CATAMARCA > VIAJE A LAS CULTURAS MILENARIAS
Un viaje a las ruinas de Fuerte Quemado, en las inmediaciones de la localidad de Santa María, y el Shinkal en Londres, dos localidades icónicas del Noroeste argentino que conservan vestigios de culturas ancestrales. Recuerdos del Qapaq Ñan y poderíos del pasado.
› Por Guido Piotrkowski
Fotos de Guido Piotrkowski
Si el viajero entra en la ciudad de Santa María por su acceso norte, se topará con una inmensa escultura de una mujer embarazada. La estatua representa a la Pachamama, la Madre Tierra, una deidad de la naturaleza tan palpable como esa figura que se alza en esta ciudad del norte catamarqueño, una figura recurrente y omnipresente en los pueblos del noroeste argentino. A ella se le agradece y se le pide. Por la familia, por la salud, por la vida. Por las cosechas y el ganado, sobre todo durante el mes de agosto, su mes, el tiempo de siembra.
Pero no estamos aquí y ahora para hablar de la Pacha y su ceremonia, que ya pasó, sino de sus descendientes, los pueblos originarios de esta región, una de las más pobladas durante la época precolombina. Culturas que terminaron derrotadas y desterradas antes el avance inca y español, pero que dejaron valiosos vestigios por todas partes. “La zona fue habitada por mucha gente. Siempre que se cava un pozo se va encontrar algo”, explica Cristina Capilla, guía de la secretaría de Turismo de Catamarca, más conocida como Kiti, camino al sitio arqueológico de Fuerte Quemado.
Santa María está ubicada en el Valle de Yokavil, uno de los tres que comprenden los Valles Calchaquíes. Hoy tiene hoy once mil habitantes, y es la ciudad más grande la porción catamarqueña de estos valles que abarcan también las provincia de Tucumán y Salta, desde Amaicha del Valle hasta Cafayate.
FUERTE QUEMADO Este paraje supo ser uno de los enclaves precolombinos más grandes de la región. El sitio arqueológico está ubicado a once kilómetros de la ciudad, rodeado por las sierras de Quilmes, la sierra del Aconquija y las cumbres de los Calchaquíes, con picos que van de los 4300 a 5200 metros de altura del Aconquija, el más alto de la región. Para llegar a las ruinas hay que atravesar primero el pueblo del mismo nombre, una pequeña localidad típica del norte a la vera de la Ruta 40, que divide al paraje en dos. Las casas, sobre el camino, mantienen su estructura de adobe y son las más antiguas de la región. “Es un lugar histórico –destaca Cristina–. Hay una de 1820 y otra de 1930. Todo este tramo del camino debería ser considerado patrimonio histórico nacional, por la preservación de la imagen de lo que eran los pueblos del norte argentino”.
Es mediodía y, como si fuera un pueblo fantasma, no hay un alma en las calles de este paraje de 500 habitantes. Nos detenemos frente la plaza, y entramos a conocer la iglesia, construida en 1879 y considerada como una de las parroquias más antiguas del departamento. Como las casas, está hecha en adobe y aún conserva muebles desde su fundación.
Estamos en un tramo del Gran Camino del Inca, o Qapac Ñan en quechua, el sistema vial andino que desde hace un par de años es Patrimonio de la Humanidad, y que unió de norte a sur -desde Colombia a Mendoza- el imperio más extenso de la etapa precolombina. También forman parte de este sistema las ruinas del Shinkal, que visitaremos luego. “Fuerte Quemado y el Shinkal no entran oficialmente en la red vial, pero sí como complementarios, porque lo que se tuvo en cuenta para seleccionar esos sitios era que tuviera poca intervención humana, como la Ciudacita, cerca de acá, pero de muy difícil acceso”, apunta Esteban Villalba, guía de la municipalidad local. “Santa María de Yokavil viene de un ayllu, o una tribu preincaica que habitaba aquí, donde había akalianes o yokaviles, que hablaban el idioma kakan”, agrega el guía.
Con el inca llegó la lengua quechua, que se afianzó aún más con el arribo de los españoles, quienes lo habían aprendido para evangelizar y comunicarse con los nativos. “Fuerte Quemado es uno de los primeros asentamientos españoles. Acá se instaló también la misión jesuítica Santa María de los Angeles de Yokavil”, apunta Villalba, observando que fueron los españoles quienes clasificaron como diaguitas a los pueblos que vivían en las serranías. “La nación daguita no existió como tal, sino que es parte de un grupo de tribus o ayllus que vivían en las montañas, que tenia una lengua común como el kakan”. Como los quilmes, los akalianes y yokaviles sufrieron el destierro al finalizar la tercera guerra calchaquí.
“Eran poblaciones inmensas. Los registros hablan de una cantidad de gente mucho menor a la que mataron y desarraigaron realmente. La historia la escribió el español –interviene Kiti–. Existe el registro de un cura que habla de que setecientas piezas habían sido tomada para la corona. Es decir, setecientos indios para la mano de obra esclava, sin contar los que habían matado”. “Y sin contar la chusma –agrega Villalba– que era la forma en que ellos llamaban a las mujeres, chicos y ancianos. En ese caso se cuenta por cinco”.
Una vez en el sitio, se pueden ver las construcciones típicas: la mayoría pertenecen a la cultura Santa María. Hay corrales de llamas, depósitos para el acopio de granos, morteros. “Perfeccionaron bastante la agricultura. Y la particularidad de estas construcciones es que se podía transitar por arriba, lo utilizaban para desplazarse como callejuelas”, explica el guía.
