Dom 30.10.2016
turismo

PANAMÁ > CAFé, COLIBRíES Y UN VOLCáN CENTROAMERICANO

Cuentos de la selva

El oeste panameño es una de las regiones menos exploradas del continente, cubierto en parte por la vegetación nubosa tropical y refugio de una gran diversidad biológica. La pequeña ciudad de Boquete es el punto de partida para aventurarse en sus caminos, pero también para conocer el misterioso sitio arqueológico de Barriles y visitar fincas cafeteras.

› Por Graciela Cutuli

Boquete es un nombre raro para una ciudad, aunque los haya aún más raros. Es un pequeño centro urbano de montaña, que existe desde hace un siglo pero todavía duda entre elegir un aspecto tropical o una semblanza alpina. Se levanta al pie del volcán Baru, que con sus 3500 metros es la mayor cumbre de Panamá. El boquete en cuestión es un valle prácticamente cercado por montañas, adonde se llega transitando una ruta panorámica que trepa hasta esta región, la más alta de todo Panamá. Por momentos se ve el Pacífico en el horizonte, y por otros el mar Caribe. Detrás del volcán, las cumbres ya forman parte de Costa Rica, que está a unas decenas de kilómetros apenas en línea recta, pero a varias horas de viaje por caminitos de montaña.

Boquete es la capital de una región turística muy distinta del resto de Panamá, un destino clásico de compras y playas. Es el punto de partida de varios circuitos de trekking en la selva tropical nubosa, para avistar perezosos y aves tropicales, o para visitar fincas productoras de un café que algunos especialistas consideran como el mejor del mundo.

Una escena cotidiana en el pueblo de Volcán, en el oeste panameño cerca de Costa Rica.

EL CHAMPAGNE DEL CAFÉ Basta una hora para pasar del calor sofocante de David, la principal ciudad de la región de Chiriqui, a la eterna primavera de Boquete. Más que la belleza del paisaje, que no es poca, es este clima lo que vinieron a buscar los colonos: primero fueron panameños de otras regiones y luego europeos y norteamericanos, que cuando se jubilaban de su trabajo en el Canal elegían quedarse en Panamá. Entre ellos hubo varios escandinavos y suizos, que empezaron a construir los tradicionales chalets de madera que hoy le dan todavía un aspecto muy europeo a este rincón tropical.

Y sigue siendo habitual escuchar varios idiomas en las calles de Boquete, además del español y del ngäbere de los ngäbe, la principal etnia original de la región. De hecho la pequeña ciudad sigue atrayendo a muchos extranjeros: en general se trata ahora de gente que elige Panamá por sus buenas condiciones de vida, y Boquete en particular por su excelente clima. Vienen principalmente de América del Norte pero también de Europa o de la vecina Colombia. Los recién llegados se suman a los casi cinco mil habitantes y participan en el buen momento que vive el valle gracias al turismo, pero sobre todo gracias al café. Hace un siglo, el ingeniero noruego Tollef Monniche fue el primero en iniciar las plantaciones, en una finca que compró luego de dejar su trabajo en el Canal. La variedad insignia de Boquete es el arabica geisha, originalmente oriundo de Etiopía pero aclimatado a las zonas altas de Costa Rica y Panamá. Sin embargo es en este valle al pie del Baru, y a más de 1600 metros de altura, donde alcanzó su máxima expresión. Hoy se lo considera como el “champagne del café” y es el más caro del mundo (más de 500 dólares por kilo), junto a una variedad cultivada en Indonesia.

El lugar por excelencia para conocerlo es justamente en la plantación de Monniche, la Finca Lérida. Las construcciones de estilo escandinavo del pionero noruego siguen en pie, pero todo cambió mucho desde la primera década del siglo XX, cuando aquel colono nórdico llegó al lugar. En aquellos tiempos hacía falta varios días de navegación para llegar hasta David y luego dos días más a caballo para entrar al valle.

