URUGUAY > RECORRIDO GASTRONóMICO POR MONTEVIDEO
Cruzando el río, siempre a mano para la escapada, la capital uruguaya exhibe su alma de tambores, una extensa rambla y la pasión futbolera, pero también suma alternativas para la buena mesa. Un recorrido de los boliches del Barrio Sur al turismo for export de la Ciudad Vieja y los platos gourmet de Carrasco y Punta Carretas.
› Por Pablo Donadio
Fotos de María Clara Martínez
Un hombre de bigotes temibles mira desde el mostrador. Deja la tickeadora, se ata bien el delantal blanco y avanza desafiante con su bandeja. “Ahí donde tú estás sentado muchas veces atendí al Pepe (Mujica)”, dice, y remata: “Él era fana de nuestro guiso, así que a ti te va a gustar. Ya se lo marcho”. Desde la ventana, el río se ve plateado y calmo, lo que otorga cierto rasgo cinematográfico a la bajada de Barrio Sur, donde el emblemático boliche Santa Catalina (Canelones y Ciudadela) sirve abundante y barato. Y, ahora sabemos, goza de clientes de lujo. El bodegón está pegado a dos bares modernos donde los jóvenes hacen del after office una religión, por lo que se forma allí un reducto nocturno para el encuentro entre amigos y parejas, buen lugar también para iniciar el recorrido gourmet por la ciudad.
DE ENTRADA Como en la Argentina, la gastronomía uruguaya es una unión de las cocinas italiana y española, y en menor medida de otras comunidades europeas con fusión nativa, por lo que la combinación está en la esencia de cada plato. Algo de esa mezcla se verifica en el infaltable plato montevideano: el chivito. Se trata de un sándwich presente en todos lados, como en Buenos Aires sería la milanesa. Lleva carne vacuna, mozzarella, jamón cocido, lechuga, tomate, panceta, huevo, morrón, aceitunas y pickles pero, curiosamente, nada de carne caprina. Eso suele desconcertar a algunos comensales desprevenidos de otros países, que esperan ese típico sabor en su paladar. Otra cosa que nunca falta es la parrillada, que además de cortes clásicos de carnes se nutre de roscas (tripa gorda, salchicha parrillera, chotos) pamplonas (arrollados de carne, cerdo o pollo con queso, jamón, pimiento, aceitunas y pasas de uva) y provoletas. Hay también opciones donde la cocina de autor se impone, como en Cady Bar (Santiago de Chile y Durazno), un bolichín pequeño con platos de estilo mediterráneo y opciones caseras para vegetarianos, algo similar a lo carta vegana de Bosque Banbú (San José 1060). Todo ello puede degustarse con los buenos vinos locales de cepa tannat que la región ha sabido explotar, en especial los de la bodega Familia Bauza. O con el famoso medio y medio, un verdadero invento uruguayo que mezcla vino espumoso dulce y vino blanco seco, dando vida a un corte doméstico. Hacia la Ciudad Vieja, tesoro turístico y cuna de la fundación, los hospedajes, museos, teatros y edificios públicos se suceden, y los restaurantes y cafés históricos como Bacacay (el bar de los actores), Copacabana (Sarandí y Misiones) o el Brasilero (fundado en 1877) son buena opción en días nublados y nostálgicos que evoquen el recuerdo. Otra alternativa cercana es la comida cruda de Living Food (Treinta y Tres y Sarandí) y los chivitos al paso de la Plaza de la Independencia, para comer en los bancos de cara al centro del parque, donde se levanta el mausoleo y la imponente figura del General Artigas.
DESDE EL CENTRO Esa misma plaza, al otro lado de la Ciudad Vieja, marca el inicio de la Avenida 18 de Julio, la vía a la gran Montevideo. Allí, en pleno centro, se destaca Dueto, un restaurante siempre lleno y con esencia “urbana e innovadora”. En medio de una casa art-déco Pablo (su chef) prepara desde ñoquis rellenos a ensaladas templadas, pasando por churrascos de hígado, pulpo grillado o fettuccini con crema de centollas.
