Dom 28.08.2016
turismo

SALTA > EL MUSEO DE ARQUEOLOGíA DE ALTA MONTAñA

500 años en el Llullaillaco

La historia del hallazgo de las momias incas ofrendadas al Sol en la cumbre de un volcán, descubiertas en una cápsula de tiempo sellada por una capa de hielo. Una visita al museo que expone el tesoro de los ajuares y a uno de los tres niños, que parece dormir en asombroso estado de conservación.

› Por Julián Varsavsky

El 17 de marzo de 1999 ocurrió en lo alto del volcán Llullaillaco, provincia de Salta, uno de los hallazgos arqueológicos más emotivos del mundo andino, al margen de su valor científico. Porque una cosa es descubrir ruinas o un esqueleto, y otra muy distinta es ver aparecer a dos niños y una adolescente que parecen dormir la siesta, momificados a la perfección por la naturaleza manteniendo su ropaje impecable, trenzas del pelo, pliegues de la piel, cejas y pestañas, rastros de hoja de coca en los labios, la última cena en el estómago y hasta el gesto póstumo del rostro.

La imagen, expuesta hoy en cuerpo presente en el Museo de Arqueología de Alta Montaña (MAAM) en Salta, es de alto impacto y no está exenta de polémica: muchos científicos y pobladores originarios se oponen a su exhibición, otorgándole un carácter de profanación al cuerpo de sus antepasados.

La historia va aumentando en dramatismo al recorrer las salas del museo, contada en videos, paneles y el discurso de estudiantes de arqueología que hacen de guía. Los niños debieron caminar 1600 kilómetros durante unos ocho meses desde Cusco a través del desierto de Atacama, acaso con una caravana de llamas. El paso final de este viaje hacia la “otra vida” fue escalar el volcán hasta los 6710 metros de altura: los ofrendaron en sacrificio al sol, un acto atroz para nuestra mirada pero que en la cosmovisión andina era parte de una ritualidad que obedecía a lógicas internas, de las que dependía nada menos que la subsistencia misma de la sociedad.

Fachada neocolonial del Museo de Arqueología de Alta Montaña, en el corazón del centro histórico salteño. Foto Eliseo Miciú

EL PASADO INCA El 26 de febrero de 1999 partió desde Salta capital una expedición de catorce personas dirigida por el arqueólogo norteamericano Johan Reinhard, financiada por la National Geographic Society. El 3 de marzo instalaron la base de operaciones a 4900 metros sobre el nivel del mar, desde donde comenzaron la ascensión final. Les llevó una semana aclimatarse y armar dos campamentos más a 5800 y 6600 metros, cerca de la cima. A los dos días de trabajo se desató una tormenta que cubrió el campamento con medio metro de nieve, debiendo encerrarse todos en las carpas por cuatro días soportando temperaturas de -37°C.

Pero el domingo 14 de marzo el panorama comenzó a cambiar: desenterraron tres figurillas de llamas, dos de concha marina spondylus y una de plata, un buen indicio para el plan original de la expedición orientada a encontrar restos de sacrificios humanos incas.

Medio metro más abajo apareció, el 17 de marzo, el cuerpo momificado de El Niño rodeado por su ajuar. Unas horas más tarde dieron con la Doncella y dos días después apareció La Niña del Rayo, cuya extracción se dificultó por falta de espacio en el orificio: un estudiante del equipo se ofreció y lo metieron de cabeza sostenido por las piernas.

El 26 de marzo regresaron a Salta, con las momias refrigeradas en hielo seco con nieve para que no se rompiera la cadena de frío que las había conservado como una cápsula de tiempo, bajo una hermética mortaja de hielo.

El resultado de aquella expedición se inauguró en 2004 el MAAM, donde se exponen las momias de manera rotativa –una por vez para su conservación- y 80 de los 160 objetos de los ajuares. El museo se centra en la Capacocha, uno de los rituales más importantes del calendario religioso inca, orientado a la naturaleza y la fertilidad.

Según las crónicas españolas la ceremonia comenzaba en Cusco, centro imperial del Tiawantinsuyu, con una serie de ofrendas llegadas desde las cuatro provincias incas para el dios Sol o Inti. Entre ellas estaban los niños a ser sacrificados, cuyo criterio de selección era su belleza especial. Además debían ser hijos de curacas, los caciques. Los padres tenían que cederlos en sacrificio a los sacerdotes bajo el argumento de que ser elegido como ofrenda era un privilegio: no morían sino que pasaban a otra vida donde les llevaban un mensaje terrenal a los dioses y se reunían con los antepasados, observando todo desde la cumbre de las montañas.