La reina Isabel de Inglaterra es una de las privilegiadas que pueden apreciar el café producido en la Finca Lérida. Desde los primeros tiempos de la plantación, Monniche trató de conseguir el mejor café y para eso inventó un sistema de selección de granos por gravedad que se usa hoy todavía y se puede ver en uno de los edificios históricos, conservado en su estado original.

Una de las posibilidades para el viajero es pernoctar en la finca, que tiene varias habitaciones entre los cafetales. Se trata también de uno de los lugares más renombrados de Panamá para el avistaje de aves. Además de probar el exquisito café geisha, se puede participar en una salida para buscar fotografiar quetzales, rapaces y por supuesto varias especies de colibríes. En realidad, para ver colibríes no hay que caminar tanto siquiera: se los ve en los senderos mismos del establecimiento, entre los distintos edificios. Los espacios verdes han sido parquizados para atraerlos, a unos pasos de las plantas donde se puede ver cómo crece la vaina del café.

Durante el resto de la visita se conocen los procesos de secado y preparación de los granos, que son luego enviados a las empresas que los tostarán y comercializarán. En el caso del geisha, los principales mercados están en Japón y otros países de Extremo Oriente: por lo tanto, la pequeña boutique de la finca es una ocasión única para pedirse una taza y probarlo (tras lo cual es muy difícil no ceder a la tentación de comprarse algunos paquetes).

Una familia de indígenas ngäbe, por los caminos selváticos del volcán Baru.

BUSCAR EL QUETZAL Antes de dejar el valle de Boquete para seguir explorando el oeste de Panamá y conocer la selva de yungas, allá llamada selva nubosa, hay que pasar por el Hotel Panamonte. Durante mucho tiempo fue el lugar donde los pobladores pasaban la noche cuando viajaban a caballo hacia la costa desde sus fincas en las montañas. El edificio fue construido por un norteamericano que luego lo vendió a unos suecos, y conserva en su cuerpo principal la arquitectura de techos bajos y ambientes de madera que gusta a los escandinavos. Una emblemática habitación recuerda todavía a su pasajera más ilustre: la inolvidable Ilsa Lund de la película Casablanca, la actriz Ingrid Bergman.

Una ruta panorámica lleva hasta el pueblo de Volcán –que no tuvo que pensarlo mucho para conseguir su nombre– del otro lado del Baru. En camino se ve la península de Burica, compartida entre Panamá y Costa Rica, que se adentra en el Pacífico.

Al borde de la ruta se cruzan con frecuencia familias de ngäbes, y en las zonas rurales varias casas tienen por lo general en el frente una mesita de madera donde venden bolsas de hortalizas: se las conoce como “puerquitas” y se las llevan generalmente los turistas de paso. De hecho la región es renombrada por la calidad de sus cultivos. Por unos dólares, es posible llevarse así una mezcla de varios kilos de productos: papas, tomates, lechugas, zanahorias, cebollas. Otra parada obligada: esta vez para probar frutillas con crema, que se vende en pequeños locales especializados en este postre, ya convertido en un emblema de la región.

Se llega así a las localidades de Volcán, Cerro Punta y el caserío de Bambito, que parece ser un desprendimiento suizo en pleno Panamá. Estamos ahora en las puertas de entrada al Parque Internacional La Amistad (PILA), una gran reserva natural compartida con Costa Rica. Varias agencias de aquellos pueblos, pero también de Boquete y David, ofrecen excursiones para adentrarse en la selva. Hasta el día de hoy es una de las regiones menos conocida de nuestro planeta, donde se descubren regularmente nuevas especies de fauna y flora. La mayor parte de la selva del parque no ha sido explorada, sobre todo porque es de muy difícil acceso debido al relieve montañoso, las abundantes lluvias y los suelos lodosos.