En lo alto del cerro se distingue un portal de pircas. Es la Ventanita, el símbolo del lugar. Se trata de una intiwatana o “piedra que amarra el sol” para los pueblos originarios. Es un observatorio y el primer lugar por donde pasa el sol cuando despunta el 21 de junio, durante el solsticio de invierno, un día sagrado aún hoy para las comunidades locales, que suben hasta aquí para recibir al sol durante el Inti Raymi, o Fiesta del Sol. Para llegar hasta la Ventanita hay que subir a pie, caminando alrededor de una hora. Y vale la pena: desde acá se puede observar todo el valle de Yokavil, Fuerte Quemado y sus cultivos, el río Santa María y el resto de los cerros de la zona.
EL SHINKAL La región de Londres y Belén, a 180 kilómetros por la ruta 40, también esconde en sus entrañas tesoros arqueológicos de indudable valor. Pero el más valioso se encuentra hoy a la vista y al alcance de todos: se trata de la ruinas del Shinkal, de supuesto origen incaico, aunque algunos pocos se inclinan por la teoría de que son anteriores, tal como Fuerte Quemado. Existen vestigios preincaicos que indican que el Shinkal pudo haber sido un asentamiento diaguita, y algunos investigadores en esa línea se inclinan por la teoría de que fue, efectivamente, una ciudadela diaguita. Acá se encuentran rastros y elementos de la cultura Belén, que está exhibidos en el Centro de Interpretación ubicado en la entrada del complejo.
El sitio arqueológico está a cuatro kilómetros del centro londrino, en medio de una espesa vegetación conocida como Shinqui, cerca del río Quimivil. De ahí su nombre: el Shinkal de Quimivil. Más allá de que fuera o no originalmente incaico, lo que sí se sabe es fue un importante centro administrativo del imperio cuyos brazos se extendieron a través de la cordillera de los Andes hasta el mismísimo corazón catamarqueño, ocupando estas tierras entre 1471 y 1536.
Las ruinas, enclavadas entre montañas, tienen una extensión aproximada de un kilómetro cuadrado y fueron reconocidas por los arqueólogos como una Guamani (Cabecera Provincial) del Tawantinsuyo o imperio incaico, que tenía cuatro puntos. El Shinkal es la capital de provincia que se ubicó más al sur del imperio inca. Según se desprende de algunas crónicas hispanas y estudios arqueológicos, habría funcionado como una especie de aduana de una red vial de tránsito de minerales hacia el Cuzco. Era un lugar de tincuy, que es la intersección de varios tramos de caminos o de redes viales. Una especie de nudo central en el dibujo del Camino del Inca entre Tucumán y las zonas del centro y norte de Chile a través del paso de San Francisco.
Su trazado urbano coincide con el modelo originado en el Cusco: una plaza principal, numerosas habitaciones comunes y dos pirámides enfrentadas, que son las plataformas ceremoniales.
El Shinkal era un centro de poder administrativo, político y económico. Aquí se encontraba el ushnu, el sillón donde se sentaba el jefe. “Es un centro de poder –asegura Kiti–. Los incas y diaguitas han establecido un sistema de intercambio de productos con otras poblaciones, incluso con diaguitas de Chile”. La antigua ciudadela fue, al mismo tiempo, el último bastión de la zona en la de la defensa de los pueblos originarios frente al español. “Aquí fue torturado una de los grandes caciques de aquella época, como Juan Chelemin –aporta la guía–. Se dice que Chelemin fue torturado delante de su cacicazgo y sus restos esparcidos a los cuatro puntos cardinales para que sirvan de ejemplo. La leyenda dice que cuando sus restos –que siguen reptando bajo la tierra– se encuentren nuevamente, renacerá la gran Nación Calchaquí”.
Lo más impresionante son las dos pirámides, la del Sol y la Luna, que se levantan una frente a otra, a unos 25 metros de altura: se trata de plataformas ceremoniales. Desde lo más alto se puede comprender el trazado de la antigua ciudadela de piedra, donde se destaca el ushnu, que habría funcionado como centro ceremonial y administrativo, oráculo y tribunal de justicia. También se aprecian desde lo alto las típicas kallankas, recintos rectangulares que habrían sido viviendas comunales y fábricas textiles. En el medio de los dos templos se ubica la aukaypata o plaza, el lugar central de encuentros y reuniones. “Es un espacio muy grande, eso nos ayuda a determinar que han venido miles y miles y miles de personas –explica Rosa Ramos, la guía del sitio–. A veces hay grupos de 70 personas y ocupamos solo una esquina de la aukaypata”, grafica la joven, más conocida como Rosita, quien nació y se formó acá.
También se distinguen los ayllus o pequeños barrios, y los patios internos con las kanchas, que eran espacios comunitarios. “En la kancha había morteros, telares, espacios limpios para secar y desgranar el maíz para hacer la algarroba (bebida típica de la zona) y hasta para domesticar a la llama. Este lugar tiene una energía muy particular. A veces no es solamente lo que ustedes cuentan u observan, sino lo que siente a través nuestro. Es un lugar único. Cuando llegamos acá arriba nos damos cuenta por qué lo usaban como templo sagrado y ceremonial. Son lugares estratégicos para conectarse con el sol, la luna, las estrellas. Lo interesante es que uno pueda hacer silencio y sentirse parte de la historia, parte de estos pueblos”.
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