Algunos quizás estuvieran conformes pero existen testimonios en las crónicas sobre el dolor desgarrador de los padres entregando a sus hijos. En los Andes se encontraron 211 adoratorios de altura con sacrificios humanos, ninguno con el estado de conservación de los restos en Llullaillaco.

Las estatuillas de oro incaicas son verdaderas piezas de arte que atravesaron intactas medio milenio. Foto Lisardo Maggipinto / MAAM

EL ENCUENTRO Al entrar a la sala en penumbras el guía dice: “Quien no quiera ver puede seguir por la derecha”. El cuerpo momificado despierta sensaciones encontradas, conflictúa tanto por lo descarnado de la imagen –por más que se la muestre con respeto– como por los cuestionamientos éticos de compleja respuesta. Nos encontramos en puro silencio con la Doncella, una adolescente de quince años que yace sentada con las piernas cruzadas, los brazos sobre el vientre y el mentón apoyado en el pecho como si durmiera. Su vestido marrón claro está ajustado a la cintura por una faja con guardas geométricas y los hombros se los cubre un manto gris con líneas rojas sostenido por un prendedor de plata a la altura del tórax. Tiene cabello largo con finas trenzas intocadas por 500 años que parecen hechas ayer. Y el rostro está acicalado con pigmento rojo. Por su edad se cree que fue una de las “vírgenes del Sol” escogidas para vivir en los templos de Cusco haciendo votos de castidad: podían terminar de concubinas del Inca, sacerdotisas que hacían chicha y finos tejidos, o como ofrenda humana.

Es inevitable: duele ver a la Doncella del otro lado del vidrio, acurrucadita en la posición que la colocaron al dormirla con chicha para no sentir su muerte por hipotermia. Uno olvida la mirada antropológica y le dan ganas de haber estado allí para salvarla. Y sobreviene el cuestionamiento: ¿por qué habré entrado? ¿Cuál es el límite entre la fascinación del morbo y el honesto interés cultural que uno pretende tener?

Vicuñas doradas, tributo al camélido de altura que llega a las altas cumbres de los volcanes. Foto Gentileza MAAM

LOS TESOROS La prueba del convencimiento de que estos niños no “morían” es el ajuar que rodeaba a cada uno y les serviría para la otra vida, la parte más agradable del museo. El Niño, a quien vemos por foto, tenía siete años y fue encontrado sentado sobre una túnica gris con el rostro apoyado sobre las rodillas flexionadas. A su lado había dos estatuillas de concha marina: una humana con ropa y un penacho de plumas amarillas, y la otra es un camélido. Además tenía una bolsa o chuspa tejida con dos hondas de lana, una bolsita de piel animal con cabellos y uñas en el interior, y otra con hojas de coca.

El otro cuerpo femenino tenía seis años y fue quemado por un rayo, acaso atraído por el prendedor de plata que luce en el pecho. Según la foto la Niña del Rayo tiene dos trenzas pequeñas que le nacen en la frente, las manitos semiabiertas sobre los muslos y el rostro en alto.

El guía nos impacta con el dato de que los tres niños tienen sus órganos intactos y la sangre congelada. Y agrega que la ascensión final de unos cuatro días debe haber sido terriblemente sufrida ante la falta de oxígeno y el frío, con dolores de cabeza y el cuerpo extenuado hasta desfallecer. Uno sabe que no puede juzgar pero resulta difícil. Una señora del grupo no se reprime y emite juicio sin medias tintas. El guía trata de contextualizar: “En los ’60 el francés Louis Baudin publicó un libro utópico llamado El Imperio Socialista de los Incas, donde vio una especie de estado comunista protector de sus ciudadanos que limitaba la propiedad privada. Aquel economista aplicaba categorías de la Europa industrializada del siglo XIX que no servían para analizar el mundo andino medieval basado en la agricultura, donde la sociedad se organizaba de una manera muy distinta. Aquel era el mito del Inca bueno, opuesto al del Inca malo que sería conquistador y caminaba sobre ríos de sangre pisando cadáveres. Pues yo creo que existieron las dos caras y toda la gama intermedia, dependiendo de los acuerdos a los que llegaban con los pueblos conquistados: les respetaban la lengua, sus dioses y autoridades bajo la condición de que reconocieran que por encima de todo estaban el Inca y el dios Sol. A cambio les brindaban protección y si una sequía arruinaba las cosechas, el Estado alimentaba a ese pueblo por completo el tiempo necesario. Este es un simple ejemplo de por qué es imposible juzgar a aquellos hombres que, según se los mire, podrían estar asesinando a un niño o salvando a su pueblo completo”.

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