La alta cocina se traslada también a Punta Carretas, uno de los rincones más bellos cuando la ciudad comienza a dar la vuelta tras el Parque Rodó. Allí la zigzagueante silueta de la rambla se acomoda a la geografía y deja al desnudo su cercana Isla de las Gaviotas, una de las visitas que pueden hacerse desde el parque náutico local. En ese entorno está La Perdiz (Guipuzcoa, esquina Baliñas), especialista en cordero y buen sitio para probar pescados de mar y río; y Pellegrín Boutique Gourmet (Gregorio Suárez 2734), para muchos el mejor sitio donde sirven pastas. Ambos lugares se establecen como el paso previo a Carrasco, ya a 15 kilómetros del centro uruguayo.
Entre palmeras, añejos árboles y casonas de grandes ventanales que dan al río, el barrio derrocha propuestas. Entre las consagradas está Francis (Arocena y General Rivera), cuyos cortes tradicionales a carnes al tannat son tan buscados como las piezas de sushi y los mariscos. Al concluir el almuerzo o la cena, se puede caminar por las coquetas veredas del Carrasco Lawn Tennis Club. En el mismo barrio, y de cara a la extensa costanera, la propuesta del Restaurant 1921 (en el Sofitel Montevideo) se erige sobre una carta francesa que ya ha hecho historia y sigue en el top de los certificados viajeros de excelencia.
MERCADOS Si el viaje contempla un domingo, se puede almorzar o cenar en cualquier lugar, pero hay que probar las tortas fritas del Tristán Narvaja, el mercado que pasado el mediodía convierte 20 manzanas –entre la Avenida 18 de Julio, Miguelete, Narvaja y Piedra Alta– en un colosal mundo de comercio. Es la feria más destacada de Montevideo, y comenzó como una típica calle de vendedores de frutas en 1909, hasta transformarse uno de los paseos-postales de la ciudad.
La oferta pinta la vida misma: libros, pastas frescas, productos de ferretería, frutas y antigüedades; quesos, carnes, pescados, conservas y cámaras de fotos con buenas lentes para los amantes de la era analógica. Hay aceite de oliva importado de Italia y España, infaltables sándwiches de chivito y humeantes choripanes junto a “panchos largos” (superpancho) y empanadas. Muebles y mascotas, pinturas de artistas locales y artesanías en macramé, acero o madera siguen calle tras calle. Y por si eso fuera poco, a sólo 10 cuadras, ya en el barrio Aguada, está el Mercado Agrícola de Montevideo (MAM). Su propuesta es parecida aunque distinta, y la puesta en valor de su antiguo galpón, similar en magnitud al del ferrocarril de Constitución, es notable.
Adentro, sobre pisos adoquinados, sus pasillos conducen a las familias que pasean, hacen compras y disfrutan de ocasionales shows. A diferencia del Tristán Narvaja, aquí sobran la prolijidad y cierto lujo. Hay locales refinados con blends de té, puro café colombiano, una boutique forestal indígena y el famoso restó Pellicer, donde se sirve “la auténtica parrillada del Uruguay”. El otro mercado por conocer es el del puerto, que requiere llegar a la rambla como quien va a dejar ya la ciudad. Es pequeño y está armado para el turismo extranjero (no hay uruguayos allí, salvo quienes atienden), pero no por eso hay que desconocer su buena gastronomía. Al igual que el MAM ha sido restaurado hace poco y ya no funciona como mercado de frutas. En su interior, bajo una cuidada estructura metálica, se mezclan olores y colores diversos, restaurantes, casas con mates, antigüedades, banderas charrúas y orgullosas camisetas de “La celeste”.
Allí el palenque o barra para comer al paso es el lugar más preciado de los comensales: de cara a la parrilla, se identifica qué corte se pedirá al mozo, que lo separa con prolijidad. El Mercado del Puerto suma además una propuesta artística en una de sus salidas al Paseo Cultural de la Ciudad Vieja, ubicado en la peatonal Pérez Castellanos. Allí las jornadas son animadas por músicos, dibujantes, comparseros y otros personajes locales que forman el gran entramado invisibles de la cultura local, donde el mate, el “Tá” y el “Bó” están a la orden del día, como la cercana y buena mesa oriental.
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