente elegimos por comodidad y tiempos la que nos había recomendado Cloe, nuestra anfitriona en un departamento del East Village con quien fuimos preparando la llegada: un tradicional taxi, por unos 40 dólares con peajes y propinas. Llegamos, identificamos la dirección que detalladamente había dado Cloe, encontramos las llaves y... voilà. En diez minutos estamos instalados en el tercer piso por escalera de un edificio de la calle 12 Este, con ventana a la calle. Es decir al mundo. Tenemos habitación propia y estamos dispuestos a convivir con nuestros anfitriones: inmersión total. Son las cuatro de la tarde, y a pesar de la animación y la gente no nos llegan ruidos y podríamos creer que estamos en un barrio apartado de cualquier ciudad más apacible.
No es la primera vez que visitamos Nueva York, pero sí la primera que elegimos alojarnos en una casa y no en un hotel. Como otros miles de viajeros, cedemos a la tentación de sentirnos locales por un rato, aunque sin duda locales un poco particulares, porque –independientemente de la pasión de los neoyorquinos por la vida urbana y por la Gran Manzana en particular– en general es el recién llegado quien tiene el insaciable impulso de verlo todo... y todo junto. Acaso querer ser local en Nueva York sea precisamente lo contrario: crearse una rutina propia, ir una y otra vez a su café favorito, hacer las compras en el deli más cercano, dejar de lado el apuro y enfocarse en los detalles. Y sobre todo respetar la regla de oro: jamás obstruir el paso, tal vez la peor ofensa para un auténtico new yorker.
Lo cierto es que a los neoyorquinos llevan en el ADN el ansia de probar, experimentar e innovar. Y por eso, incluso para el habitué, Nueva York nunca es la misma: en esta suerte de laboratorio de la vida urbana, siempre hay espacio para lo nuevo y lo diferente. Cloe, que es oriunda de Bélgica pero ya está aquí como en su casa, lo sabe bien. Y nos espera con un listado de recomendaciones para nuestro primer día jugando de locales: “Piérdanse en el subte –nos dice– porque es la mejor manera de conocerlo. Y no se dejen tentar por los pedicabs, los bicitaxis que andan buscando gente en todos los lugares turísticos y cobran por minuto, son fuente frecuente de problemas. También se pueden tomar buses; seguro verán por dónde andan… pero en Nueva York el tránsito puede virar rápidamente al infierno”. Manos a la obra, ella misma nos acompañará hasta la estación más cercana: Union Square, un bautismo de fuego por el número de niveles y conexiones, incluyendo tres líneas de tren que llegan de partes totalmente diferentes de la ciudad. Un melting pot dentro de otro. Nos quedamos con las ganas de meternos en los cuatro pisos de Barnes & Noble y su universo de libros, frente a la plaza, o de mirar las veloces partidas de ajedrez de la superficie entre transeúntes y jugadores semipermanentes–como las de Searching for Bobby Fischer– pero en dos pasos ya estamos abajo. (Aún faltan unas semanas para que aparezcan las famosas estatuas del naked Donald Trump, que brotaron como efímeros hongos por toda la ciudad, Union Square incluida.) “Si están sin mapa –nos recuerda Cloe, que en un santiamén sacó de las máquinas expendedoras las tarjetas Metrocard para moverse con el subte– recuerden lo básico: aquí están parados en el lado este de la ciudad, cerca del East River. Desde aquí, si van hacia el Central Park es hacia el norte, es decir Uptown. Si van hacia la punta de Manhattan –la estatua de la Libertad, Wall Street, el nuevo museo del 11 de septiembre– es hacia el sur, es decir Downtown. No hace falta decir que Uptown y Downton dependen del lugar donde estén comenzando el trayecto”. Good luck. Ya estamos listos para perdernos.
HIGH LINE Pero milagrosamente, no ocurre. Cruzamos la ciudad de este a oeste dejando atrás los negocitos bohemios del East Village y desembarcamos a pasos del Chelsea Market. Estamos yendo hacia la High Line, donde el verano neoyorquino logra algo de frescura, básicamente porque es el lugar favorito de Nick, roommate de Cloe: la High Line es el primero en su lista de must do, al menos cuando ya se conoce el abanico clásico que pasa por el Empire State, el Central Park, las boutiques de la Quinta Avenida, Times Square y el Puente de Brooklyn. Y no es que no tengamos pensado volver a cada uno de estos lugares, sino que –en plan local– esta vez nos merecemos otro recorrido. Pero antes de llegar a ese paseo verde sobreelevado, el Chelsea Market nos captura con su historia: aquí funcionó durante años una fábrica de Nabisco, de donde salían por ejemplo las famosas galletitas Oreo. Y no sólo: también atrapa con sus colores y aromas. Decenas de locales –la tentadora panadería Amy’s Bread, las langostas gigantescas de Lobster’s Place, los brownies de Fat Witch Bakery, los milkshakes de Ronny Farm Dairy, los quesos de Buon Italia– atraen a visitantes ¡hasta en visitas guiadas! y a los neoyorquinos en busca de una salida gastronómica o las compras para la noche. Como tenemos acceso a la cocina de Cloe (que ya nos recomendó también el Farmers Market de Union Square, o la feria orgánica de los lunes en la misma plaza), terminamos saliendo del Chelsea Market con una bolsita. Caminamos un poco y, allí donde está el nuevo edificio del Whitney, nos subimos a la High Line. No somos los únicos, por cierto, considerando que pasan por aquí unos cinco millones de personas al año. Pero es el lugar ideal para un atardecer de verano, entre verde y flores. Este camino verde fue construido siguiendo el modelo de la Promenade Plantée de París, y se extiende a lo largo de casi dos kilómetros y medio por una antigua vía de tren en desuso. Nick tenía razón: es imperdible. El último tramo se abrió en 2014, y uno de los recién llegados es la estatua de Tony Matelli Sleepwalker. Fue controvertida, y hasta vandalizada con pintura amarilla. Pero allí está, y para la mayor parte de la gente es la oportunidad de sacarse selfies y fotos con este hombre en calzoncillos que con notorio realismo parece pasear con los ojos cerrados y los brazos tendidos hacia adelante, tal como cualquier sonámbulo de carne y hueso.