Aunque se organizan travesías más extensas para viajeros de espíritu aventurero, una caminata de un día alcanza para darse una idea de este entorno extraordinario. En la entrada del parque, el camino más habitual para este tipo de trekking, se sube por la ladera de una montaña hasta unos miradores en altura, situados a unos 2450 metros. A pesar del esfuerzo –el desnivel total es de unos 500 metros– se aconseja llevar alguna campera liviana, porque llueve con frecuencia, y en la meta los vientos y la humedad refuerzan la frescura del clima. En camino se llegan a ver perezosos, el animal emblemático de las selvas panameñas, pero también algunos monos y por supuesto muchas aves. Las grandes especies de fauna –yaguar, ocelote, tapir o pecaríes por ejemplo– no se dejan ver, pero con suerte aparecen algunas de sus huellas en la arcilla rojiza del suelo empapada por las lluvias o el rocío de la neblina.

La bruma es un elemento frecuente del paisaje de este tipo de selva. Como las demás selvas tropicales, su vegetación se organiza en varias capas, desde la copa de los árboles hasta las plantas del sotobosque, que los rayos del sol alcanzan muy raramente. Pasada la primera emoción del avistaje con un perezoso, el gran momento de una caminatas es el encuentro con un quetzal: es un ave difícil de observar, a diferencia de los colibríes, pero admirar su magnífico plumaje es la recompensa de cualquier esfuerzo por los arduos senderos del PILA.

Réplica de una de las misteriosas estatuas talladas en piedra del sitio de Barriles.

UN MISTERIO Cerca de Volcán se encuentra también el sitio de Barriles, donde prosperó una enigmática civilización que llamó la atención de los científicos por varios objetos tallados en piedra, pero sobre todo por sus estatuas de ojos rasgados y sombreros cónicos. Se especula que se desarrolló entre los siglos IV y VII de nuestra era, hasta que desapareció quizá por una erupción del Baru. Las piezas más llamativas fueron encontradas en una serie de campos que se estaban preparando para la plantación de café en la década de 1940.

El lugar se llama Barriles por las grandes piedras talladas en forma de toneles, que seguramente tenían fines rituales. Quienes las usaban habían desarrollado una ciencia de los mapas (se encontró un grabado que detalla el volcán Baru y la península de Burica) y podían realizar petroglifos que se ven únicamente si se los moja. Son varios misterios más añadidos al haber de esta civilización que atrae muchos visitantes todo el año hacia la propiedad de los Landau-Haux, la familia dueña del campo de los primeros hallazgos.

Ellos mismos armaron un pequeño museo de sitio, en una precaria salita. Allí exhiben algunas estatuas de piedra y fragmentos de cerámicas. Lo poco que se sabe se puede leer en varios recortes de publicaciones expuestos en la entrada del predio.

La visita se completa con un paseo por un camino que sigue el cauce encajonado de un arroyo. Es una hermosa caminata en medio de la vegetación tropical donde se pueden ver distintas especies de mariposas: una de ellas tiene las alas transparentes, tal como se puede apreciar cuando se posa sobre las hojas de las plantas y trasluce el color verde de la vegetación.

Al final del camino están las lajas grabadas y algunos de los barriles de piedra. Por el contrario las figuras, con el extraño sombrero cónico, son reproducciones inspiradas por las piezas originales encontradas en este lugar. Con el tiempo estas mismas figuras se fueron convirtiendo en un símbolo arqueológico de la región y se las puede ver en carteles y negocios. El otro gran sitio panameño es El Caño, que se encuentra en la Península de Chitre, en el sur del país. Allí se encontró El Dorado de Panamá, una sepultura con varios objetos de oro, cuyo hallazgo hace unos años fue difundido por National Geographic. Es una posible etapa si se regresa desde Chiriqui a Ciudad de Panamá por tierra. En avión, el viaje dura solamente media hora y sobrevuela el Canal. En auto se cruza la mayor parte del país y se pueden programar varias paradas a lo largo del camino, para conocer El Caño y muchos otros sitios: desde pueblos coloniales hasta comunidades indígenas en medio de la selva tropical.

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