A los pies de la Highline, la gente disfruta en bares y restaurantes en la calle. Es el corazón del Meatpacking District, hoy uno de los lugares de moda de la nueva Nueva York. Pero en los ’80 –y antes todavía, en aquellos ’70 punk que retrata Garth Risk Hallberg en City on Fire, una de las novelas del momento y sin duda una pretensión de abarcar literariamente los contrastes de Nueva York desde sus avenidas elegantes a los “barrios bajos” como Hell’s Kitchen– era otra cosa. Efraín John González, que se presenta como historiador del sexo en Nueva York, se encarga de contarlo en sus Hellfire Tours, paseos guiados que echan luz sobre aquella escena under que ya no existe. Los locales donde discurría la vida nocturna local, abierta a todas las formas de sexualidad, fueron barridos en gran parte por la epidemia de sida de mediados de los 80: hoy el antiguo barrio de empaquetadores de carne y los libertarios de la identidad sexual es un lugar de moda family friendly. ¿Hace falta alguna confirmación? En 2018 abrirá aquí el Starbucks más grande del mundo, a una cuadra del Chelsea Market, equipado a lo grande para que además de tomar café el público pueda participar en catas e interiorizarse con los baristas sobre los secretos del oficio.
PLACITA Y TANGO Tenemos varios días por delante y nos damos tiempo para volver a los lugares de siempre, Times Square nocturno y diurno, el Flatiron District, el absolutamente imperdible Metropolitan Museum y su terraza, el círculo entrañable de Strawberry Fields y por qué no el imponente local de Eataly, que demuestra el amor bien correspondido de los italianos por Nueva York. Pero también, cercanía obliga, muy pronto conocemos como íntimos los bares y negocios de Union Square y descubrimos uno de nuestros lugares favoritos próximos a la casa de Cloe y Nick: Stuyvesant Square, a la altura de la Segunda Avenida y la calle 15. El lugar tiene su historia: en 1836 un tataranieto de Peter Stuyvesant, el último gobernador de Nueva York cuando aún era holandesa, vendió algunas hectáreas a la ciudad para un parque público que se llamaría Holland Square. A principios del siglo XX era uno de los lugares más elegantes de la ciudad y luego se convirtió en un barrio caracterizado por la presencia de médicos y hospitales. Hoy es un remanso tranquilo, discreto y verde, donde alguna que otra tarde se oyen los familiares compases del tango y la gente se poner a bailar, ensayando con más o menos maestría las figuras del dos por cuatro. Es una cara cotidiana de Nueva York sin la sofisticación del SoHo ni la imprescindible bohemia del Greenwich Village, exactamente del lado opuesto de la ciudad. Una de las piezas del rompecabezas neoyorquino que vamos armando, día tras día.
Otra pieza clave es la Grand Central Terminal. Y la conocen todos: los locales, porque es el corazón de las conexiones en la ciudad, así como punto de partida hacia muchos de los suburbios residenciales, y los turistas porque es un espectacular edificio que hay que visitar sí o sí. Está en el Midtown Manhattan, más o menos a la altura de la mitad de la Nueva York más turística. Sus números dan vértigo: tiene 344 andenes, 67 vías, 500.000 visitantes diarios, 53 kilómetros de vías y un promedio de 10.000 comidas servidas cada día. Porque el subsuelo es una sucesión de locales de comidas (no falta una sucursal de Magnolia Bakery para tentarse con la red velvet cake), sin olvidar un mercado lleno de productos frescos y el archifamoso Oyster Bar que funciona desde hace más de un siglo. Y Nick no había olvidado otra recomendación: fijarse en la entrada en el homenaje a Jackie Kennedy. Porque a mediados de los ’70, fue ella quien encabezó la lucha contra la decisión de los ferrocarriles de construir sobre la estación una suerte de modernosa caja de zapatos que la arruinaría para siempre. Jackie no quería que se repitiera una destrucción como en Pennsylvania Station, y contribuyó a la causa con una famosa conferencia de prensa en el Oyster Bar y una carta al alcalde Abraham Beame que logró torcer la historia. “¿No es cruel dejar que nuestra ciudad muera gradualmente, despojada de sus momentos de orgullo, hasta que no quede nada de su historia y belleza para inspirar a nuestros hijos? Si no son inspirados por el pasado de nuestra ciudad, ¿encontrarán la fuerza para luchar por su futuro?”. Los argumentos de Jackie funcionaron, y Nueva York aún tiene su Grand Central Terminal (incluyendo la Whispering Gallery, un rincón secreto que hay que buscar, un arco frente al Oyster Bar que tiene la propiedad de que dos personas susurren a distancia y sin embargo puedan oír perfectamente sus voces).
Al rompecabezas neoyorquino, entretanto, le faltan muchas piezas para completarse. Como una de las novelas de “elige tu propia aventura”, cada uno puede darle forma propia: aquí y allá están esperando Top of the Rock, el observatorio del Rockefeller Center; el remanso del Bryant Park; las hamburguesas de Shake Shack; los coros de góspel de Harlem; el MoMA y el Guggenheim… sólo es cuestión de elegir. Aunque no sea nada fácil en una ciudad que es todo un mundo.
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